17.
‘¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?’, −pregunta un pasajero al
conductor de la línea 55 saliendo de Plaça
Catalana−. ‘Me comunican de la
central que ha habido un accidente, por eso hay retención. Pero no se preocupen,
que en breve tomaremos otra ruta alternativa. Les ruego paciencia’, −implora
el angustiado chófer−. ‘Hay que joderse. Ya
verás, al final pierdo la cita con el urólogo’, −dice un anciano sentado al
fondo−. ‘Joven, ¿hay muchos heridos? ¿Están
graves?’. ‘Y yo qué coño sé, señora’.
Kesia consultaba el reloj a cada momento, y miraba por la ventanilla
adelantando con la vista a la caravana de coches, como si eso fuera suficiente
para empujarles y avanzar. Llevaba un retraso importante respecto a la hora
prevista de recoger a su hijo en la guardería donde aprendía las primeras
letras del abecedario. La educadora infantil en prácticas era encantadora y demostraba
muchísimo interés por ellos. ‘Lo siento, se
me ha dado fatal el transporte’. ‘Sin
problema, no tengo prisa. Además, nos lo hemos pasado en grande, ¿verdad?’,
−el pequeño, radiante de alegría, se dedicaba a encajar las piezas de un juego
didáctico−. ‘Mañana cerráis, ¿no?’. ‘Sí. Es el centenario de algo, pero no sé muy
bien de qué. ¿Por?’. ‘Tengo que solucionar
un asunto, mi compañera de piso trabaja y tampoco puede quedarse con él’. ‘Vaya, lo lamento’. ‘Oye, ¿a ti te importaría hacerme ese favor?’. ‘Claro, con mucho gusto, estoy libre’. ‘Perfecto. Entonces, ¿ajustamos
precio?’. ‘¡Qué disparate! Esto lo
hago con gusto y porque quiero. Dígame cuándo y dónde voy’. Como punto de encuentro
fijó las proximidades de su domicilio, aunque no exactamente. Nunca se sabe y
toda precaución es poca.
A
la mañana siguiente, la mujer africana encontró preparadas las cosas del
desayuno en la mesa de la cocina. ‘Hola.
Pensé que no estabas’, −le dice a Binta, que bebía café recostada en la pared−.
‘Sí, bueno. Voy apurada, se me han pegado
las sábanas’. ‘Quizá hoy venga tarde’.
‘Yo también, tenemos reunión en la oficina
y ya sabes que siempre se alarga mucho todo esto’. Tras dejar al niño con
la chica, que al verla agitaba los brazos y las piernas para que le sacara
fuera del coche, le costó encontrar la calle de la Marina, donde se encuentra
el Consulado General de la República Federal de Alemania, ubicado en el edificio
de la Torre Mapfre. Un hombre de mediana edad se le acercó. Era el contacto que
esperaba. ‘Su hermana nos ha trasladado
el deseo que tiene usted de reunirse con ella. Piense que, sin papeles, no es
fácil ni rápido sacarla de España de forma segura. Hay que organizar muy bien
la salida. Hamburgo es una ciudad muy fría, y Wilhelmsburg, que acoge el local de La Cantina de los Refugiados, un barrio
conflictivo. Se lo digo por si quiere reconsiderar la decisión’. ‘Llevo meses cocinando en la casa donde
trabajo, y dicen que no lo hago del todo mal’. ‘En cualquiera de los casos, además de la gastronomía, hay otros muchos
proyectos que proporcionan formación a migrantes. Una vez allí, la organización
se encarga de distribuiros. ¿Por qué te quieres ir?’. ‘Donde estoy me tratan de maravilla, pero noto como que, si no culmino
aquello que me propuse cuando dejé el poblado jugándomelo todo, una parte de mí
permanecerá amputada’. ‘Bueno, vamos
a hacer lo posible para que estés muy pronto con tu familia. Sin embargo, no te
voy a engañar: viajas con un menor, y eso ralentiza todo y dificulta muchísimo
los trámites. En fin, confía en nosotros, lo conseguiremos…’.
‘He leído en Internet que el Open Arms, en
cuanto pase el temporal de levante, zarpará con un cargamento de productos de
higiene y material escolar, entre otras cosas, para los campamentos de Samos y
Lesbos −apunta Adrián, que aún está muy apagado desde lo vivido en el parto−, pero no se les permite participar en rescates
en el Mediterráneo central. Jefe, ya que estamos aquí, nosotros podríamos
ayudar a peinar la zona por si hubiera algún naufragio o las lanchas se
encuentran en apuros’. ‘No. Hemos
cumplido el objetivo para el que vinimos, ¿verdad? Pues, entonces, a casa. ¿No
os dais cuenta de que puede caerme una sanción considerable y apartarme del
mar?’, −sella el capitán, rotundo, y cerrando toda posible discusión al
respecto−. El resto de la tripulación, todavía consternada, acababa de despedir
al equipo de Médicos Sin Fronteras, desplazado hasta allí para llevarse a la
madre y al bebé muerto. ‘¿Y por qué no lo
sometemos a votación y decide la mayoría en lugar de hacerlo tú?’, −el
piloto tan demócrata como siempre−. ‘¡Anda
coño, mira éste! Pues porque nosotros no mandamos y él sí’, −contesta el
cocinero−. ‘No se ofenda, patrón, pero
creo que se equivoca −dice el enfermero−.
Ahora lo que necesitamos, por encima de todo, es sentirnos vivos, útiles, para consolidar
que lo que hacemos sirve de algo. Después de la trágica experiencia ocurrida a
bordo, la moral se nos ha caído al suelo’. ‘Señor −interrumpe el oficial−,
una fortísima borrasca afecta de lleno a la costa nordeste española. Nosotros
vamos en esa dirección. ¿Qué hacemos?’. ‘Volver a Barcelona en cuanto amaine’. Un compuesto viscoso de
desolación quedó estibado de proa a popa sin escapatoria para nadie…
El
misionero descubrió la nota del muchacho sobre la cama, en el interior de la
jaima. Sin terminar de leerla, contuvo las lágrimas, y comprendió que no sólo
el viaje a la población de Tamanrasset fue en vano, sino también las
recomendaciones de prudencia que le hizo. Pero como ya estaba curado de espanto,
y no era la primera vez que un protegido suyo tomaba la decisión de irse antes
de tiempo, se dispuso a poner todo a punto para la esperada llegada masiva de gente,
que le dará nuevo oxígeno e infinitas ganas de seguir adelante. Por ellos, por
él, por los compañeros y por las cosas palpables de la Tierra que, en
definitiva, son las que verdaderamente cuentan. Mientras surgía ese sentimiento
en Tinduf, algunas dunas más allá, Jamal Kundu reanudaba su periplo adentrándose
en el paisaje desértico de Mauritania, barrido por las tormentas de arena y
esos vientos de harmattan, de aire
cálido y seco, para los que no se sentía preparado físicamente. Ajeno a la
grave enfermedad que padecía su madre, con inevitable desenlace, volvió a
ponerse en el cuello un amuleto de madera que ella le dio para ahuyentar a los
saqueadores de caminos. Juntó las manos y repitió en bengalí la promesa, que
hizo en el momento de marcharse, de telefonear desde la casa de su tío cuando estuviera
a salvo…
Jasmin
encontró a su hijo sentado en el rellano de la escalera. ‘Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has entrado en casa?’. ‘Olvidé las llaves’, −aunque en realidad
no las cogió por miedo a que se las robaran, como ya le había sucedido con otros
objetos−. ‘Ay, esa cabecita’, −se agacha e introduce los dedos entre
los rizos del chico−. ‘Tengo un poco de
prisa, ¿abres o me vas a dar la charla?’. ‘Sí, ya voy’. Ese comentario arrancó toda esperanza de mantener un
diálogo con él. Todavía faltaban dos días para la cita concertada con la tutora,
cuarenta y ocho horas más con el corazón roto al verle sufrir, llorar de noche,
notarle intranquilo, irascible, vulnerable, fuera de sí. Entró en el dormitorio
sin llamar cuando el chaval se quitaba la ropa para ponerse otra más cómoda. Alarmada
por lo que vio, amortiguó un grito llevándose las manos a la boca. ‘¿Qué tienes ahí? ¿Son cortes en la espalda?
¿Te has caído? ¿Te han pegado? Dime algo, por lo que más quieras. ¿Quién te lo
ha hecho?’. ‘Vete’. La mirada de
terror era tan evidente que quiso acunarle con ternura, pero el brusco rechazo
la hizo retroceder. Entonces, antes de dejarle solo, como quería, y con la
puerta semicerrada, vio que se aferraba a algo en posición fetal…
Dos
enfermeras y un médico, presumiblemente de guardia, corrían por el pasillo
hasta llegar a la habitación de Salma Kundu, pero lo único que pudieron hacer
fue certificar la hora de la muerte. Abul Khan se hizo cargo de todo y, como no
había ninguna mujer de la familia para lavarla, en soledad llevó a cabo esa
tradición. Colocaron el cuerpo frente a la Meca, leyó la primera Sura del
Corán, siguió con las oraciones y, por último, lanzó tres puñados de tierra. A
los pocos días de eso, desde el Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal, mientras
aguardaba para embarcar con destino a España, se despedía de Bangladés para
siempre, con la certeza de no pisar aquel suelo nunca más, y dispuesto a,
costase lo que costase, proporcionarle a su sobrino una vida mejor. Por fin,
cuando todo apuntaba a aparecer la información de los vuelos, saltó intermitente
en el panel la palabra cancelado. A su lado, alguien también contrariado
desplegó un periódico donde pudo leer a doble página el siguiente titular: “Sangriento
atentado en el Líbano”. Un mal presagio le hizo temer por sus amigos, de
quienes apenas se tenían noticias…
De
fondo, el fuego artillero traía a la memoria de Ahmad Abu-Abbad aquel otro
septiembre de 1976, cuando las tropas sirias, en la región montañosa de Sofar,
se lanzaron contra los izquierdistas libaneses y palestinos. Ahora, los
intereses que mueve la rueda bélica puede que sean distintos y el adversario
también, aunque no lo es el sufrimiento de la sociedad civil usada como muro
donde impactan los proyectiles. Siguiendo la recomendación de no abandonar las
dependencias del hotel, permanecieron allí inactivos, pero impacientes por
seguir con sus pesquisas. ‘En cuanto
levanten el toque de queda, volveremos a casa de mi consuegra −comenta el
beirutí−. Estoy seguro de que el muchacho
oculta algo’. ‘Sí, eso me pareció. No
obstante, creo que no soltará prenda’. ‘Entonces,
no queda otra que viajar a Siria, ya que es allí donde confluyen la mayoría de
las pistas que tenemos’. ‘Es muy
peligroso, y lo sabes de sobra’. ‘Desde
luego, por eso mismo quiero que regreses. Es mejor que me quede solo, así
pasaré desapercibido’. ‘No lo sueñes,
yo de aquí no me voy sin ti, −dice Ismael, tajante−’. Aunque lo cierto es
que…
Una historia con su ruta muy determinada me ayuda a colocar algunas cosas que por pereza había olvidado. Gracias de corazón, escritora. Un beso
ResponderEliminarNo dejo de admirar el increíble trabajo de documentación, dando datos muy precisos de lugares muy diferentes del mundo. Seguimos la historia, con los esfuerzos de los distintos personajes, con distintos finales en cada caso. Un abrazo.
ResponderEliminarCuentas la historia como si el lector asistiera al paso lento de un tren, a través de cuyas ventanillas observara fugaces escenas de vidas ajenas. Vidas ajenas en las que tal vez se identifiquen retazos de su propia vida.
ResponderEliminarEres una escritora muy especial. Cuídate, amiga. Te camelo.
Además de documentada, actualizada.
ResponderEliminarComo siempre gracias por tu regalo de una muy buena lectura.
Narración, bien documentada, la incertidumbre de la realidad en que sumerge.
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