13.
‘¡Lo que has tardado en abrir!, ya me iba’, −dice Adrián−. ‘Perdona, pensé que serían otra vez ellos’,
−responde Binta−. ‘¿Quiénes? Toma, he
traído carquinyolis’. ‘Entonces haré
café’. Y, mientras degustaban esa pequeña merienda, la senegalesa narró el
episodio según se lo contó la anciana, incluyendo que sus propios miedos despertaban
cada vez que tocaban al timbre. ‘¿Habéis
notado en los vecinos algún comportamiento extraño?’. ‘No sabría decirte, la verdad’. ‘¿Acaso
en el casero?’. ‘Bueno, a ver, que
sólo le hemos visto en un par de ocasiones: cuando nos enseñó el piso y en la
firma del contrato. Tampoco puedo concretar si nos observaba de tal o cual
manera. Nosotras íbamos a lo que íbamos’. ‘Oye, no te pongas a la defensiva conmigo. Es sólo que la policía no se
presenta porque sí’. ‘¿Qué insinúas?’.
‘Justo lo que estás pensando’. Aunque
tenía grandes dificultades para seguir las conversaciones, y la mayoría de las
palabras eran incomprensibles para ella, Kesia escuchaba con absoluta atención
mientras acunaba al niño dormido en su regazo. Si se daban cuenta cambiaban al
francés para que lo entendiera mejor. ‘Deja
que haga algunas averiguaciones, quizá descubramos si ha habido alguna
filtración’. ‘Tenme al corriente de
todo, por favor’. ‘Vengo de la
tetería por el asunto del sobrino. Conservo la amistad con el hijo díscolo de
un antiguo diplomático de Oriente Próximo. Ayer le escribí un e-mail. Supongo
que todavía mantiene buenos contactos. Vamos a intentar dar con el muchacho’.
‘¿Te encuentras mejor?’. ‘Aún me molesta un poco la espalda, pero creo
que estoy en la recta final de la recuperación’. Pensaba marcharse, y
seguramente nunca volvería a probar un manjar igual. Por eso, la mujer africana
saboreaba el dulce relamiéndose los labios, perpetuando en el paladar el
recuerdo de la almendra crujiendo entre los poros de la galleta. Consciente de
que el largo camino recorrido hasta llegar ahí iba a torcerse en cualquier
momento, sorprendió a sus amigos. ‘Mañana,
antes de que amanezca −chasca la lengua−,
marcho para Alemania’. ‘¿Tú te
quieres ir?’. ‘No, pero si no lo hago
complicaré vuestras vidas’. ‘Pues no
se hable más. Te quedas’. ‘Binta y yo
nos vamos a la rueda de prensa. No abras a nadie’. ‘Volveré en cuanto acabe. Hoy hago yo la cena’. −Ambos acarician al pequeño,
que ya estaba despierto−. ‘De acuerdo’.
‘Buenas tardes. Gracias por acudir puntuales
a la cita. Somos la tripulación del “Sin Muros”, un barco mediano encargado de
suministrar alimentos, material sanitario o lo que precisen otras ONG
desplazadas en alta mar. También participamos en operaciones de rescate
trayendo a heridos que, por su gravedad o particular circunstancia, no pueden esperar
una evacuación ajustada al protocolo. Como todos ustedes saben, ahora las
embarcaciones de salvamento humanitario están bloqueadas en los muelles, porque
dicen que sus instalaciones no reúnen suficientes garantías para el traslado de
migrantes en largo recorrido. Sepan que nunca ha habido problemas en ese
sentido. −Mira uno por uno a cada periodista acreditado−. Les hemos convocado para denunciar lo
vivido hace pocos días frente a la costa de Alejandría. En viaje de recreo al
Líbano navegábamos con gente afín a nuestra causa y… Como capitán −hace una
pausa, que descentra la atención de los presentes, respira hondo y, para no
acaparar protagonismo, continúa−: compañeros,
seguid vosotros’. ‘En el límite de la
distancia permitida paramos a informar por radio de que había un naufragio, y solicitamos
autorización para localizar supervivientes’, −dice consternado el cocinero−.
‘Avanzaba el reloj salpicando en el
minutero el silencio mortífero que antecede a la morgue −el piloto toma el
testigo−. Intuimos que la demora complicaría
la labor de encontrar a alguien vivo’. ‘Denegada
la petición −prosigue el patrón−, era
incontable el número de cadáveres flotando. Por esa razón queremos dejar
constancia de que las pateras corren un mayor riesgo de hundirse sin la presencia
de buques de organizaciones humanitarias recorriendo los puntos vulnerables de
llegada a Europa.’. ‘No obstante, aun
sabiendo que están más solos que nunca −Adrián se incorpora al grupo−, el hambre, la necesidad de respirar, el
túnel donde no ves la salida, la angustia de saberse perseguido o el haberlo
perdido absolutamente todo, solapan el precipicio del abismo que la
desesperación no deja ver’. ‘¿Insinúan
que falla el sistema?’, −dice
alguien al fondo de la sala−. ‘La
pregunta sería: ¿qué se ha dejado de hacer para que no funcione?’, −remata Binta.
Jamal
Kundu no hallaba la forma de avisar a su tío Abul Khan y ponerle al corriente de
la situación tan delicada que vivía y de los momentos de debilidad y sufrimiento,
incrementándose dentro de sí las ganas de tirar por tierra sus sueños y
desandar el camino. Parecía que habían pasado siglos cuando, estando todavía en
Bangladés, ultimando los detalles para el desplazamiento por la zona de la
India, alguien comentó que era mejor hacerlo por Birmania y embarcar hasta
Somalia. Una vez allí, alcanzar Ceuta y saltar la valla a territorio español.
Sin embargo, nada salió según lo planeado. Durante la durísima y peligrosa ruta
atravesando parte del Magreb, fue uniéndose a distintos grupos que también
partieron de la miseria y de la esclavitud de sus países en conflicto. La mayoría
de las veces transitaban de noche, preferiblemente los días sin luna y evitando
en la medida de lo posible hacerlo en campo abierto. Cruzaban llanuras
arrastrándose por el suelo o mesetas esquivando su propia sombra para evitar
que les delatara. En esas estaban cuando una panda de bandidos, con fusiles de
asalto, les tendió una emboscada. Fueron horas de sufrimiento oculto detrás de
unos matorrales, siendo testigo de la brutalidad con la que los forajidos
arremetían contra aquella pobre gente indefensa. Al borde de la madrugada,
antes de aparecer las primeras luces que dejasen al descubierto la escena del
crimen, se fueron, levantando tras de sí una gran polvareda. Algunas de las
mujeres, a las que habían violado repetidas veces, buscaban a los maridos entre
los muertos con claros signos de tortura, mientras que los niños, ya huérfanos,
permanecían sentados entre los cadáveres. Contó tres puestas de sol completas e,
iniciándose la cuarta, se obligó a salir de allí. Se incorporó con cuidado,
asomó la cabeza comprobando que no había nadie, apartó hacia un lado un balón
hecho de trapo, encajó la mirada en el horizonte y se propuso no volver la
vista atrás. Pero, a menudo, revivía aquel trágico episodio. Así que, sin
dinero para continuar el periplo, esperaba un golpe de suerte merodeando las
proximidades de la frontera de Argelia con Marruecos. ‘¡Alto ahí! No te muevas. ¿Dónde crees que vas?’. ‘Don’t shoot. Don’t shoot. Don’t shoot…’.
Vislumbrar
la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se
ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en
la marisma de un sentimiento no definido. Desembarcó con las expectativas puestas
en la esperanza de encontrar rostros conocidos, edificios que se mantuvieran en
pie a pesar de las dentelladas de la guerra en sus fachadas, y recuerdos
escondidos entre las esquinas de una época con matices más agradecidos. Ansiaba
llegar a la Plaza de los Mártires, cerca de la Mezquita de Al- Amín, para enseñarle a Ismael El Dome, que en los años 50 fue el primer cine y el más grande de
la ciudad. ‘¡Madre mía! Es impresionante’,
−dijo el madrileño−. ‘Fíjate bien en la
estructura y su forma. ¿A que parece completamente un búnker?’. ‘Es verdad. Seguro que ha servido de hospedaje
a más de un mandatario’. ‘¡Cómo lo
sabes! Mientras duró la contienda estuvieron ahí metidos, a salvo de los
bombardeos’. ‘En fin, habrá ocasión
de verlo todo con detenimiento. Ahora lo prioritario es buscar a tu nuera’.
‘Cierto. Vayamos, pues’. La casa de
su hijo tenía toda la pinta de llevar deshabitada bastante tiempo. A través de
la única ventana con los cristales rotos vieron la ropa esparcida, adornos
hechos añicos, juguetes mutilados, comida echada a perder y, lo más impactante:
la palabra “terrorista”, escrita en árabe, de lado a lado de la pared. ‘Salgamos de aquí, amigo’, −sugirió el
más joven antes de que al otro le diera un amago de vahído−. ‘Sí, será lo mejor. A los chicos ni pío −dijo
mirándole a los ojos−, hasta que no
sepamos qué está pasando’. ‘Como
quieras’. Se les acercó un hombre con un pañuelo palestino en la cabeza,
arrastrando las babuchas desgastadas. Se alisó la barba. ‘¿Están interesados en comprarla?’. ‘¿Es suya?’. ‘No, pero podría
serlo’. −Sacaron algunas libras libanesas para obtener más información−. ‘¿Sabe dónde encontrar a los que vivían aquí?’.
Pero el pánico descompuso al anciano, que retrocedió gritando: ‘Están malditos, están malditos, están
malditos…’.
En
la recepción del Embassy Hotel,
sentados en los incómodos sillones de cuero rojo, aguardaban la visita de un
enviado del consulado para darles la bienvenida oficial a la capital del Líbano.
‘¿Monsieur Ahmad Abu-Abbad?’, −transmitía
por megafonía una voz enlatada−. ‘Sí, soy
yo’, −aclaró en el mostrador−. ‘Tiene
una llamada internacional, puede contestar desde ahí’, −señalaron a un
locutorio improvisado detrás de las cortinas−. ‘Papá, ¿me escuchas bien? ¿Habéis averiguado algo?’. ‘¿Qué tal, hija? No, aún nada’. ‘Pero sí habrás visto a la familia, ¿no?’.
‘Bueno, como quien dice, acabamos de tomar
tierra y casi nos estamos instalando’. ‘¿Estás
bien? Te noto un poco raro’. ‘Anda,
no supongas lo que no es. Y ten paciencia, que en cuando me entere te llamo.
Ahora tengo que colgar. Cuídate, cariño’. ‘Oye, espera un momento, dile a…’. Ismael se apoyó en una columna,
quedando en segundo plano, cuando el asistente del embajador, nervioso e insensible,
dijo que de Hassan Abu-Abbad, así como de su esposa e hijos, no había rastro
alguno. Y que lo prudente y aconsejable era que volvieran a España hasta saber
algo concreto. Observaba a Ahmad ahogándose en la pena y se sentía incapaz de
ayudarle. Un botones, con el uniforme dos tallas por encima de la suya, le dio
una nota que ponía: Llámame. Jasmin…
Avanzar por las orillas de esta bella historia, es hacerlo también por los entresijos del dolor. Nunca dejes de tirarnos de las orejas.
ResponderEliminarDramático, real y lleno de emoción. Gracias.
ResponderEliminar¿Qué decir tras la lectura de hoy? ¡Cómo me "sacudes" el hondón! Aparte el abanico de emociones que despliegas, vas y díces cosas como,"...encallado en la marisma de un sentimiento no definido". ¡Qué suerte encontrarte, niña! Te camelo.
ResponderEliminarEspero tener tiempo más adelante para leer todas las entradas como si de una novela basada en hechos reales se tratase.
ResponderEliminarMe sabe a poco la entrega quincenal.
Estremece este relato de una realidad tan dura, que nos haces vivir tan intensamente. Gracias. Besos
ResponderEliminar¡Tremendo!
ResponderEliminarGracias.
"...esquivando su propia sombra, para evitar que les delatara...".Buenos hallazgos literarios para una trágica historia, aunque, por otro lado, con su parte optimista, por la participación de mucha gente sensible y comprometida. Hasta la próxima. Un abrazo.
ResponderEliminarVislumbrar la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en la marisma de un sentimiento no definido...genial descripción.
ResponderEliminarAbrazos desde Málaga.