18.
El beirutí pasaba el rosario
caminando de un lado a otro como el que aguarda impaciente el tiempo soleado
después del largo invierno. Entonces se le acercó el recepcionista para
entregarle una nota que ponía: “Acuda a la mezquita de Mojamed Al-Amín. Sitúese
en el lateral izquierdo y espere a que se pongan en contacto con usted”. ‘¿Quién se la dio?’, −pregunta
agarrándole del brazo cuando se iba−. ‘Aquella
mujer −señala−.
No, un momento, esa otra. Ay, no sé, llevaba burka completo. Perdóneme, no estoy
seguro’. ‘No se preocupe. Gracias, de
todas formas’. Pensativo y desconfiado, pero decidido a acudir a la cita
misteriosa, sube a la habitación, donde Ismael continúa con el estómago empachado
porque el día anterior se hinchó de fatteh
de garbanzos y ahora pagaba las consecuencias retorcido en la cama. ‘No me parece sensato que salgas estando las
calles tan revueltas. Si te pasa algo ni me entero. Es mejor que no vayas’,
−dijo desconociendo el verdadero motivo que empujaba al otro−. ‘Tengo que hacer mis oraciones. Estaré bien,
no te apures. Cualquier cosa que necesites llama abajo’. ‘Puedo arreglármelas solo perfectamente. Lo
digo por ti, coño. Y, tranquilo, que de esta salgo. Ten cuidado, viejo, ¿me
oyes?’. ‘Lo tendré, muchacho’, −esbozó
una sonrisa forzada−. ‘Y no tardes, eh’.
Su intuición le decía que ahí había gato encerrado, así que probó desde su
móvil a establecer comunicación con Jasmin para ponerla al corriente…
Después de haber pasado las noches anteriores
entre disparos y gritos de gente desesperada corriendo a refugiarse, en el
cielo no aparecen nubes y la ciudad recupera el pulso de la rutina alterada por
el caos del tráfico que caracteriza a la mayoría de las grandes metrópolis. En
cada rincón del Beirut occidental se escucha la llamada del muecín al jutba del viernes, para honrar a Alá en
el día sagrado. Ahmad Abu-Abbad se quita los zapatos en la entrada y los deposita
en uno de los espacios libres que quedan en el guardarropa. Sentado en el suelo
con las piernas cruzadas y la mirada descansando en la alfombra, se entrega al
silencio de la meditación. Sobre la túnica negra resalta la larguísima barba
color ceniza del imán, que esboza la línea del sermón dirigido a los que habrán
de aprender a discernir, según su propio criterio, el bien del mal. A su lado
toma la misma postura un hombre bastante esbelto y cierto aire familiar, quien
a los pocos minutos le indica salir afuera. ‘Sé por mi hermana que has visitado a la abuela’. ‘Sí. No me digas que tú eres el nieto pequeño’.
‘Ya no tanto’. ‘Recuerdo que cuando nos fuimos acababas casi de nacer, y, fíjate ahora,
hecho todo un galán’. ‘¿Damos un
paseo por la Corniche?’. ‘Vamos pues’.
Visualizar los picos de la Cordillera del Líbano, por la parte este, desde el
paseo marítimo, es una de esas maravillas con que te obsequia la naturaleza
para caminar deteniendo el tiempo a cada paso. Rememorando así uno los años de
juventud y el otro estudiando al visitante intruso con cautela. ‘Qué quiere exactamente?’. ‘Dar con el paradero de mi hijo Hassan’. ‘¿Y nosotros qué pintamos en eso?’. ‘De manera directa entiendo que nada, pero tu
tía es mi nuera, y por teléfono me puso en alerta, así que he venido para
esclarecer la situación, y como hallé su casa vacía pensé que quizá estaría con
Naima. Eso es todo’, −se quedan callados la eternidad de escasos minutos−. ‘Perdimos el contacto con ellos desde que
reivindicaron atentados muy sangrientos sembrando el pánico mundial. Intuyo que
ustedes hablaban poco y no sabrá que es un captador de adeptos e instructor
para la causa’. −Sintió un leve mareo, pero se recompuso rápidamente−. ‘¿Dónde imaginas que pueden estar?’. ‘En Siria’. ‘Curiosamente todas las averiguaciones recalan allí. Tengo que ir’. ‘Podemos ayudarle, pero ha de saber que es
altamente peligroso’. ‘Estoy dispuesto
a lo que sea con tal de dar con él’. Ahmad Abu-Abbad regresó al hotel con
la decisión tomada. Ismael se preparaba para salir. ‘¿Comemos algo? Se han debido de joder los repetidores, porque no hay
manera de contactar con Jasmin. Oye, ¿qué coño te pasa, tío…?’.
Hasta desembarcar
en el puerto de Barcelona, cosa que deseaban con ahínco, la travesía
transcurrió diferente a las anteriores. Entre la tripulación crecía la incertidumbre
y el malestar al no entender el giro tan radical de la actitud y en el carácter
del patrón, chocante en alguien que, junto al resto del equipo, fue pionero
emprendiendo el proyecto humanitario que siempre ha definido la actuación del Sin Muros: un barco al servicio de los
demás. Adrián y el joven piloto fumaban un cigarrillo en cubierta sin atreverse
a comentar nada, sólo se dejaban llevar por la madrugada, que irrumpía solapando
con los primeros destellos de luz el mar de estrellas que los acompañó en la
oscuridad. Ambos, absortos, observaban las aguas inmensas y en calma. Sin
embargo, sabían perfectamente que, quizá unas millas más allá, centenares de
personas, rotas por el agotamiento, lucharían con fuerza por mantener a flote
la patera donde iban, puede que ya sin esperanzas de sobrevivir. Por eso
rastreaban la superficie buscando las huellas inconfundibles que dejan los
naufragios. Encaramado al timón, como un vigía en su torre, el capitán no les
quitaba ojo y murmuraba: ‘¡A que estos
pringaos me joden la empresa!’. Una vez en tierra, y por iniciativa de la
dirección, convocaron una asamblea general. Ahí supieron que quien había sido
su jefe en alta mar hasta entonces estaba acusado de desfalco a la ONG.
Consternados, encajaron una a una las piezas de la última misión. Ahora se
explicaban el porqué de la irritación, el desprecio, la prisa por volver y la
nula implicación de aquel tipo impresentable en el que habían creído. Lo peor
de todo era la mala imagen que quedaba en la sociedad y que costaría muchísimo
esfuerzo reconstruir. El cocinero, avergonzado, no podía contener las lágrimas,
como tampoco las ganas de partirle la cara. ‘Indignante, casi no me lo puedo creer’, −comentaban entre ellos…
Durante aquellas
noches, húmedas y muy calurosas de los veranos en Bangladés, de conversación
divertida y profunda, apuntalada con propósitos clandestinos y sofocantes,
mientras su madre y él ultimaban cada minúsculo detalle de la marcha a Europa,
y soñaban con reencontrarse una vez estuviera instalado, a Jamal Kundu nunca se
le pasó por la cabeza que buena parte de la travesía tendría lugar en el
corazón del desierto, atravesando los países del Magreb y ejercitando el
espíritu de superación imprescindible en la migración y todas las dificultades
que acompañan. Los pobladores del desierto, acostumbrados al peregrinaje, son
muy hospitalarios, aunque también aprovechan las oportunidades de negocio que
ofrecen los transeúntes. Le sorprendió Mauritania, que siempre fue un cruce de
caminos, porque sus gentes guardan todavía el sentimiento nómada de los seres
humanos y, además, por los retazos de esclavitud que aún quedan en algunos de
sus rincones. El bangladesí sabía que las cosas hay que pelearlas, nunca vienen
por sí solas, y seguir adelante con el periplo requería el pago de muchos
peajes para ir avanzando. Así que se lanzó a otra ardua tarea: encontrar un
trabajo. Para ello se trasladó a Zuérate, la ciudad más grande al norte, unida
por un ferrocarril al puerto de Nuadibú, donde el tráfico de trenes de carga −dicen
que son los convoyes más largos que existen− que transportan el mineral de hierro
es incesante. La mayoría de sus habitantes procede de otros países africanos y
casi todos pertenecen al sector minero. Estaba hambriento y muerto de sed, y se
le habían enrojecido el pecho y las piernas por las picaduras de insectos. Unos
ancianos, a los que se acercó, le indicaron que era mejor ir a F’derîck, donde
está ubicado uno de los campos de mineral de hierro más importantes de la
comarca. ‘Disculpen, ¿necesitan mano de
obra? Puedo hacer cualquier cosa, aprendo rápido…’.
A Jasmin y Adrián los
recibió la tutora del niño a la entrada del colegio. Luego, en el despacho, se
encontraba también la directora, una mujer enjuta, cercana, afable y exquisitamente
educada. ‘Lamento muchísimo el desagradable
episodio que cuentan −dice a los padres−
respecto al intolerable acoso escolar sufrido por su hijo. No duden de que
vamos a llegar al fondo de este asunto. Daremos con el o los culpables y recibirán,
según nuestro reglamento interno, la sanción que estimemos oportuna’. ‘Y, según ustedes, ¿cuál sería?, −preguntan
a la vez−. Porque claro, mientras eso ocurre, nuestro hijo tiene pesadillas
nocturnas, desarreglos alimenticios y se está volviendo bipolar’. ‘Saben que contamos con psicólogos bastante
cualificados que trabajan con alumnos en dificultades. Le ayudaría mucho
abrirse a ellos, créanme’. ‘Ya, pero
no han respondido’. ‘Bueno, podría ir
desde la expulsión hasta un cambio de centro. Hay que tener muchas cosas en
cuenta. No es tan fácil. Perdónenme, pero tengo que hacerles esta pregunta:
¿hay problemas entre ustedes? A veces los desencuentros de los mayores enconan los
sentimientos de la gente menuda y lo manifiestan de muy diversas formas’. ‘Uy, por ahí sí que no, eh. ¿Les parece que
una pelea de pareja provoque moratones en el cuerpo de un menor?’, −no supieron qué decir−. Dos plantas
por encima, mientras se llevaba a cabo esta conversación, cuatro chicos de
cursos superiores intimidaban al nieto de Ahmad Abu-Abbad en una de las aulas
que en esos momentos estaba vacía, estampándole la cara contra la pizarra. ‘A ver si aprendes la lección, mulato
asqueroso, que te tienes que ir a tu puto país’, −a la vez le pellizcaba
las mejillas−. ‘Que nos estáis ensuciando el césped’, −comenta otro−. ‘Mira,
mira, mira, lo que viene por aquí’, −resuena una bofetada que le propina un
tercero−. Entonces, cuando este libanés, amante del fútbol y de los helados de
coco, nacido en Beirut y criado en España, se orinó en los pantalones, sus
maltratadores corrieron escaleras abajo descojonándose de la risa…
Tuvieron que pasar
tres meses interminables, con los nervios de punta, hasta que Kesia recibió la llamada
del hombre de mediana edad cuya oficina, dentro de la Torre Mapfre, quedaba a
pocos pasos del Consulado de la República de Alemania. No lejos de allí se extendía
una zona de jardines, que a la hora del bocadillo se masificaba. Se citaron
ahí. ‘No llores. Es lo que querías, ¿no?’.
‘Sí, por supuesto. Pero no quita para que
me apure dejar a mis amigos, les debo tanto’. ‘Pues ve haciéndote a la idea, querida. Partes dentro de dos semanas…’.
En este domingo tan especial con importantes citas electorales, vuelves a tocar conciencias, grandísima escritora. Felicidades por la sensibilidad que demuestras tener.
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminarEsta historia, que nos desvelas domingo a domingo, está llena de mestizaje. Cuántas cosas hilvanas en este relato, tejes la auténtica piel, que no va de colores, sino de encuentros. Gracias por compartirlo. Buen domingo para seguir avanzando.
ResponderEliminarUna vez mas aparece otro de los temas candentes en nuestra sociedad, el bullying en este caso, y ahí está, cosido a los otros argumentos sin desentonar.
ResponderEliminarEl arte de escribir bien.
Temas muy duros de nuestra sociedad que cuentas con gran maestría y sensibilidad. Eres una gran escritora. Besos
ResponderEliminarExperiencia plena de humanidad por representativa de la historia del tiempo presente.
ResponderEliminarGracias por tu generosidad y regalarnos estos momentos. Besos.