12.
‘Señor García, tome asiento, por
favor’, –dijo Adam Walker haciéndolo también él–. ‘A ver, explíqueme de
qué va todo esto, porque yo no he hecho nada. Soy un ciudadano honrado que paga
sus impuestos, ama a su patria y a Dios’. ‘No se ponga a la defensiva,
hombre. Tan sólo ha de responder a unas cuantas preguntas’. ‘¿Sobre qué?’.
‘Verá. Investigamos el asesinato de Alexa Valdés, que fue pareja suya’. ‘¡Uy!,
no, no. Por ahí sí que no paso, ¡eh!, –se levantó y caminó de un lado para
otro con violencia, producto del nerviosismo y de las sustancias que llevaba en
el organismo–. Hacía muchísimo tiempo que nosotros ya no estábamos juntos. Así
que, dejemos clara una cosa: no me van a cargar el muerto a mí’. ‘Bueno,
de momento nadie le está acusando, sólo que, como comprenderá, necesitamos
barajar todas las hipótesis posibles hasta dar con el autor de los hechos. Dice
que habían roto la relación. ¿Cuánto hace de eso?’. ‘No sé, ¿seis, siete
años?’. ‘Entonces, ¿cómo se explica que unos meses antes de morir, y estando
hospitalizada por desprendimiento de retina y una pierna rota, fuera usted personalmente
quien impidió que su abuela entrara en la habitación a verla?’. ‘¿Pero
qué coño está diciendo? –soltó una fuerte carcajada–. No hagan caso de
esa vieja loca. Aunque… Ahora lo comprendo, en realidad no saben qué ha pasado
y piensan que el Johnny es perfecto como cobaya, ¿verdad?’. El detective
vigilaba de cerca el cenicero donde ya había dos cigarrillos recién apagados. ‘¿Recuerda
esto?’, –le muestra un parte de lesiones–. ‘No, pero seguro que me lo
dirá enseguida. ¿A qué sí?’. ‘Léalo, si es tan amable, y verá que su
nombre figura en él’. ‘Claro, sí. Es que lo di en admisión, porque cuando
la llevé a urgencias la había encontrado tirada en la calle. Fíjese la
diferencia: yo la auxilio y encima estoy aquí’. ‘Mire la fecha, resulta
que transcurrieron solamente veinte días hasta su fallecimiento. No lo entiendo.
Acláremelo, si es tan amable’. ‘Ya, bueno, es que me lío un poco, pero
si me permite hacer memoria…’. –no le dejó terminar la frase–. ‘¿Dónde
se encontraba el 24 de enero del presente año?’. ‘No pienso decir nada
más si no es en presencia de un abogado’. ‘Está en su derecho. No
obstante, si no tiene nada que perder… Perfecto, recibirá entonces la citación
para venir a declarar. De todas formas, le aconsejo que no salga de la ciudad’.
En cuanto se quedó solo en el despacho, abrió un cajón del escritorio, sacó una
pequeña bolsa de plástico con cierre, volcó las colillas y salió disparado
hacia el laboratorio donde extraerían el ADN del presunto asesino.
La
tarde cayó de golpe como una túnica por la falda de las montañas. Empezaba a
refrescar, y un sol ya turbio, de color casi enfermizo, confundía el final del ocaso
con la caravana de nubes que descendía hasta las cumbres. Desde la ventana, papá
observaba el cielo levantando la vista de vez en cuando de la novela que leía: “Arde
el Cañón del Colorado”. ‘Mira lo alterado que está el ganado, algo anuncian’,
–dijo, señalando hacia el establo–. ‘Te conozco bien y tú no acostumbras
a hacer comentarios a la ligera –en respuesta a su afirmación–. ¿Qué
piensas exactamente?’. ‘¿Ves aquello que pasa tan veloz como el ferrocarril
y apenas se distingue?’. ‘Sí, es verdad, parece un convoy cruzando en
las alturas’, –dije– ‘Puede ser una manada de bisontes o de alces huyendo
hacia un lugar seguro’. ‘¿En qué te basas?’. ‘Bueno, ya sabes que
la amenaza de que la caldera de Yellowstone estalle, provocando la mayor catástrofe
global nunca vista hasta el momento, es algo que planea siempre sobre Wyoming. Es
posible que ahora haya más movimientos y ellos lo intuyan’. ‘Sin
embargo, importantes geofísicos aseguran lo contrario’, –expresé convencida–
‘¿Recuerdas lo ocurrido al noroeste de Washington, cuando el Monte Santa
Helena entró en erupción?’. ‘Claro, han pasado pocos años desde entonces,
pero creo que las circunstancias que se dieron entonces son muy distintas
respecto a las de nuestro supervolcán’. ‘¿Ah, sí? ¿Cuáles? Anda, listilla.
Pon ejemplos’. ‘Oye, oye, Brayden Morgan, que tengo muchas cosas que hacer
como para perder el tiempo, así como así’, –reímos tanto que nos dolió la
barriga–. ‘Ven, siéntate aquí conmigo, y conversemos’. Eso hicimos,
porque a él, a pesar de no ser un hombre instruido, le gustaba aprender y
opinar de cuánto sucedía en los Estados Unidos. ‘¿Echo más leña? Sólo quedan
brasas’. ‘Como quieras, aunque creo que no es necesario. Se mantendrá bien
el calor’. Ignoré la apreciación que hizo y busqué unos troncos no muy grandes
para reavivar la chimenea. ‘Me ha dejado preocupada el comentario que has
hecho. ¿De verdad sospechas similitudes entre esa catástrofe y la que pueda
ocurrir aquí?’. ‘En mi opinión, en esta vida, todo tiene conexiones
internas. Hagamos memoria y situémonos en aquel momento’. ‘Vale: mamá
vivía con Richard, tú estabas solo y yo estudiando en Las Vegas. Lo que se dice
una familia unida –solté de carrerilla, guiñándole un ojo para relajar la
presión de sus labios–. Era el 18 de mayo de 1980’. ‘Exacto. Y, justo
dos días antes, un grupo de geólogos advertía de la poca actividad del volcán,
aun habiéndose producido algunos leves sismos y alteraciones en el cráter’.
‘Es decir, que alertaban del peligro inminente, pero nadie les escuchó’.
‘Eso es, hasta que un terremoto de 5.1 grados de magnitud provocó el
desplome de la cara norte de la montaña, causando más de medio centenar de
muertes, cuantiosos daños medioambientales e incalculables edificaciones
destruidas’. ‘Quienes –le pisé la palabra– hicieron oídos sordos
a los avisos de los profesionales distorsionaron la realidad, argumentando que
eran fenómenos normales a los que no había que dar mayor importancia’. ‘Allison,
lo que quiero decir es que hemos de escuchar más y entender mejor el lenguaje
del mundo animal y el de la naturaleza, porque continuamente nos están comunicando
cosas’. Aquellas palabras me hicieron caer en la cuenta.
Mayalen
se ganaba unos dólares extras cuidando al suegro de su vecina mientras ella
hacía gestiones fuera. Desde que se quedó viuda y a cargo del abuelo, tenía que
ocupase de todo, y eso, a menudo, ponía a prueba su capacidad de aguante. El
anciano, a partir de que su hijo sufriera un infarto y muriera al poco tiempo,
se abandonó de tal manera que se aceleró su deterioro físico, llegando incluso
a perder el habla. Así que, cuando quería cualquier cosa, señalaba con la vista
hacia el objeto deseado o emitía sonidos difíciles de descifrar. ‘A ver,
estese quietito, que le voy a poner un babero para que no se manche. Traje compota
de manzana, esa que le gusta tanto. Verá qué rica está’, –aseguraba, a la
vez que le levantaba los brazos para pasar las cintas del pechero por debajo de
ellos–. ‘¿Cómo va lo suyo, querida?’, –preguntó la nuera–. ‘La señora
abogada dice que esté tranquila, que el caso sigue su curso. Pero yo, ¿qué
quiere que le diga?, los nervios se me agarran aquí –cerró los puños sobre
el estómago– y me desespero’. ‘Tenga confianza, seguro que se
soluciona muy pronto. Aquí dejo la medicina. Si no he vuelto a las seis se la
da con un batido de cacao que hay en la nevera, así la traga mejor’. ‘Descuide.
Marche despreocupada’. Los dos octogenarios quedaron solos, con la sensación
de habitar un espacio dentro de la vida que fluye que ya no les pertenecía. Él,
con esa mirada cristalina que transparentaba el cercano final, tomaba las
cucharadas que ella le iba dando con absoluta ternura. ‘Ande, no tuerza la
boca y saboréelo –pareció sonreírla–. No le gusta que salga, ¿verdad? Es
joven, tiene que hacerse a la idea de que el día menos pensado viene con otro
marido. Que sí, que ya lo sé. A usted le preocupa realmente que ande por ahí hasta
las tantas, ¿no? Y que puedan hacerla daño’. Arrimó una silla junto a la cama
del hombre y les venció el sueño. A las tres de la mañana les sobresaltó un frenazo
en seco contra el bordillo de la acera. Encendió la luz de la mesilla, miraron
hacia la puerta, pensando que se abriría, y oyeron los tacones de la mujer
subir por la escalera, acompañada de otros pasos, y llegar hasta al dormitorio con
la premura que da la lujuria. Refrescó los labios del hombre con una gasa húmeda,
le apartó de la frente un mechón blanco de pelo y dijo: ‘Ay, viejito. Son
cosas que pasan’.
Cuando Michelle y yo aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Portland, en Oregón, todavía nos quedaba por delante un trayecto de algo más de una hora para llegar a la ciudad de Salem. Nos llamó mucho la atención la originalidad del edificio que albergaba la terminal, que estaba dividida en cinco vestíbulos en forma de letra “H”. Teníamos varias citas programadas: una, con la directora de la escuela donde el exalumno disparó a su profesor asesinándole en el acto, y otras con familiares lejanos y conocidos del jardinero que lo presenció todo y declaró con la condición de que su esposa e hijos entraran también en el Programa de Protección de Testigos. El día anterior habíamos estado con Ethan preparando los encuentros, y nos dio algunas pautas a seguir. ‘Contesta la llamada, por favor. El móvil está en mi bolso’, –pedí a la becaria, mientras seguía conduciendo–. ‘Es el detective, –dijo–. ¿Cómo te va, compañero?, –silencio– Sí, hemos llegado hace treinta minutos. Todo bien. –silencio–. ¡Ah, sí!, –silencio–. ¿Estás completamente seguro? –silencio–. Aguarda un segundo que informo a la jefa. Allison, ha descubierto el lugar del crimen’. ‘¿Cuál?’, –pregunté, totalmente despistada–. ‘Coño, letrada, ¿qué te pasa?, pues el de Alexa. Se lo ha soplado un colega que tiene contactos muy importantes’. ‘Estupendo. Dile que no quiero saber los métodos oscuros que haya empleado, pero que me envíe por correo electrónico la información, así podré ponerla en conocimiento del inspector Walker. ¡Ah!, y que averigüe el nombre del fiscal que llevará el caso’, –transmitió mis órdenes con sarcasmo–. ‘¿Has entendido? –silencio–. Espera. Dice que irá a echar un vistazo’. ‘Óyeme lo que te digo –grité, sin dejar de vigilar la carretera–: no se te ocurra hasta que nosotras no estemos allí’. Colgó el teléfono y nos quedamos algo pensativas. ‘¿Se lo dirás a la abuela?’, –apareció un visillo de tristeza por la cara de mi ayudante–. ‘Claro, sobre todo si encontramos algún efecto personal que tenga que identificar. Pobre, queda lo más duro, si es que sacamos algo en limpio’. ‘Que nos pasamos. Gira a la izquierda y métete por donde indica la flecha’. ‘No la veo’. ‘Es esa, donde pone Distrito Escolar Salem-Keizer’.
Cuando Michelle y yo aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Portland, en Oregón, todavía nos quedaba por delante un trayecto de algo más de una hora para llegar a la ciudad de Salem. Nos llamó mucho la atención la originalidad del edificio que albergaba la terminal, que estaba dividida en cinco vestíbulos en forma de letra “H”. Teníamos varias citas programadas: una, con la directora de la escuela donde el exalumno disparó a su profesor asesinándole en el acto, y otras con familiares lejanos y conocidos del jardinero que lo presenció todo y declaró con la condición de que su esposa e hijos entraran también en el Programa de Protección de Testigos. El día anterior habíamos estado con Ethan preparando los encuentros, y nos dio algunas pautas a seguir. ‘Contesta la llamada, por favor. El móvil está en mi bolso’, –pedí a la becaria, mientras seguía conduciendo–. ‘Es el detective, –dijo–. ¿Cómo te va, compañero?, –silencio– Sí, hemos llegado hace treinta minutos. Todo bien. –silencio–. ¡Ah, sí!, –silencio–. ¿Estás completamente seguro? –silencio–. Aguarda un segundo que informo a la jefa. Allison, ha descubierto el lugar del crimen’. ‘¿Cuál?’, –pregunté, totalmente despistada–. ‘Coño, letrada, ¿qué te pasa?, pues el de Alexa. Se lo ha soplado un colega que tiene contactos muy importantes’. ‘Estupendo. Dile que no quiero saber los métodos oscuros que haya empleado, pero que me envíe por correo electrónico la información, así podré ponerla en conocimiento del inspector Walker. ¡Ah!, y que averigüe el nombre del fiscal que llevará el caso’, –transmitió mis órdenes con sarcasmo–. ‘¿Has entendido? –silencio–. Espera. Dice que irá a echar un vistazo’. ‘Óyeme lo que te digo –grité, sin dejar de vigilar la carretera–: no se te ocurra hasta que nosotras no estemos allí’. Colgó el teléfono y nos quedamos algo pensativas. ‘¿Se lo dirás a la abuela?’, –apareció un visillo de tristeza por la cara de mi ayudante–. ‘Claro, sobre todo si encontramos algún efecto personal que tenga que identificar. Pobre, queda lo más duro, si es que sacamos algo en limpio’. ‘Que nos pasamos. Gira a la izquierda y métete por donde indica la flecha’. ‘No la veo’. ‘Es esa, donde pone Distrito Escolar Salem-Keizer’.
La grandeza de los textos que estás escribiendo es que se puede ver en imágenes, algo que solamente consiguen los grandes. Te admiro.
ResponderEliminarCada vez más enganchada al relato principal, saboreando los recuerdos en la memoria de Allison y los detalles en la vida de los demás personajes.
ResponderEliminarSe me hace corta la lectura. Gracias.
Un gran privilegio poder disfrutar de estos textos que escribes con tu maestría y sensibilidad. Besos
ResponderEliminarA mi edad, desear que pasen rápido los días parece un despropósito..., pero es lo que consigues con tus relatos, Mayte.
ResponderEliminarTe camelo, escritora. Besos.
Además de la historia, y sus derivaciones, sueles incluir en el relato información cultural diversa (histórica, geográfica, científica,...). En este capítulo destaca lo sucedido con la violenta erupción del monte Santa Helena. Aprendemos además de disfrutar.Un beso.
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