19.
En la profundidad de la galería, varias
plantas por debajo de la superficie, el aire era irrespirable. Apenas contaban
con cascos de seguridad para todos los obreros, y el resto del equipamiento,
precario y obsoleto, complicaba bastante la labor a la hora de desenvolverse en
aquellos tramos más peligrosos de la mina. Jamal Kundu se hallaba en una de
esas zonas, cargando en las carretillas el mineral extraído de la roca. Jornadas
durísimas, de catorce horas diarias sin ver la luz del sol, le sensibilizaron
tanto los ojos que, una vez fuera, se protegía la cabeza con su pañuelo
palestino, dejando tan sólo al descubierto una pequeña abertura por donde
mirar. Deslomado y al límite de las fuerzas, le mantenía en pie el deseo de
conseguir la meta propuesta, que reanudaría en cuanto juntara algo más de
dinero. ‘¿Qué proyectos tienes? −preguntó
al compañero mientras comían una torta de harina con arroz cocido, a la vez que
exclamaba−: ¡Esto es un asco, la verdad!’.
‘Ninguno. Las ganas de prosperar y la
ilusión por vivir se me han quedado adheridas a las grietas de estas cuatro paredes,
y ya no hay forma de recuperarlas. Así que acabaré mis días aquí, enfermo y desahuciado.
¿Y tú?’. ‘Llegar a España, aunque
todavía queda mucho camino. Pero bueno, poco a poco. El siguiente paso será
hacer a pie la distancia que separa F’dérick, donde estamos, de Zuérate, nada
menos que 5 horas y 38 minutos aproximadamente’. ‘¿Y eso?’. ‘Ya sabes que de
ahí sale el Tren del Hierro con destino a Nuadibú. Y, aunque el trayecto es
incómodo, puedes viajar gratis en los vagones de carga’, −el otro le
interrumpe−. ‘¿Y ya está? ¡Valiente tontería!’. ‘Qué va, una vez que llegue
al Sahara Occidental comenzará la cuenta atrás hacia Barcelona, a casa de mi
tío, la meta final’. Cuando regresaron a la faena se produjo un derrumbe al
otro extremo. Media docena de heridos en estado crítico aguardaban la llegada
del médico, entre ellos el capataz, un buen hombre con poca madera de jefe. El
bangladesí, ante tanta adversidad, se hizo de corazón duro y, en lugar de
llorar por los rincones, contaba monedas en la intimidad. ‘Cuatrocientos, quinientos, ochenta y… Nueve semanas más, y me largo’.
Desde
las nueve horas del día de hoy, por seguridad y hasta nuevo aviso, quedan
suspendidos los vuelos de Beirut a Damasco. Así rezaba en diversos avisos
disponibles por la ciudad. Este contratiempo obligó a Ahmad Abu-Abbad a cambiar
un cómodo trayecto en avión de unos cuarenta y cinco minutos por otro en
automóvil de seis horas y pico, además de los trámites que conlleva eso en sí:
alquiler del vehículo con chófer, rutas alternativas poco transitadas y
deshacerse de Ismael, lo más peliagudo de todo. ‘Oye, compadre, conste que no apruebo este viajecito tuyo tan
clandestino, y menos aún el empeño, por pelotas, de empaquetarme para España’,
−dice malhumorado a la vez que mete en el neceser las cosas de aseo−. ‘Debo continuar solo. En el fondo lo sabes,
pero te gusta hacerme de rabiar’, −suelta guiñándole un ojo−. ‘No es mi intención. ¿Imaginas la cara de
gilipollas que se me va a quedar cuando tu hija vea que no regresas conmigo?’.
‘Pues por eso no te preocupes. ¡Toma! −rozan
sus dedos sabiendo que probablemente no lo hagan nunca más−. En esta carta explico los motivos que me empujan a seguir aquí’. ‘Ah, cojonudo. ¿Y ya está? ¿Con este papelito
−agita la hoja− lo justificas? De
verdad, de verdad…’. ‘Deja de gruñir
y apresúrate, no lleguemos tarde’. El Aeropuerto Internacional Rafic Hariri
estaba colapsado. Pasajeros esperando poder partir convivían entre olores a
humanidad y a basura orgánica. Las horas se hacían interminables y la
desesperación el peor de los aliados. Sólo despegaban algunas líneas cuyos
destinos eran Europa o Estados Unidos. El resto aparecía cancelado en el panel.
La desordenada fila de información se perdía en el horizonte de bultos y
maletas que aparentemente estaban sin dueño. Puestos al final de la cola, el
beirutí y el español agotaban silenciosos el puñado de minutos irrepetibles que
les quedaba de estar juntos. ‘¿Ustedes adónde
van?’, −alguien le pregunta a un grupo de chicas jóvenes que armaban
bastante jaleo−. ‘Nosotras, a Helsinki.
¿Por?’, −pero el curioso se evaporó como la espuma−. Al borde del
agotamiento llegó la hora de la despedida. Tras abrazar al amigo, que parecía
ya un anciano, y besarle tres veces en la mejilla, Ismael se colocó, con rabia,
impotencia y dolor, en la zona de embarque. El sobrino de la nuera de Ahmad,
que estuvo todo el tiempo en un segundo plano, se acercó a él y dijo: ‘Ahora, que ya estás solo, cuanto antes partamos
mejor’. ‘No hasta que despegue el
avión’. ‘Como prefieras. Por cierto,
me llamo Karim y voy contigo a Siria…’.
Desde
que Salma Kundu murió casi en sus brazos, y no hay noticias sobre el paradero
de Jamal, Abul Khan se muestra taciturno y abatido. Al atardecer, cuando la
ciudadanía barcelonesa acostumbra a inundar las calles con sus lenguas
universales y el color de las pieles charnegas, la tetería se llena de gente
atraída por la brisa del mar, cargada de partículas de salitre, la mezcla de
infusiones en su punto de cocción y la amabilidad del gerente. Jasmin y Binta,
ocupando la mesa que tiene mejores vistas, reservada en exclusiva para los
amigos, hablaban de la vida, de los amores imposibles y de los desengaños, mientras
redactaban un manifiesto que después firmarían todos los compañeros, y donde repudiaban
el episodio de desvío de dinero acontecido recientemente. Y es que, cuando el
entramado de la corrupción en la ONG Sin
Muros salió a la luz, vertebrado en torno al refugio de exóticos paraísos
fiscales y manejado por personas sin escrúpulos ni ética, ellos, los
trabajadores, iniciaron diversas jornadas de protesta para desmarcarse del capitán
del barco que, a fin de cuentas, fue solamente la pieza más insignificante del
mosaico. Es decir, un pelele en manos de los mismos buitres que le habían
devorado. ‘¿Qué os apetece, chicas?’,
−pregunta el bangladesí−. ‘Para mí un té
con menta, por favor’, −responde rauda la senegalesa−. ‘Pues yo quiero uno de esos especiales que tú
haces, a ver si me animo un poco, que no levanto cabeza’, −contesta la otra−.
‘¿Cuándo vuelve tu padre? Se le echa de
menos’. ‘Pues espero que sea pronto. Llevo
días sin poder contactar con ellos, las comunicaciones están cortadas’. ‘Bueno, ya sabes que a veces es complicado
hacerlo desde nuestros países. Pero no te preocupes, seguro que están bien’.
‘Ojalá. ¿Qué tal tú? ¿Cómo estás?’. ‘Jodido, bastante jodido, pero estoy, que ya es
bastante’, −el hombre se retira cabizbajo−. ‘El pobre, ¡menuda racha que lleva!’. ‘Bueno, es que a veces nos las dan en el mismo carrillo’. ‘¿Sabes qué te digo?, que en cuanto acabemos
esto nos vamos a la playa. No sabes lo que un bañito a estas horas purifica el
cabreo que tenemos’, −ríen a carcajadas−. ‘Lo siento, otro día, ¿sí? Quiero llegar pronto a casa, el niño está muy
alterado y necesita mucho de sus padres’. ‘¿Cómo lo lleva Adrián? Es tan reservado que nunca sabes si haces bien
preguntándole o no’. ‘Es tímido y se
lo come todo por dentro para no hacernos sufrir, sin embargo, algunas noches le
oigo llorar en el baño’.
El
hijo de los libaneses venía del colegio con los zapatos llenos de barro, cogía de
la nevera un zumo tropical y se
encerraba en su habitación luchando contra la tentación de suicidarse, ya que
el miedo a encontrarse cada mañana con sus acosadores era más potente que la
opción de seguir padeciendo en este mundo. Y si resultaba doloroso soportar
comentarios vejatorios sobre su país de origen, tachándoles a todos de yihadistas,
si cabe era todavía más humillante que subieran a las redes sociales vídeos e
imágenes suyas orinado en los pantalones después de haberle torturado psicológicamente.
Con un toque suave de nudillos Adrián llamó a la puerta. ‘Cariño, ¿puedo pasar? −dice con el corazón en un puño y preparado
para recibir un no por respuesta, en cambio oye el clic del cerrojo que desechan
desde dentro−. ¿Estás estudiando?’. ‘No, ahora no hay exámenes’. ‘Hijo, ¿cómo va todo? ¿Quieres que hablemos?’.
‘No me apetece. Estoy bien, de verdad’.
‘Sabes que tanto a mamá como a mí nos
puedes contar cualquier cosa que te preocupe’. No obstante, ninguno de los
dos hizo alusión a la cantidad de problemas que estaban surgiendo, ni
refirieron el bajo rendimiento escolar de las últimas evaluaciones. Él siempre
estuvo dispuesto a salir a la pizarra cuando el profesor pedía voluntarios que
resolvieran quebrados o completaran oraciones gramaticales, pero ahora no
levantaba la mano, para esquivar los golpes bajos del insulto y evitar hacer el
ridículo al tropezar con alguna zancadilla. Uno de los días que acudió a
terapia con la psicóloga del centro, mientras esperaba, vio un póster en la
pared que le llamó la atención, aunque una vez en consulta no preguntó por
ello. ‘Papá, ¿qué es Save the Children?’.
‘Una fundación que vela por los derechos
de los niños. ¿Por qué lo preguntas?’. ‘No
sé, pues porque lo he oído, ¿no te parece suficiente razón?’. ‘Sí, por supuesto que sí, no te alteres. Me
parece fenomenal que quieras conocer’. ‘¿Están
en Barcelona?’. ‘Claro, por el barrio
de Sant Antoni. ¿Lo busco en el mapa?’. ‘Quiero ir’. ‘Vale, pues lo
organizamos para mañana, ya es un poco tarde’. ‘No te enteras: ¡ahora! Quiero ir ahora’. ‘No sé si habrá alguien en
la sede −lo pensó mejor y prefirió no turbarle más−. De acuerdo, aguarda un momento, que localizo a tu madre y se lo digo
para que venga’. ‘Ya…’.
Cuando
Binta entró en su casa, al principio se asustó muchísimo. Después, viendo que
Kesia trajinaba en la cocina como si nada, dijo: ‘¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué está toda tu ropa sobre la cama? ¿No es
un poco tarde para limpiar el armario?’, −pregunta un tanto extrañada−. ‘Ya no la voy a necesitar. Si quieres
llévatela a la oficina, seguro que alguien la aprovechará’, −responde la
mujer africana a punto de llorar−. ‘¿Qué
tontería es esa?’. ‘Siéntate, tenemos
que hablar’.
Muy buena descripción de las penurias de Jamal Kundu. Impaciente por saber el desenlace final. Un beso, nena.
ResponderEliminarMe gusta el agitado oleaje de tu historia, transitas el mar de la vida con algún que otro desagradable sabor salado, pero el náufrago siempre saca la cabeza y lucha por hallar la orilla. Felicidades por estos tránsitos que nos regalas.
ResponderEliminarDecía el "Piyayo", mientras veía comer a sus críos lo poco que había en la mesa: "Despacito, que dure".
ResponderEliminarY así me veo yo ante esta gozada de relato.
Gracias, muchas gracias, escritora.
Besos.
Un placer poder disfrutar de tu talento como escritora. Besos
ResponderEliminarGenial como siempre.
ResponderEliminarGracias por compartirlo
Abrazos, Mayte.
No sé como haces para que cada 15 días me parezca nuevo lo que escribes y al mismo tiempo enlace con lo ya leído.
ResponderEliminarUna manera de mantener el interés.
Gracias.