14.
A Ethan Ross le gustaba ir por
libre e inspeccionar el terreno a su manera, sin que ningún tocapelotas le
soplase en el cogote. Por eso, llegó una hora antes de que lo hicieran los
demás a husmear en la nave abandonada, donde se supone que hallaron el cuerpo
sin vida de Alexa Valdés. El candado y la cadena que en su momento colocara la policía,
para aislar el escenario del crimen, habían sido forzados. Quizá por vagabundos
que pasaban allí la noche, o tal vez por alguien interesado en recuperar algo
que pudiera incriminarle. Aunque la puerta parecía no estar encajada, le costó
bastante abrirla. Sacó el móvil e hizo varias fotos, sobre todo del camastro que
se veía al fondo. Se acercó con cautela y estudió el terreno detenidamente: cigarrillos
apagados a la mitad, latas de conserva, botellas vacías, más de una cuarta de
soga deshilachada, una zapatilla deportiva sin pareja, un trozo de panecillo
con moho, dos bragas que por el roto fueron arrancadas y un triciclo infantil
al que le faltaban las ruedas. Colocaba cada objeto dentro de su cabeza como
las piezas de un puzzle difíciles de encajar, cuando a lo lejos oyó el motor de
los coches que se acercaban. Entonces, metiéndose en su carro, se hizo el traspuesto.
‘Buenos días’, –dije, y contestaron todos–. ‘Procedamos. No toquen
nada, porque pueden contaminar las pruebas –pidió Adam Walker–. Limítense
a mirar, nosotros nos encargamos del resto’. ‘Tranquilo, amigo, no somos
novatos en protocolo’, –contestó el detective muy irritado–. ‘Venga, que
cuanto antes empecemos más pronto terminamos’, –apacigüé–. ‘Inspector,
aquí hay algo. Mire’ –gritó un agente sosteniendo con unas pinzas algo
extraño–. ‘¿Pero, y esto de quién coño es? Michelle, dame el informe de la autopsia
a ver si hemos pasado por alto que a la víctima le seccionaron un dedo de la
mano. Te juro que no lo recuerdo’. ‘No lo tenemos, jefa’. ‘¿En la
documentación que nos entregó nuestro cliente no estaba?’. ‘Pues no’.
‘¿Usted tampoco lo tiene?’, –pregunté a Adam Walker–. ‘No, letrada. Pensaba
pedirles una copia’. ‘A ver, que me estoy poniendo de muy mala leche. ¿Quiere
decir que nadie ha visto ese documento?’. ‘Al menos en mi departamento,
no’. ‘Allison, –intervino Ethan–, es posible que a la abuela se le
olvidara dártelo. ¿Por qué no le preguntas?’. ‘Bueno. Pero hasta que
resolvamos dicho asunto, ¿qué tal si seguimos con la investigación?’, –zanjó
al inspector–. Recogieron muestras inverosímiles, que a los profanos jamás se
nos hubiese ocurrido, y las enumeraron una a una, en bolsas de plástico
selladas, para enviar al laboratorio. Acabado su trabajo, los agentes se
marcharon, quedándonos solos nosotros tres. ‘¿No te parece raro?’, –pregunté
al detective–. ‘No es la primera vez que se traspapela algo parecido y luego
aparece en el fondo de cualquier archivador. Lo que me choca es que Walker,
antes de venir hasta aquí, no tratase de localizarlo a través de la policía
judicial y el médico forense que levantó el cadáver. Contactaré con un colega
muy hábil en dar con el paradero de cosas extraviadas’, –dijo, guiñando un
ojo.
Mayalen
preparaba la salsa pico de gallo, para los tacos mexicanos que
iba a hacer con carne de pollo asado, cuando el casero fue a decirle que tenía
una llamada. ‘Hola. ¿Qué ocurre, doña Allison?’. ‘Hola. Nada, tranquila.
Es que necesito otra vez la carpeta donde guarda las cosas de Alexa. Nos faltan
algunas fotocopias y me gustaría hacerlas’, –puse esa excusa por no alarmarla–.
‘Si le parece puedo llevársela ahora o esta tarde’. ‘Perfecto. ¿A qué
hora le viene bien?’. ‘A la que usted me diga’. ‘¿Dieciocho
treinta en mi despacho?’. ‘Ahí estaré’. Repasaba las notas tomadas
en mi cuaderno, entendiéndolas ahora como los mimbres con los que armaría la
acusación particular que pensaba ejercer, pero la entrada en avalancha de la
becaria dio al traste con mis planes de concentración. ‘¿A qué no sabes con
quién se las vio en los tribunales la fiscal que nos ha tocado?’. ‘Dímelo’.
‘Pues nada más y nada menos que con Richard Smith, tu padrastro. Por lo visto
el bufete representaba a un alto cargo de la industria del petróleo, y ella consiguió
una indemnización con muchos ceros para uno de los trabajadores que sufría
repetidas intoxicaciones’. ‘Bueno, al menos esta vez remamos en la misma
dirección’. ‘¿Has contactado con la anciana?’. ‘Sí, la he citado luego.
No hace falta que te quedes, creo que así se sentirá mucho más cómoda’. –Resumí
la conversación telefónica mantenida con ella y el pretexto que puse para no
preocuparla–. ‘Sin problema. Aunque pienso que sería mejor contarle la
verdad. Total, se enterará igualmente si no aparece. Aunque reconozco que los
hilos los mueves tú’. Sin embargo, Mayalen tampoco la tenía…
Desde
que Charlotte Bennett enviudó, los hijos volaron y la casa se convirtió en un santuario
donde rendirle culto al silencio, se hizo construir, alejada del resto, en un
extremo del jardín, con vistas al Carson River y a las montañas, una
habitación acristalada y espaciosa. Allí, además de escuchar la música que
formaba parte de la banda sonora de su vida, preparaba las intervenciones de
las causas aún abiertas y la veracidad de las acusaciones. Sobre varios
volúmenes de Derecho que a menudo consultaba, reposaba el expediente de Johnny García.
Ahí, en un par de folios y a doble espacio, se resumían las veces que fue detenido
y puesto en libertad por falta de pruebas: Atracos con intimidación, tráfico de
estupefacientes, órdenes de alejamiento vulneradas, múltiples peleas, escándalo
público y enfrentamientos con la autoridad por conducir borracho. Es decir, un
largo listado de tropelías que la mayoría de las veces quedaba en nada. Así
que, según estudiaba la poca información de la que disponía, un dato bastante
importante le hizo retroceder en la lectura. Era un manuscrito de la víctima donde
detallaba las veces que su pareja la maltrató física y psicológicamente, ocasionándole
numerosas fracturas cuyas secuelas arrastró hasta el día de su muerte. Aunque
lo más extraño era que no constara ninguna denuncia por la vía oficial. Por
eso, levantó el auricular y marcó un número de teléfono. Segundos después uno
de los asistentes que trabajaban con ella, acataba las órdenes que le daba. ‘Me
importa un bledo que levantes al sheriff de la cama, como si es al mismísimo presidente
de los Estados Unidos de América, pero quiero saber las razones por las que han
dejado siempre en libertad sin cargos a este individuo’. Su larga
experiencia precisando el olfato como ayudante del Fiscal del Distrito y
peleando contra los arrogantes tiburones de la abogacía, le daban a entender
que, en esta ocasión, para sostener la veracidad de los hechos y pedir la pena
máxima para el imputado, tendría que escarbar a fondo en la dolorosa cloaca de
lo que a su entender era un homicidio en primer grado. No obstante, la clave
fundamental estaría también en la correcta elección de los miembros del jurado,
de lo contrario podrían fracasar sus buenas intenciones. Inmersa en esos
pensamientos, no se percató de que el Concierto para la mano izquierda, de
Ravel, sonaba a toda pastilla.
Hasta
donde me alcanza el recuerdo, todos los septiembres, a mediados, íbamos al
centro de Jackson a comprar un saco de harina, pastillas de jabón y el regalo
que le haríamos a mamá por su cumpleaños. En la acogedora tienda, como lo eran sus
dueños, un matrimonio de octogenarios que la heredaron de sus antepasados,
podías encontrar piezas de telas con las que hacerse un traje o un vestido,
porciones de tocino recién salado, municiones, medicinas o tabaco. Cada otoño,
en la misma fecha, una de las últimas familias que quedaban de la tribu Gros
Ventres, ubicada en Montana, atravesaba el estado hasta nuestro pueblo, a
cambiar rifles y pieles de búfalo curtidas por algún pura sangre y víveres,
reanudando el camino de vuelta antes de que el invierno les cogiese en ruta. Los
Morgan, es decir, nosotros, que nacimos con el don de la oportunidad,
coincidíamos con ellos. Así que, para una chica de mi edad era muy emocionante relacionarse
con personas tan peculiares como aquellas. Hombres y mujeres capaces de
transmitir a las nuevas generaciones la importancia de preservar sus creencias,
cultura y costumbres, que a fin de cuentas era la verdadera esencia de los
campamentos. El tío James, nato charlatán y conocedor de medio mundo,
conversaba con Trueno Veloz, el gran jefe de la reserva, mientras que Nube
Pálida, su hijo, de pie junto a la carreta, a la vez que sujetaba los
caballos, no perdía de vista a los miembros más ancianos y se sonrojaba si yo
pasaba por delante de él. En los ranchos del condado, los vaqueros habían recibido
el jornal de la semana, con lo cual la cantina y el prostíbulo estaban a tope.
Papá y otros vecinos ayudaban a nuestros amigos a cargar la mercancía sin
demora, ya que allí no eran bien recibidos por todos. Los hermanos Foster,
dueños de la mayor finca de crianza de vacunos en muchas millas a la redonda,
les tenían declarada la guerra, ya que, cuando trasladaban el ganado de un
sitio a otro, cruzaban en plan salvaje por territorio indio, llevándose cualquier
obstáculo, material o humano, que ralentizase su bravuconada. La última vez que
la tribu vino a nuestro pueblo ocurrió un hecho desagradable: Una de las abuelas,
desorientada, entró en el salón de belleza, completo en ese momento por las
esposas de los capataces, quienes, intolerantes a la hora de aceptar la
existencia de otras razas, se mofaron de ella echándola a patadas hasta tirarla
al suelo. Sentí tanta vergüenza ajena y rabia que, sin pensar en las
consecuencias que podría acarrearnos, me enfrenté al grupo de señoras
ordinarias y racistas. Supongo que ahí se me despertó el oficio, posicionándome
siempre al lado de la justicia. Cuando la caravana partió, una comitiva de
nosotros les acompañamos hasta las afueras. Yo iba a la grupa con papá en su
caballo, pegados a la carreta principal. La anciana lloriqueaba medio
escondida, aunque buscándome con la mirada cargada de agradecimiento. Entonces,
Nube Pálida, ese adolescente que sería mi primer enamorado, alargó la
mano y me dio un collar de plumas que aún conservo. Desde ese desagradable incidente
nunca más volvieron, o al menos yo no tuve constancia.
‘¿A
dónde han llevado al presunto asesino?’, –preguntó el inspector Adam Walker–.
‘Está en uno de los despachos, ha venido con su abogado, –respondió el
agente que atendía en el mostrador–. Para mí que no tiene ni idea. O sea:
que está recién salidito del cascarón’. ‘Estupendo. Dejémosles solos un pelín
más y que se pongan nerviosos, a ver si así aflojan y nos vamos pronto a casa.
Dentro de veinte minutos que los lleven a la sala de interrogatorios, después iré
yo’. ‘A sus órdenes, señor’.
Gracias por tu generosidad.
ResponderEliminarRecuperamos la historia, siempre con algunas expresiones, a mi entender, muy ocurrentes, como, en esta ocasión: "la casa se convirtió en un santuario donde rendir culto al silencio". Hasta la próxima entrega. Un beso (muy muy virtual, en esta ocasión).
ResponderEliminarMenudo plano-secuencia te marcas con Ethan Ross, ¿eh? Digno del mejor Hitchcock...
ResponderEliminarGracias por volver y un ruego, cuídate mucho, amiga, porque eres muy necesaria y quiero volver a verte.
Buenas tardes y buena suerte.
Te camelo, escritora. Besos.
Gracias, por volver
ResponderEliminar😷😷😷😷😘😘😘
Como siempre buscando el mix de las tramas para que sea más entretenido.
ResponderEliminarMe ha venido bien repasar las entregas anteriores para volver a coger el hilo y olvidarme del bicho que nos tiene a mal traer a todos.
Es bueno saber que tendremos este momento de buena lectura de nuevo.
Me sumo a las gracias dadas por otros lectores.��