12.
‘¿Qué tal sigue Adrián? A ver si saco un hueco y voy a verle’. ‘Bastante mejor. Pero ya sabes lo quejica que
es, que en cuanto tiene algo se pone pesadísimo. Deseando que empiece con la
rutina habitual, en casa se consume, y mi paciencia está llegando al límite’.
‘Oye, que se venga a la oficina. Allí
siempre hay faena’. ‘Mira, no es mala
idea. Se lo diré’, −ambas se echan a reír−. ‘¿Qué te ha parecido la reunión?’, −pregunta Binta−. ‘Como todas: mucho tiempo perdido y pocas
soluciones sobre la mesa’, −responde Jasmin−. ‘Estoy de acuerdo’. Regresaban de un encuentro entre colegas de organizaciones no gubernamentales y una
representación de los ministerios de Fomento e Interior llegados a Barcelona,
para tratar el tema del bloqueo que determinados países europeos ejercen en el
Mediterráneo central, impidiendo las labores humanitarias de salvamento. ‘Menos mal que nuestro barco pudo zarpar,
porque los demás están varados en los muelles a la espera de recibir el
“despacho de buques” para salir lo antes posible’. ‘Ya. Dicen que no garantizan la seguridad óptima en el traslado de
migrantes en largo recorrido. Pues que yo sepa nunca hemos tenido problemas en
ese sentido. El director de Proactiva Open Arms pide que se lleve el caso hasta
el Tribunal Internacional del Derecho del Mar de Hamburgo’. ‘No lo conocía. ¿Cuáles son sus competencias?’.
‘Pues, mira: desde trazar la frontera
marítima en la bahía de Bengala entre Bangladés y Myanmar, hasta obligar a
Guinea a indemnizar a los tripulantes del barco SAIGA, retenido por suministrar
combustible a embarcaciones pesqueras frente a sus costas. En fin, que estos
son solo dos pequeños apuntes. ¿He satisfecho tu curiosidad?’. ‘Por supuesto. ¿Cuántos son?’. ‘21 magistrados’. ‘¡Vaya tela la que tienen encima!’. ‘A ver si deliberan y podemos reanudar pronto nuestra actividad’. ‘Ojalá sea así. Pero lo cierto es que,
mientras tanto, cientos de personas mueren ahogadas sin que sus vidas importen
mucho’. ‘Bueno, cuando estás en plena
misión eso cambia, y lo que verdaderamente cuenta es rescatar a cuantos más,
mejor’. ‘Será que ahora la empatía no
concilia con el sentido común’. ‘Será’.
‘¿Hacia dónde vas?’. ‘A la tetería del amigo de tu padre’. ‘Te acompaño’. ‘Claro. Así te conoce, que ya tiene ganas’.
‘Capitán, ¿a qué esperamos?’, −dice uno de los pilotos−. ‘Da la orden y vamos a buscarlos’, −añade otro−. ‘Que se nos mueren, coño’, −apunta un tercero−. ‘No me toquéis los huevos. De sobra sabéis
que sin autorización no puedo hacer nada. ¿Cuántos barcos aparecen en el radar
además del nuestro?’, −pregunta a su segundo−. ‘De momento, ninguno’. ‘Intenta
hablar con la oficina, a ver si hay acuerdo y podemos actuar’. ‘Ahora mismo, jefe. ¿No sería mejor que ellos
volvieran abajo?’, −refiriéndose a los dos hombres−. ‘Que hagan lo que quieran. No me preocupa’. Ahmad Abu-Abbad e
Ismael, incapaces de reaccionar, se echaban las manos a la cabeza, confundidos
por la pasividad de la tripulación, que parecía un convidado de piedra ante el
horror que sucedía unas millas más allá. ‘¿Es
que no van a hacer algo? ¿Dónde queda ese espíritu solidario del que tanto
alardean?’, −dice el beirutí todo crispado−. ‘Traslade esa pregunta a los políticos, que nos tienen atados de pies y
manos. Si actuamos por nuestra cuenta, ya nos podemos ir olvidando de volver a
navegar el resto de nuestros días, y eso ninguno lo queremos, ¿verdad? Por
tanto, cada cual a lo suyo, atentos a lo que pasa en el agua y listos por si
acaso. A ver, uno de vosotros que se dedique en exclusiva a localizar a alguien
de Catalunya para que nos informe de la situación y de las consecuencias que
puede acarrear a la organización si nos saltamos las reglas y vamos a por los
náufragos. Lo siento, caballeros −se gira hacia los turistas−. He de retrasar su llegada’. A uno de
los botes se le soltaron varios cabos, dejándolo en suspensión, golpeando
contra la eslora y con peligro de perderlo. Cuando lo estaban asegurando de
nuevo, avistaron compañía a lo lejos. ‘¿Es
un buque mercante?’. ‘No sé’, −comentan−.
‘Parece un crucero lleno de pijos. Lo
digo por las luces en cadeneta’, −sueltan desde el fondo−. ‘Seguro que van borrachos perdidos y haciendo
el ridículo con los bailes de salón’. −se carcajean−. ‘Lo que yo os diga: apariencias a bajo coste’. ‘Bueno, vale ya de gilipolleces’. El estremecedor silencio emergente
de la profundidad del mar, cercado por los duendes que no te dejan la
conciencia tranquila, borró las huellas del siniestro como si nunca hubiera
existido y las personas perecidas en él tampoco. Tras varias horas intentándolo,
al fin consiguieron hablar con Jasmin. Como se temían, los rescates
humanitarios seguían en punto muerto. Se miraron, arrancaron la maquinaria y
comprendieron que, por el tiempo transcurrido, probablemente no quedaría nadie
con vida. Sin embargo, saltándose las reglas del juego, llegaron hasta el lugar
del siniestro y confirmaron la tragedia. ‘Capitán,
vámonos, que por esos ya no podemos hacer nada’. Había que estimularse y recomponer
fuerzas, respirar hondo, recopilar datos y denunciar después. Los primeros
rayos del sol de esa nueva jornada descubrieron en el horizonte lo que sin duda
sería la costa libanesa y una carga inesperada de emociones aguardando a sus
visitantes…
La
mirada expresiva de Abul Khan apenas tenía brillo, y de su rostro desapareció esa
mirada cándida que dedicaba a los que tenían el detalle de hacer un alto en su
local, para saborear el delicioso té que con esmero preparaba él mismo. De los
altavoces salía el nítido sonido de flautas transportando a otra época lejana.
Las dos mujeres, sentadas en la terraza, redactaban el informe de la asamblea
para presentar en la junta de dirección. el dueño las interrumpió. ‘Hola, Binta’. ‘¿Qué tal, amigo?’. ‘¿No está
la bebida a vuestro gusto?’, −refiriéndose a las infusiones−. ‘Sí, sí. Uy, estamos aquí, mano a mano,
peleándonos con un tema de trabajo, y se nos ha ido el santo al cielo’. ‘Vaya. Ahora digo que os traigan otra y
arreglado’. ‘Mira, te presento a
Jasmin’. ‘Eres la hija de Ahmad Abu-Abbad,
¿verdad?’. ‘Correcto’. ‘Tu padre habla mucho de ti. No te alarmes,
sólo cuenta lo bueno’, −se sonríe−. ‘Encantada’.
‘Lo mismo digo’. ‘¿Cómo va lo de tu sobrino?’. ‘Igual. Sin noticias’. ‘Pero vinieron de Médicos Sin Fronteras a
hablar contigo, ¿no?’. ‘Claro. Y dijeron
que volverían en cuanto supieran algo’. ‘Conozco el problema, ella me lo ha contado. Le propongo lo siguiente:
mi esposo está convaleciente y aburrido, así que le vamos a encargar que se
ocupe del asunto de su familiar’. ‘Magnífica
idea, y de paso tú te liberas’, −asiente−. ‘Necesitaremos una descripción del chico. Hay que pasarla a los centros
de acogida, hospitales, albergues…’. ‘Aguarden
un momento. Buscaré una foto de hace dos años, es la única que tengo. Nació
mucho después de partir yo, pero, por lo que sé, es igualito que mi hermana,
que de todos nosotros ha sido la más guapa’. ‘También nos orientaría bastante reconstruir, con la madre y demás
miembros, los últimos días del muchacho: a quién vio, dónde estuvo…’. El
bangladesí reprodujo la conversación telefónica, sus temores, las sospechas y
esa maldita intuición que deseaba le fallara. ‘Intentaremos que uno de los nuestros llegue hasta allí, −dijeron−. Verá cómo al final todo se arregla’.
Acabada
la segunda lavadora con ropa delicada de color, Kesia la tendía en la galería
cuando escuchó una voz identificándose como funcionario de la Sede de Extranjería
en Barcelona. Alarmada, puesto que su situación todavía era irregular, cogió el
cesto con las cuatro prendas arrugadas y, aguantando la respiración para que el
niño no llorara, cerró la puerta muy despacio, agudizando el oído. ‘Mire usted. Yo no salgo de mi casa más que
para ir al médico o comprar comida en las tiendas del barrio. La vecindad
cambia a menudo, y de los antiguos soy la única que queda, los demás están
muertos’. ‘Me parece muy bien lo que
dice, señora. Pero yo le pregunto si en la finca viven inmigrantes’. ‘Pues eso le digo, que estoy mal de la vista
y no me fijo. Además, que luego se declara una guerra y me fusilan en la tapia
del cementerio. ¡Quite, quite!’. El tipo dio media vuelta, seguro de que la
vieja no ayudaría. Probó en otros pisos, también sin éxito. Binta subía siempre
andando hasta la quinta planta. Sabía que, al dar la vuelta al penúltimo
descansillo, oiría abrirse la mirilla de enfrente. Sin embargo, esa vez se
equivocó, porque fueron dos vueltas y media de cerradura. ‘Ven, niña −dijo la anciana−.
Pasa, no te quedes ahí, que nos vigilan’. −aunque al principio dudó,
aquella viejita le inspiraba tanta ternura que lo hizo−. ‘Dígame, ¿qué necesita?’. Pero el favor se lo iba a hacer la abuela,
contándole con todo lujo de detalles la visita que acababa de despachar. A la
senegalesa se le dispararon las alarmas, y no precisamente temiendo por ella. Agradecida
por la lealtad y discreción, prometió que más tarde le llevaría un tazón de arroz
con leche.
Kesia,
agachada en cuclillas, repetía unas plegarias en su lengua materna. ‘No te pongas así, cariño. Nadie te va a
sacar de aquí, pero tenemos que ser prudentes hasta que tengas en regla el permiso
de trabajo, que será en el momento en que regrese Ismael’. La africana,
abstraída, invocaba a los dioses agitando una especie de amuleto cerca del
pecho. Y, justo cuando le iba a decir algo a la otra, tocaron por segunda vez
el timbre de la puerta…
Un domingo más la destreza de tu estilo me saca de la cama a empujones. Un beso
ResponderEliminarLo que me maravilla es tu documentación, doy por hecho que lo que dices es cierto, por lo que deduzco que metes horas a tope para no defraudarnos y lo consigues.
ResponderEliminarSigue la historia en sus distintos frentes: los administrativos, los de acción en el mar, las vicisitudes de cada uno de los personajes,...y dejando un punto de incertidumbre al final, para enganchar en la próxima entrega. Hasta entonces. Besos.
ResponderEliminarBuenas tardes, Mayte
ResponderEliminarQuién llama a la puerta de Kesia?
Esa anciana benévola.
El barco en alta mar, la espera, el amanecer frente a la costa.
La tetería, la trama de los personajes unidos por hilos tan bien tejidos...
contengo la respiración hasta la próxima entrega!
Mil gracias.
Besos
Gracias, Mayte.
ResponderEliminarEs un placer recibir las entregas de tu narración.Genial como siempre.
Abrazos desde Málaga
Tras la lectura debo parar, respirar hondo... Es brutal y estremecedor. Cómo te implicas e identificas con el drama de esas personas, qué hermosa mirada diriges hacia la desgracia en que viven... Conmovedora la fe y la esperanza en el ser humano. Gracias, amiga. Te camelo.
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