14.
Jamal Kundu se reponía de una
infección intestinal, adquirida por ingerir agua no potable, que le mantuvo al
borde de la muerte durante algún tiempo. Activistas próximos a la ONG Áfricadirecto lo encontraron vomitando
por la calle y con diarrea. Así que, a través suyo, y mediando también Médicos del Mundo, le llevaron hasta un
campo de refugiados en la provincia de Tinduf, donde recibió asistencia
hospitalaria. Al principio, aquello lo tomó como un retroceso en su peregrinaje,
después, pensándolo con tranquilidad, vio claramente que se abrían dos posibles
vías para alcanzar su objetivo: una por Mauritania hacia el Sahara Occidental
para embarcar hasta Huelva o Málaga, y la otra por la ruta de Marrakech, Casa Blanca,
Rabat y cruzar el Estrecho. Pero para eso aún estaba muy débil. A pesar de que
allí las condiciones de vida eran bastante duras, el simple hecho de dormir a
cubierto y tener asegurada al menos una comida al día significaba muchísimo para
él. La enfermería era un rectángulo con techo de lona que se hacía inhabitable en
época de lluvia. Un joven de aproximadamente veinte años gritaba a todo el que
se le acercase: don’t shoot. Entre
quejidos y rebeldías caía la noche, consumiendo las lámparas de gas poco a poco.
El misionero que hacía el turno hasta muy entrado el alba se situaba cerca del
muchacho, Jamal en la cama contigua. ‘¿Hace
mucho que está así?’, −pregunta al monje−. ‘Desde que ingresó. El pobre presenció la ejecución de sus padres,
hermanos y abuelos, y todavía no lo ha superado. A veces se escapa, y cuando vuelve
viene enganchado al opio, lo que agrava aún más su delirio’. ‘Supongo que será muy complicado llevarle a
un centro especializado desde aquí, ¿no?’. ‘¡Uf!, imposible. No interesa, ni es rentable para la sociedad. Nadie
apuesta por alguien así. Si algún desaprensivo o las sustancias que le dan no
le matan, morirá de frío alguno de estos inviernos’. ‘¡Puta vida esta!’. ‘Y tú, ¿adónde
vas?’. ‘A España. A montar una
carpintería, casarme con una chica guapa, tener montones de niños, sacar a mi madre
de Bangladés y bañarme en la playa sin mirar para atrás’. ‘No está nada mal, sí señor. Nada mal’. ‘¿Usted me ayudaría a buscar la manera de
llamar por teléfono a la familia?’. ‘Hijo
mío, lo más que puedo hacer por ti es rezar…’.
Kesia
apenas salía de casa. Trabajaba sin descanso un paisaje semi abstracto donde
nada estaba definido y todo guardaba significado, quizá porque reflejaba así su
propio estado de ánimo. ‘Vente a cenar.
Voy con amigos de la comunidad senegalesa. Ya sabes que nos reunimos los
viernes’. ‘No puedo dejar solo al
niño’. ‘Mujer, eso no es problema. Seguro
que a Jasmin no le importará quedárselo’. ‘No me atrevo’. ‘Pues yo sí.
Además, cambiar de aires te vendrá de maravilla’. ‘Tengo miedo. ¿Y si alguien me reconoce y me llevan a comisaría?’. ‘No pasará nada. Confía en mí. Desde que
cerraron el local de copas que había en la plaza ya no somos el centro de
atención para la policía. Aquellos insensatos traficaban con seres humanos y,
de alguna manera, éramos vulnerables de caer en sus redes’. ‘Tampoco tengo ropa adecuada para salir’.
‘Eso no es excusa. Vayamos a mi armario’.
La
velada estaba saliendo redonda, y la mujer africana se alegraba cada vez más de
estar con esa gente tan acogedora. ‘¿Cómo
sigue tu prima?’, −le preguntan al mayor del grupo−. ‘Jodida. Preparamos su marcha. Tiene miedo de que estando aquí de manera
ilegal le quiten a la niña, y piensa que si no va de inmediato corre muchísimo peligro’.
‘Si te parece hablo con mis jefes, a ver
si ellos pueden hacer algo’, −ofrece Binta−. ‘La solución sería que pariera en terreno neutral’, −apunta otro−. ‘En el mar es complicado, los barcos
continúan en los muelles a la espera de soluciones −añade la senegalesa−. Pero ya sabéis que a los chicos de mi
organización no se les pone nada por delante, y si lo que está en juego es evitar
que una vida caiga en desgracia, ellos lo dan todo. Bueno, lo vamos a intentar’.
‘Te lo agradezco de todo corazón, −concluye
el hombre, quien cae en la cuenta de la presencia de la nueva invitada, y dice−: Perdónanos, te estaremos aburriendo. ¿Cómo
era tu nombre?’. ‘Me llamo Kesia’−responde
sin levantar la vista del plato−. ‘Eres
africana, ¿verdad?’. ‘Sí’. ‘Si te apetece compartirlo con nosotros podrías
contarnos tu historia’. ‘No es
interesante’, ‘Bobadas −suelta su
compañera de piso−. Ahí donde la veis es
toda una artista y profesional de la pintura’. Pero ella no se sentía cómoda,
tal vez porque la cultura recibida era la del sometimiento, la de la lengua
quieta, la de la mirada perdida en el vacío. No obstante, tampoco le parecía
correcto dejarles con la sensación de ser una desagradecida, y menos aún defraudar
a su amiga, por eso hizo de tripas corazón y comenzó a narrar. ‘Yo también dejé atrás mi país para que mi
niño, nacido en alta mar, pudiera contar con la claridad de un horizonte más
justo…’.
Era
principios de octubre y el Embassy Hotel,
como otros alojamientos públicos, colgó el cartel de completo. Se celebraba el
Festival Internacional de Cine de Beirut, lo que complicaba desenvolverse por
la ciudad, llena de curiosos a la caza del autógrafo de algún famoso que se dejase
ver, y de amantes del Séptimo Arte desplazados hasta allí para disfrutar de un
espectáculo cien por cien libanés. Ahmad Abu-Abbad e Ismael buscaban a Hassan
por los rincones más insólitos de la metrópoli. ‘¿Cuándo le vas a decir a tu otro hijo que has venido y lo que está
pasando con su hermano?’. ‘No nos
hablamos. Ya te expliqué que no me perdona que sacase a su madre del país’.
‘Lo entiendo. Aunque esto es especial y
podría orientarnos mucho mejor. No sé, piénsalo’. ‘No voy a cambiar de opinión’. ‘Pero
quizá él esté dispuesto a olvidar el pasado, –el hombre negó con la cabeza− tú verás’. Al final del día, como unos
turistas más, vestidos de punta en blanco, iban a tomar algo en la calle Armenia,
donde se reunían en el Mar Mikhael con
su contacto de la Media Luna Roja a compartir
información. ‘¿Alguna novedad? Nosotros tampoco
hemos tenido suerte’, −confiesa el beirutí−. ‘Lo que les voy a decir es una filtración que me ha llegado por una vía
que no es la habitual, por lo tanto, habrá que manejarla con sumo cuidado. Parece
ser que, poco antes de perderle el rastro, viajó a Siria con un grupo de
radicales’. ‘Es extraño que mi nuera no
lo mencionara’, −se quedó muy
callado y con la mirada distraída−. ‘Puede
haber sido captada como esclava sexual’. ‘Se supone que esta capital es igual de segura que cualquiera de las
europeas. Entonces, ¿cómo pueden desaparecer personas así sin más?’. ‘De sobra sabe usted que en todos los sitios ocurren
cosas inexplicables’. Mareados de tanto ruido y con picor de ojos por el
humo de las shishas, se despidieron
hasta el siguiente encuentro, que tendría lugar varios días después. A mitad de
camino Ahmad le pidió a su amigo que regresara solo, porque él se iba a rezar a
la mezquita. El silencio de la habitación era aterrador, semejante al de las vistas
de la ventana que daba al final de un callejón sin salida. A Ismael le superaba
la situación de incertidumbre y el misterio que rodeaba aquella historia, pero
concilió el sueño amarrado a la idea de comprobar por sí mismo, a la mañana
siguiente, si el malecón se parecía tanto al habanero como le habían asegurado…
El
avión donde viajaba Abul Khan aterrizó en el Aeropuerto Internacional de
Daca-Hazrat Shahjalal, en Bangladés, tras atravesar las turbulencias de un estrecho
pasillo. El taxi le llevó directo al hospital. El viejo edificio al que en numerosas
ocasiones acudió siendo niño, para ser tratado de un problema congénito en el
oído, se mantenía en pie, aunque absolutamente deteriorado y masificado. Llegó
hasta una especie de recepción abriéndose paso como pudo, y se identificó para
que le indicasen dónde estaba su hermana. Sin embargo, le metieron en el
despacho del médico que llevaba su caso. ‘Siéntese,
por favor’. ‘Estoy bien así, gracias’.
‘Hágame caso, porque no es agradable lo
que tengo que decirle’. ‘Si no le
importa primero preferiría ver a Salma’. ‘Por supuesto, pero antes tendrá que escucharme. Realizadas una serie de pruebas concretas,
en base a los síntomas que presentaba, hemos llegado a la conclusión de que la
señora Kundu padece Nipah Virus, habiendo entrado ya en la encefalitis, que es la
complicación más importante que tiene esta clase de infección’. −El
bangladesí estaba pálido−. ‘¿Puede
explicarlo de una manera más sencilla para que yo lo entienda, por favor?’.
‘Desde luego. Verá, se transmite a través
del contacto directo con murciélagos, que es la principal fuente, con cerdos o con
personas que ya estuvieran infectadas. Lamentablemente no hay mucho que podamos
hacer’. ‘Sin embargo, imagino que le
habrán preguntado si estuvo cerca de alguna de las tres posibilidades que dice,
¿no?’. ‘Es que ya no hablaba’. ‘¿Es mortal?’. ‘Sí’. ‘¿Cuánto le puede quedar?’.
‘Apúrese…’.
La
tripulación del Sin Muros, a petición
de la chica de la oficina, que para sus costumbres llegó tarde, se congregó en
una taberna a la que iban a menudo cerca del puerto. ‘Capitán, ¿qué ocurre? ¿Levantan la veda?’. ‘Sé lo mismo que vosotros’, −respondió con brusquedad−. ‘Tú mandas, pero nosotros estamos arruinados,
y como esto se prolongue mucho más tendremos que buscarnos la vida’, −por
los gestos de los demás parecía que el piloto hablaba en nombre del todos−. ‘Me han ofrecido trabajo por horas en una hamburguesería
de comida rápida. Jefe, aún no les he contestado. Contigo hasta el final’, −alza
la voz el cocinero con los párpados empapados−. El patrón se quedó enmudecido cuando
Binta, Jasmin y su marido hicieron acto de presencia, y mucho más cuando la senegalesa
empezó a hablar. ‘Sabemos que lo que os
vamos a pedir es muy arriesgado, y conste que entenderemos a quienes se quieran
echar atrás. −Reprodujo lo más esencial de la conversación mantenida en la
cena−. Hasta donde podamos estaréis cubiertos
como lo hemos hecho siempre. Pero tampoco os quiero engañar, ya que llegado un
punto dependeréis solamente de la gran profesionalidad que tanto os define como
equipo y como activistas’. −Continúan los otros−. ‘Necesitamos llevar a bordo a una mujer para que dé a luz en tierra de
nadie. Nos acompañará el sanitario de otras veces y yo también iré −confiesa
Adrián todo emocionado−. ¿Qué me decís?’.
‘¿Cuándo salimos, compañeros?’. ‘Muchachos: soltad amarras…’.
Querida, me dejas con el corazón encogido. Buenísima descripción de los sentimientos humanos
ResponderEliminarCada día descubro hechos y situaciones que seguro ocurren y que desconocemos la mayoría, ésto unido al relato de unas vidas interesantísimas, hace que el enganche a esta historia vaya creciendo.
ResponderEliminarAgradecida siempre a ti.
ResponderEliminarMe sobrecoge la evolución del encadenado.
Un abrazo y besos.
¿Qué me decís? ‘¿Cuándo salimos, compañeros?’ ‘Muchachos: soltad amarras…’.
ResponderEliminarGracias, muchas gracias, artista.
Cuando las descripciones de las rutas, marítimas o terrestres, que aparecen en el relato, me pasa como cuando leía las novelas de Julio Verne en la adolescencia: me dan ganas de coger un atlas para irlas siguiendo. Encuentro, por otro lado, que la historia, dentro de su tragedia, está narrada con la serenidad que proporciona la madurez en la escritura. Seguimos navegando. Un abrazo.
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