11.
‘Me da igual que sea peligroso o no, Jasmin. Tu hermano está
desaparecido y mi obligación es buscarlo’. ‘Papá, si lo único que digo es que dejes pasar unos días hasta disponer
de más información, ahora todo está confuso. ¿Mencionó su mujer la posibilidad de
un secuestro cuando llamó?’. ‘Sí. Y habrá
que tirar de ahí si queremos descubrir la verdad, ¿no crees?’. ‘Por supuesto, lo deseo tanto como tú. Mira, estoy
pensando en que nuestra ONG tiene contactos en el Líbano. Deja que haga un par
de llamadas y así sabremos a qué atenernos. Convéncele tú, por favor, Ismael’.
‘Uy, no soy el indicado, me guio por
impulsos’. ‘¡Pues vaya, menudo aliado!’
−los tres rieron−. ‘Confía en mí, no habrá
problemas’. ‘Al menos aguarda hasta
que den el alta a Adrián y te acompaño’. ‘No puedo, y lo sabes’. ‘Amigo,
ella tiene razón. El mundo está revuelto y determinados territorios son un polvorín
en estos momentos. No decidas en caliente y calcula los pasos a dar’. ‘¿Queda claro que iré, con o sin vuestra aprobación?’.
‘Está bien −dice resignada−. Eres muy testarudo’. ‘Sabía que entrarías en razón. Estoy
orgulloso de ti. Gracias, cariño’. El nieto terminó los deberes y fue con el
abuelo al quiosco de prensa a por cromos. ‘Sé
sincera: ¿Qué opinas al respecto?’. ‘Es
complicado emitir un juicio objetivo. Mi hermano, de joven, tuvo acercamientos
a grupos próximos al yihadismo. En casa no había espacio para la violencia ni
el terrorismo, pero él discutía con mucha pasión defendiendo la causa, y lo
único que conseguía era enfrentarse a la familia. Luego contrajo matrimonio y
se distanció de nosotros aún más’. ‘¿Sospechas
que haya vuelto a las andadas?’. ‘Es
posible, no lo sé. Casi no le conozco. Allí a las mujeres se nos mantiene al
margen’. ‘Quizá lo reclutaron de
nuevo’. ‘La pregunta es: ¿alguna vez estuvo
desvinculado? Me apena mucho que mi padre, además del disgusto, descubra cosas
que le hagan sufrir todavía más. Ojalá sea…’, −quedó la frase interrumpida
al sonar el timbre de la puerta−. ‘¡Qué!,
¿conspirando contra mí?’. ‘No te
creas tan importante, chaval’, −risas−. ‘Oye, listillo, y tú: ¿cuándo piensas enrolarte con éstos en el barco?’.
‘Falta poco, en cuanto empiece ya no hay
quien me pare’. Siguieron la conversación distendida, oyéndose el alboroto
desde el descansillo de la escalera. Una hora más tarde, Ahmad Abu-Abbad e
Ismael apuraban las últimas horas del día paseando tranquilos por el barrio del
Raval. Un par de prostitutas, con los pechos caídos, cada uña de un color y las
huellas de la crisis escapando a través del atuendo, salieron a su encuentro. Ambos
hombres rechazaron el ofrecimiento y pasaron de largo.
Abul
Khan iba de mesa en mesa sustituyendo los ceniceros rebosantes de colillas por
otros vacíos y sacudiendo el polvo de las sillas con un trapo blanco, para que
cuando el local empezase a llenarse de clientes estuviera listo. Del coche
recién estacionado en la puerta se apearon unos hombres. El bangladesí estaba
tranquilo porque, en caso de que fueran policías, tenía las licencias en regla.
‘Hola, −se dieron la mano−. Somos de Médicos Sin Fronteras. Tenemos una
amiga común, y nos ha dicho que necesita ayuda referente a su sobrino. Bien,
pues a eso venimos, a hacer lo que podamos’, −muestran la acreditación−. ‘Por favor, pasen por aquí, estaremos más
cómodos. Traeré té’. ‘¿Cuánto hace
que supo del chico?’. ‘Sólo he
recibido esta carta’. ‘Bueno, no se
apure. Ya sabe lo complicado que es en tales circunstancias contactar con la
familia. −Se miran entre ellos y dicen−:
Por el tiempo transcurrido, ¿no creéis que puede haber llegado ya a la bahía de
Cádiz y estar en el “Centro de Acogida Temporal de Inmigrantes”?’. ‘Es posible, sí’. ‘Entonces, mañana mismo bajo’, −contesta el tabernero−. ‘A ver, sin precipitarse. Allí permanecen un
máximo de 72 horas, pero siempre dejan rastro del destino a seguir, o comentan
los planes con alguien que puede proporcionarnos pistas de otras alternativas’.
‘¿Cómo cuáles?’. ‘Ahora lo importante es averiguar si se
encuentra en España’. ‘Una pregunta: en
caso de no dar con él, ¿cuál sería el siguiente paso?’. ‘Buscarle en la morgue. Hay cuerpos que no
reclama nadie y siguen allí hasta que las autoridades deciden. Deje que nos ocupemos
nosotros, estamos acostumbrados’. Se despidieron con la promesa de volver
en cuanto tuvieran noticias. En la tetería no cabía ni un alfiler. Al frente del
negocio dejó al encargado, poniendo como excusa un fortísimo dolor de cabeza. Calculando
cinco horas más en Bangladés, aguardaba el amanecer con deseo e incertidumbre. Descolgó
el teléfono y empezó a marcar un número que parecía no acabar nunca. Segundos
después, al igual que sucedía otras muchas veces, una locución con eco sonando
a metálico repetía que probara pasados unos minutos, por saturación en la línea
del sur de Asia. Y fue al cuarto intento cuando hablaron al otro lado. ‘Salma, hermana. ¿Me escuchas?’. ‘Hello. ¿Quién es?’. ‘Abul Khan’. Una voz desconocida, fría y
malhumorada zanjó así la llamada: ‘Ella
no se encuentra. Está en el hospital’. ‘¿Cómo?
¿Qué le pasa? No cuelgue, por favor. Dígame dónde para llamarla’. Pero se
cortó y no pudo terminar de explicarse. Tampoco podía volver, porque, siendo exiliado
político, en cuanto pusiera un pie allí le detendrían. Sin embargo, siempre
encontraría la forma para descubrir el paradero de su familiar.
La
escandalosa subida del alquiler que el casero iba a aplicar a los inquilinos de
la finca empujó a las dos compañeras de piso a buscar otro más económico y no
lejos de allí. ‘Si te parece, ponemos aquí
el caballete, al lado del ventanal. Así aprovecharás mejor la luz natural’,
−le dice a Kesia, que no paraba de frotar unas manchas que afeaban el sillón−. ‘Muchas gracias. No te preocupes, lo puedo
dejar en la habitación’. ‘Tonterías. Y
en este cajón del mueble metes el material de pintura. Así lo tienes todo a
mano’. ‘Bueno, nunca podré agradecerte
lo que haces por mí’. ‘Bobadas’. ‘Toma’. Según desenrolla la cartulina aparece
esquinada una frase en francés: “Senegal en el corazón”. Y un dibujo incluyendo
la costa desierta de la que partía alguien, alcanzando a nado la otra orilla por
la que desaparecía detrás de un montículo de arena. ‘Me encanta −supuso que era ella−.
Lo pondré en el dormitorio. Eres una artista. Millones de gracias’. ‘No las merece’. Durante el fin de semana
estuvieron colocando las pocas pertenencias acumuladas y sacando brillo a los
azulejos del baño y de la cocina. Solamente cuando el niño demandaba su atención
aflojaban el ritmo. A última hora del domingo, recién duchadas y a punto de preparar
algo de cena, sonó el telefonillo. ‘¿Esperamos
visita?’. ‘No, que yo sepa’, −contestó
la africana−. Treinta minutos después Binta e Ismael corrían por la playa soltando
adrenalina. ‘Organizan otra misión,
¿verdad?’, −pregunta él−. ‘Sí, falta
menos de un mes’. ‘¿No vas con ellos?’.
‘Qué va, entorpecería sus labores. Los
recuerdos paralizarían todos mis sentidos, y, en lugar de serles útil, tendrían
que atenderme a mí’. ‘¿Crees que yo encajaría
en alguna?’. ‘¿Por qué no? Reúnes
requisitos más que suficientes para hacerlo’. ‘No sé. Me preocupa mi posible reacción, el no poder controlar los
impulsos después de lo que viví’. ‘Comprendo,
pues precisamente para gestionar dicho sentimiento hay voluntarios que, ya en tierra
firme, practican entre ellos, a veces sin el apoyo profesional de psicólogos, “técnicas
de Ventilación Emocional”. ¿Lo conoces?’. ‘¿Qué es?’. ‘Consiste en
expresar las emociones que oprimen, lo que uno ha visto y le ha marcado. Es una
manera de canalizar hacia el exterior ese malestar que nos cierra el estómago
en un puño’. ‘Cuando me decida seguro
que lo necesitaré’. Oscureció de repente. Ni siquiera distinguían sus
propias sombras, y empezaba a subir la marea. Dieron la vuelta y, como siempre
que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la
respiración para no contaminar sus reflexiones. El contador de una nueva
experiencia para él había iniciado la cuenta atrás. Ella lo intuía, y por eso le
tranquilizó: ‘Todo irá bien’.
‘Gracias por acompañar a mi padre’. ‘A ti, porque con tus argumentos has
contribuido a despejar mis dudas, haciendo que la decisión a tomar sea pan
comido’. A la mañana siguiente, Ahmad Abu-Abbad e Ismael Ruiz partieron a
bordo del Sin Muros. El capitán, tras
darles la bienvenida, aclaró: ‘Nosotros
no somos sus niñeras, han de cuidarse ustedes. Y, si las cosas se ponen jodidas,
acatarán mis órdenes para evitar consecuencias mayores. ¿Estamos?’. ‘Sí, vamos, nos ha quedado cristalino’, −responde
el madrileño con ironía−. ‘Mi compromiso
es que lleguen sanos y salvos hasta la línea fronteriza de Oriente Próximo, punto
de encuentro con la Media Luna Roja, que se encargará de llevarlos a Beirut. Pero
si tengo que variar el rumbo por cualquier incidencia lo haré, aunque eso retrase
su viaje’. ‘La organización nos ha
explicado cómo funciona esto, lo entendemos y aceptamos las condiciones. Esté tranquilo
que no causaremos ningún embolado’.
Durísimas
jornadas de trabajo inagotable traían a los hombres de cabeza desde la salida
del sol hasta su puesta, en un sin parar revisando el material, reforzando los
turnos de vigilancia y manteniendo asépticas las zonas comunes. Los turistas,
llamados así por la tripulación, no abandonaban el camarote salvo para lo
estrictamente necesario. Callados, reflexivos y cautos en las expresiones,
medían las palabras para no alarmar al otro con conjeturas desmoralizadoras. Pero
el sosiego dio un giro radical cuando un chirrido como de descarrilamiento los sacó
del estado de levitación en el que se hallaban. El barco se había parado en
seco. Subieron a cubierta. ‘¿Qué ocurre? ¿Por
qué nos detenemos?’. Nadie contestó. Se acercaron al borde enfocando la
vista en la dirección donde miraban los demás. Y fue entonces que, delante de
sus narices, tenían las mismas imágenes que a menudo sacaban en los telediarios:
desde un puñado de pateras a la deriva, entre cadáveres que no sobrevivieron a
la travesía, unos náufragos pedían abatidos auxilio en semi silencio. Por las
venas de los presentes corrió la vergüenza de formar parte de una sociedad que
consiente deshumanizada, con discursos huecos, el genocidio de los
contemporáneos convertidos en invisibles. ‘Jefe,
¿a qué coño espera? Vayamos rápido, puede salvarse alguno’, −dice el vigía,
con un pie en la lancha…
Mantener el pulso de una historia conmovedora y sacudir la conciencia de los lectores... Es un difícil reto q tu consigues en cada entrega. Gracias.
ResponderEliminarTu estilo delicado y sujeto siempre a la realidad, nos descubre el mundo hostil de las diferencias. No dejes nunca de sacudirnos la conciencia.
ResponderEliminarCuanta crudeza, realidad, hay en tus escritos.
ResponderEliminarCierto que las pinceladas de amistad, amor al fin, hacen más fácil de leer las entregas.
Cómo siempre gracias por enriquecerme.
Gracias, por acercarnos a este gran problema nos metes dentro y nos haces vivirlo con gran emoción. Gran escritora!! Besos
ResponderEliminarUn domingo más en esta "montaña rusa" de emociones...
ResponderEliminarUn lujo de descripción de acciones de personas sencillas que están cambiando el mundo poco a poco.
Muchas gracias por este regalo, amiga. Besos.
Entre las descripciones de los contactos y las gestiones en tierra y las acciones directas en el mar, se encuentran perlas como "como siempre que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la respiración para no contaminar sus reflexiones". Seguimos la historia. Un beso, Mayte.
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