20.
Apenas medio centenar de aviones
circulaban elegantes por la pista de rodaje en el Aeropuerto Internacional
Rafic Hariri, como si de un desfile de alta costura se tratara. Siete u ocho
hombres corpulentos, con gafas negras, trajes oscuros, corbatas discretas y un auricular
pendiendo de la oreja izquierda, vigilaban el recinto sin perder de vista a
todo aquel que pudiera ser sospechoso de algo. Frente a la cristalera, en el
otro extremo, donde había muchísima más aglomeración de gente, una pareja,
rodeada de niños, lloraba desconsolada tras despedirse de dos ancianos que
partían compungidos. Karim y Ahmad Abu-Abbad no apartaban la mirada del Airbus
de Aerolíneas Vueling donde imaginaban a Ismael sentado y enfadadísimo con ambos.
Minutos después, un pájaro de alta gama, equipado con la última tecnología para
que los pasajeros realizasen un viaje a todo confort, levantó el morro rumbo a
España. ‘Ahora que ha despegado tenemos que irnos ya’, −dijo el joven,
el otro se giró hacia él y asintió resignado−. El chófer, fumando un cigarrillo
recostado sobre el capó, vio que salían y se apresuró a tirarlo mientras les
abría la puerta. ‘Señores, ¿en marcha?’. ‘Sí, por favor. Vámonos’,
−dijeron−. ‘Quiero llegar cuanto antes a Damasco, visitaremos la prisión de Saydnaya’.
‘Pero −saltó alarmado el muchacho−, es muy peligroso, aquí las cosas
no funcionan con preguntas como en Occidente. Esa fortaleza es infranqueable.
De estar allí tu hijo puede que se encuentre en una de las celdas subterráneas
donde mantienen a los presos congelados de frío hasta que deciden sacarlos’.
‘Bueno, pero iremos de todas formas. Quién sabe si damos también con el
paradero de su esposa. Sé que en la ciudad de Tadmur hay muchas personas
reclutadas’. ‘No lo sé. Correremos mucho riesgo y tal vez nos maten.
Busquemos otras alternativas’. ‘Pare el vehículo −ordenó el beirutí−.
Muy bien. Entonces será mejor que te bajes del auto, porque si continúas
conmigo lo haremos a mi manera. Y si resulta que, por minúsculo que sea el
rastro hallado, implica arriesgarnos, estoy dispuesto a asumir las
consecuencias. Espero haber sido lo suficientemente claro’. Permanecieron
tan pensativos que apenas se oían la respiración agitada. ‘Tengo tanto
interés como tú en encontrar a mi tía. Acepto las condiciones que pones y te
aseguro que no seré un obstáculo. Sin embargo, yo conozco mejor el terreno y en
algún momento tendrás que dejarte aconsejar, ¿no crees?’, −asintió y dijo−:
‘Vayamos pues’. De repente se había borrado de su memoria lo caótica que
llegaba a ser la circulación en el Líbano, con tipos temerarios encaramados al
volante y cruzándose los unos con los otros sin hacer uso de los intermitentes o
alguna otra señal que indique un cambio de carril. El mal estado de las
carreteras, y los camiones de gran tonelaje que por ellas transitan, provocando
largas colas para pasar los puestos fronterizos, lo complican todo todavía más.
Faltaba poco para llegar a Al Dimas cuando sufrieron la emboscada que
desencadenaría el principio del fin. Dos todoterreno surgidos de la nada, con sus
guerrilleros a bordo y armados hasta los dientes, les obligaron a echarse a un
lado. El conductor, un turco afincado en Beirut desde hacía dos años, salió del
coche con total tranquilidad, empuñó un juguetito de fabricación búlgara con
balas de 9 milímetros y apuntó hacia el asiento donde iban los clientes,
petrificados. ‘¡Fuera del coche!
¡Vamos, fuera!, −gritaba una voz que para Ahmad no era del todo desconocida…
El inicio de fin de semana, junto al
arranque de las vacaciones de verano que asoman a la vuelta de la esquina, son una
conjunción idónea para quedarse en la playa disfrutando de ese paisaje
incomparable que todos sentimos un poco nuestro. Desde que la oficina es un absoluto
caos y está tomada por los auditores, Binta se pasa los días haciendo deporte
por la orilla del mar, sin atender las alarmas de agotamiento que su cuerpo va
manifestando, hasta que un calambre en la pantorrilla la obliga a pararse en
seco. Con la marcha de Kesia las cosas a su alrededor parece estar patas arriba
o a punto de desmoronarse. La fecha de la despedida ninguna pegó ojo, salvo el
niño que dormía a pierna suelta, succionando el chupete y ajeno a las penurias de
los mayores. Un solo bulto por equipaje, con algo de comida, pañales y leche en
polvo, para biberones, separaba del comedor, ese espacio que tantas veces
habían compartido en lo cotidiano y en las confidencias, la zona donde la mujer
africana pintaba cuadros. Transcurrían los minutos lentamente, clavando sus
espinas afiladas en las gargantas mudas. Los más madrugadores de la vecindad
aportaban la primera claridad al patio de luces, con sus lámparas led
resplandecientes en las cocinas. Había amanecido por completo cuando el timbre
del telefonillo las sobresaltó de tal manera que dieron un respingo del sillón.
Con el corazón encogido, las lágrimas brotando, lo impersonal de la calle y la
certeza de un adiós probablemente definitivo, se abrazaron con instinto protector,
mientras que uno de los hombres enviados por el Consulado de la República
Federal de Alemania comparaba los datos en un dispositivo móvil, y otro
guardaba en el maletero el equipaje. ‘¿Prometes ir a vernos?’. ‘Claro
que sí. Llámame una vez que estés instalada, y cualquier cosa que necesites no
dudes en decírmelo. Ten mucho cuidado, cariño. Y cuídate, por favor’, −dijo
la senegalesa, a la vez que besaba la frente del pequeño−. ‘Despídeme de los
demás, y explícales las razones que me empujan a partir, especialmente al señor
Ismael, que tan bien se ha portado siempre conmigo’. ‘Lo haré, no te
preocupes…’.
Siete y media de la tarde. Desierto de
Mauritania. Ráfagas de viento de harmatán levantan cortinas de arena, cegando a
todo aquel que se interponga en su camino, incluso dejando en algunos tramos
las vías del ferrocarril semienterradas. La estación de Zuérate era un simple
refugio de tres paredes, que siempre estaba lleno de gente y de bultos
envueltos en telas de colores y atados con cuerdas. Los pasajeros sin billetes
tenían que esperar hasta que la fábrica encargada de procesar el mineral concluyese
la labor y lo cargase en el Tren del Hierro. Jamal Kundu, ataviado con prendas
cómodas, la brújula del misionero en el bolsillo y el tuareg obsequio de un
compañero de la mina, se mordía las uñas impaciente por dejar atrás las
dificultades sufridas y ponerle fin al largo peregrinaje. Pero la desesperación
empezaba a hacer estragos entre los presentes, pensando que tampoco esa vez
partirían, hasta que se corrió la voz de que los vagones ya estaban listos con
la materia prima a bordo, que también serviría de cama a cientos de personas. De
lejos era un verdadero espectáculo ver cómo familias enteras trepaban hasta las
tolvas que les proporcionarían el viaje hacia la libertad tan deseada. Primero
lo harían los más jóvenes y fuertes físicamente, después, ayudados por éstos, los
niños y los ancianos. El miedo y la emoción, lo desconocido y la perseverancia,
la ilusión y lo prudente. Y todo junto, o, además de esto, las ganas de abolir
de sus propias carnes la pobreza vivida… El convoy, de dos kilómetros y medio
de longitud, iba tan despacio que podían bajarse, realizar compras y volverse a
subir sin problema. Pero el bangladesí prefería no hacerlo, ya que conseguir
luego el mismo sitio sería muy complicado. Así que disfrutaba del espectacular
paisaje, descubriendo cada diferente palmo del universo y asombrándose con las
manadas de camellos salvajes que salían al encuentro. Sin embargo, ese deleite
duró poco, ya que, víctima del cansancio y del relajo proporcionado por las
tazas de té que gentilmente le ofrecían una abuela y sus nietos, se durmió,
perdiéndose la belleza del cielo estrellado más hermoso que jamás hubiera
visto. Transcurridas unas dieciocho horas, cuando abrió los ojos, se puso en
pie como pudo y asomó la cabeza: el puerto de Nuadibú le dio la bienvenida.
Saltó de un brinco y reanudó a pie su éxodo en busca del barco que le cruzaría
aquellas pocas millas del Atlántico…
El abogado de Ismael le comunicó que
la venta del piso cercano a la Gran Vía estaba casi cerrada, a falta tan sólo
de su firma y conformidad de las condiciones recogidas en el precontrato. Por
ese motivo, procedente de Oriente Próximo y tras hacer escala en el Aeropuerto
de El Prat para cumplir así con la promesa hecha a Ahmad de entregarle a Jasmin
la carta, aterrizó en Barajas con el extraño sabor debajo de lengua de sentirse
fuera de lugar. Un Mercedes Benz, negro y brillante, lujoso e impoluto, de la
plataforma Cabify, le llevó hasta el hotel H10 donde tenía una reserva. La
almendra del barrio de Salamanca bullía a pleno pulmón en la intersección de las
boutiques más selectas e internacionales, mientras que, en las calles
interiores, conserjes uniformados y empleadas de hogar acarreando niños a la
hora del colegio, ponían la nota de rutina en la esencia del distrito. Su
habitación, elegante y con suelo de madera, era tranquila y bastante confortable,
al igual que el baño, guarnecido con todo cuanto se necesita para el aseo
personal. Venía agotado, así que decidió darse una ducha y subir a la azotea de
la octava planta, donde se encuentra la Terraza El Cielo de Alcalá, de
la que tanto había oído hablar, con su plunge pool incluida. Las vistas,
espectaculares, le reconciliaron con la capital y fue enumerándolas para sí una
a una: el Parque del Retiro, la Casa Árabe ubicada en la antigua Escuela
Aguirre, la estatua de Esparteros, el collage de tejados de todo el
casco viejo o la cúpula de la basílica de Nuestra Señora de la Concepción, en
Goya con Núñez de Balboa. Giró la cabeza hacia el noroeste y se dio de cara con
la sierra nevada, cuya silueta quedaba recortada por el skyline de la
metrópoli. Eligió uno de los veladores junto al jardín vertical y pidió, antes
de degustar algo ligero, un cóctel, y después otro, y un tercero, y cuando iban
a servirle el cuarto le sobrevino un bajón emocional, y con ello el recuerdo de
aquellos que habían quedado lejos…
‘Querida hija: no me guardes
rencor. Juntos hemos vivido momentos inolvidables. Me he sentido cuidado y muy
querido, puedo decir que soy un hombre afortunado. Pero ahora, que quizá el
final de mis días está cerca, no puedo irme de aquí sin averiguar dónde está tu
hermano. Eres generosa y una gran persona, sé que lo comprenderás. Sigue el
camino que te has marcado, estoy seguro de que llegará un momento en que
lideres la gran marcha hacia la paz. Y jamás dejes de pelear por tus
principios, esos que hacen de ti un ser especial. Tu padre, que te quiere, para
mi activista gruñona’. Jasmin caminaba hacia el puerto buscando con la
mirada el barco Sin Muros. Una vez localizado, frente a él se sentó en
el suelo y, cayéndosele las lágrimas, releyó la nota escrita en árabe…
La dulzura con la que narras lo duro de la vida, hace que esta lo sea menos.
ResponderEliminarEl conocimiento de los enclaves, de los sentimientos de los personajes y las situaciones con las que armas la trama tiene mérito.
ResponderEliminarGracias.
Hay hallazgos como "transcurrían los minutos lentamente, clavando sus espinas afiladas en las gargantas mudas. Yo soy incapaz de una metáfora así. Y otra cosa, Mayte: No te somos "fieles", porque leemos también escritos de muchas otras personas. Somos bastante promiscuos, leyendo. Un abrazo.
ResponderEliminarYo tampoco te soy "fiel", como bien dice Miguel Ángel, pero lo que escribes me interesa y me conmueve. Tu relato rebosa verdades por todas partes, verdades humanas, las que siempre están detrás de los conflictos sociales. Es un estallido sentimental.
ResponderEliminarLa calidad humana trasciende de la penuria en forma de solidaridad, ayudando a comprender la grandeza humana... a pesar de todo.
Te abrazo en la amistad.
Admiro profundamente tu capacidad para escribir de esta manera, eres fantástica. Gracias
ResponderEliminarMe quedo con el comentario de nortxu. "El conocimiento de los enclaves, de los sentimientos de los personajes y las situaciones con las que armas la trama tiene mérito" y añado que para escribir una buena noovela hay que documentarse bien, como lo haces tú, aunque conlleve tiempo y trabajo.
ResponderEliminarGenial, Mayte. Eres una gran escritora.
Abrazos desde Málaga