7.
Por delante del cafetín de Abul
Khan se pasea la vida en todas sus expresiones. Civiles mediocres, que miran
por encima del hombro creyéndose imprescindibles, e invisibles, que rozan el
umbral de la pobreza con el cráter cada vez más dilatado, irrumpen en este
rincón de la ciudad formando parte de los contrastes que no pasan
desapercibidos. En una mesa apartada del bullicio, Adrián aguarda la llegada de
un conocido con quien colaboró en la Media Luna Roja, y que en la actualidad
recorre el mundo tomando nota de las necesidades personales y colectivas de los
refugiados, y velando por los intereses y por la seguridad de cada uno. Todo
ello a la espera de que se regule y garantice algo tan sencillo como el acceso a
los servicios básicos. Visita también los centros de acogida, la mayoría
desbordados por la avalancha de personas que acuden anémicas y en pésimo estado
de higiene. El viaje del voluntario coincide con la celebración en Marruecos,
en menos de dos meses, de la Cumbre sobre el Pacto Mundial por los Derechos de
las Migraciones, donde se hará oficial el documento aprobado en la sede de
Naciones Unidas. Un texto que por desgracia deja varios puntos a la libre
interpretación de cada país, lo que, sin duda alguna, es preocupante y reactiva
la desigualdad. ‘¿Echas de menos estar en
primera línea de fuego?’. ‘No, acabé
muy quemado. Cuando os vinisteis de Beirut las cosas cambiaron muchísimo, se
abrió una etapa desagradable de acoso y persecución a activistas con principios
sólidos y claros objetivos: defender las libertades de todo individuo dentro y
fuera del Líbano’. ‘Entonces, ¿dónde
acabó el esperanzador proyecto que empezaba a cuajar?’. ‘A veces ocurre que el dinero asoma el hocico
y jode las buenas intenciones’. ‘Bueno,
no siempre, ¡eh! Hay quién está muy comprometido y no se deja tentar por la
pasta’. ‘Fíjate, de haberse
consolidado la idea en la que Jasmin y tú participasteis, ahora estaríamos
hablando de la mayor ONG creada desde Oriente Próximo para dar solución a los
problemas de nuestra gente’. ‘No es
fácil levantar una empresa de la nada y que los participantes remen en una
misma dirección’. Adrián continuó
narrando el episodio vivido en la última travesía con el compañero, quien, por
pura avaricia, puso en peligro tanto a la tripulación como a los náufragos. ‘¿Más té?, −preguntó el tabernero
poniendo en la bandeja los vasos vacíos−. ‘No,
gracias. ¿Comemos juntos antes de partir para Nairobi?’. ‘Sí, por supuesto, y con la familia’. ‘¿Cómo está tu suegro?’. ‘Ahí va. Desde que murió su mujer no es el
mismo…’. ‘Lo entiendo’. ‘¿Algo concreto en Kenia?’. ‘Voy
al suburbio de Kibera, para ver el programa “Talking box” que han implantado en
los colegios de allí: es un buzón donde las niñas cuentan, de manera anónima y
por medio de cartas, si son maltratadas, violadas…, y la que quiere incluye
detalles para localizarla’. ‘Interesante’.
‘Ya lo creo. Es obra de Jane Anyango,
fundadora de Polycom Development Proyect. Quiero conocer a fondo la idea para
llevarla a otros sitios marginales. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo, como
en los viejos tiempos?’. ‘No puedo,
tengo obligaciones que atender, quizá en otra ocasión’. ‘Seguro’.
Aunque
Kesia se acostumbró pronto a los laberintos de la metrópoli y se desenvolvía
muy bien, prefería moverse por el reducido espacio de las cuatro tiendas que ya
conocía de sobra. Pero una vez terminada la jornada laboral cambiaba de
escenario. Cogía al bebé, un biberón con leche y otro con agua, algunos sándwiches
y esperaba el ocaso sentada en el Puerto Viejo de Barcelona, cerca del centro
comercial Maremagnum. Una noche que
Ismael no encontraba el abrelatas donde pensó que lo había dejado, descubrió en
un cajón unas hojas de papel arrugadas y manchadas de harina. Eran unos dibujos
maravillosos con pescadores, niños corriendo tras una pelota, una mujer pensativa
acodada en la barandilla de un mirador y un grupo de abuelos contándose sus
batallas. Sin embargo, todos tenían el mismo punto de unión: la supremacía de la
mar plasmada con violencia. ‘Dime qué te
parece esto’, −dirigiéndose a Ahmad Abu-Abbad−. ‘Una obra de arte. ¿De dónde los has sacado?’. ‘Tengo una artista de incógnito metida en casa’. ‘¿Alguien que ha venido de Madrid?’. ‘No, de África’. ‘No me digas que son de…’, −corta la frase−. ‘¿De quién si no? No sé qué hacer, macho, si decirle algo o no’. ‘Pero si es estupendo. Oye, aquí hay
muchísimo talento’. ‘Ya lo creo, y
pensar que está lavando calzoncillos y limpiando cristales’. ‘Necesita el
trabajo, ya sabes cuáles son sus planes’.
‘Sí, pero tal vez… Ay, coño, no me hagas
caso’. ‘De todas formas coméntaselo a
mis hijos, a ver qué opinan. Pero vamos que, si fuera por mí, la metía en la
escuela para mejorar la técnica’. ‘Eso
mismo pienso yo. ¿Te quedas a ver el partido?’. ‘Qué va, ya tenía que estar en la mezquita’. ‘Bueno, entonces vente mañana y vamos al cine’. ‘Perfecto, pero no saques entradas para ver
una de miedo, sabes que me acongojan’. ‘¡Qué
blando eres, beirutí!’. Rieron hasta dolerles las mandíbulas.
Una
vez solo, metió la cena en el microondas, descorchó una botella de vino, se
sirvió media copa y, rebuscando por la cocina, halló más bocetos en el cubo de
la basura. La sorpresa mayor se la llevó con un autorretrato suyo junto a
murallas, monumentos y torreones suspendidos en diversas alturas, terrenos
pantanosos, minúsculos detalles restaurados a la perfección, árboles generosos
que cobijan y rostros impersonales en relieve. Se quedó pasmado, sin movimiento,
ni siquiera cuando el reloj temporizador avisó de que la lasaña estaba lista. Por
una parte, le sabía mal haberse inmiscuido en el espacio privado de la mujer,
pero, habiéndolo hecho, podrían mejorar muchas cosas para ella. Se sobresaltó
con la llamada de una videoconferencia. ‘¡No
fastidies!, les dije que iba a quedarme algún tiempo por aquí, no tengo ninguna
gana de volver a Madrid. −Hablaba con un jefe del departamento−. Bueno, pues diles que me llamen y yo les
explico. Eso que me cuentas es de una empresa de transporte por carretera que
empieza a funcionar en pocos meses, y lo único que falta es montar el aparato
de promoción. Pero si revisas bien el expediente verás que está todo ultimado
para arrancar con la campaña en cuanto nos digan. No te preocupes, déjalo en
mis manos. De verdad que no lo sé, estoy a gusto con esta gente. Es como si de
repente tuviera muy claro cuál es mi sitio…’.
“El
exilio no es un guion perfectamente estructurado que se sigue sin parpadear de
principio a fin, sino el desgarro de la carne que recubría el esqueleto para no
pasar frío”. Esa frase demoledora figuraba escrita en una cerámica que Binta
tenía detrás de ella colgada en la pared. Cuando el equipo del barco Sin Muros se encontraba en tierra, la
oficina carecía de horarios. Lo mismo se atendía a las tres de la tarde a
alguien que buscaba consejo legal que se quedaban de palique hasta las tantas
con los más jóvenes, porque no hallaban el momento de volver al albergue como
hacían tantos sin techo. ‘Hola, Ismael.
Adrián y Jasmin no han llegado. ¿Puedo ayudarle en algo o prefiere esperar? Uy,
perdóneme. ¡Qué despiste el mío, no le había visto!’, −se disculpa con
Ahmad Abu-Abbad−. ‘En realidad queremos
hablar contigo’. −responde éste−. ‘Ustedes
dirán’. ‘No te precipites, tómate tu
tiempo y dinos lo que piensas y qué sugieres que hagamos con todo esto’, −sacan de la bolsa un puñado de
dibujos y le explican lo que pasa−. ‘Nosotros
estaríamos dispuestos a colaborar en lo que hiciera falta para ayudarla, pero
queremos saber tu opinión, por eso hemos venido cuando aún no hay nadie’.
La intuición, que nunca le fallaba, se inclinaba por tratar el asunto con suma
delicadeza y controlar el frenesí de los hombres. ‘Es fundamental, y lo digo por experiencia, que se confíe, eso le dará
seguridad. Todavía se siente muy vulnerable. Su comportamiento en casa sigue
siendo extraño. Piensen que, de alguna manera, y por raro que parezca, a pesar
de no tener casi nada, ha sido arrancada de su zona de confort emocional. Todo
asusta. El azul del cielo no es el mismo en este continente, como tampoco el
color de la piel ni la lengua de quienes te rodean, pero si no quieres morir te
tienes que adaptar a sus normas, a un método de supervivencia muy encasillado,
a la dependencia de objetos que sobran en la aldea y aquí utilizas… Lo más duro
es cuando, poco a poco, interiorizas la inferioridad que como raza te
restriegan a la hora de desempeñar un trabajo, habitar una vivienda o recetarte
un analgésico’. −Escuchaban avergonzados las palabras de la senegalesa−. ‘Me has conmovido. ¡Cuánto queda por
aprender! Entiendo que debe seguir creciendo como artista’. ‘Eso es, el poso ha de asentarse en el fondo
de la taza’, −puntualizó ella−. ‘¿Y
tu opinión?’. ‘Pues que estoy de
acuerdo con vosotros, y que me comeré esta chocolatina antes de que venga la jueza’.
‘Como se entere su hija que la llama así
vamos a tener un disgusto’, −risas−. ‘¡Qué
cabronazo! Eres único, compañero’. ‘No
hagan nada, por favor. En todo caso, dejen que lo piense y hable con los
responsables de la ONG. Casi es mejor que sean ellos quienes decidan y marquen
las pautas a seguir. ¿No les parece?’. ‘Vale.
¿Puedo hacerte una pregunta?’, −dijo el madrileño−. ‘Adelante’. ‘¿Tú también
sufriste xenofobia?’. ‘Tuve muchísima
suerte de acabar donde estoy, quizá mi caso no se ajusta a los patrones, pero el
principio fue…’.
En
el silencio de la noche, y agudizando bastante el oído, Binta escuchaba el ir y
venir en el puerto: Gente zarpando hacia la negrura del horizonte, policías
haciendo la ronda rutinaria, predicadores que anuncian la llegada del fin del
mundo, y todas las maldiciones imaginables que, contra la humanidad, bocea el
esquizofrénico del barrio. Aunque la casa estaba en penumbras, tanteó con la
vista la superficie de la mesa observando un plato con pan migado y el tazón
con azúcar que Kesia dejaba preparado para no entretenerse a la mañana siguiente.
Agotada, se quedó dormida. Imágenes de viejas torturas, violentas y borrosas,
agitaban su cuerpo inerte tendido en la cama. Una sombra desfigurada la perseguía
por su pueblo pesquero de Guet NDar. Entre rejas, esclavizados, sus familiares
no podían socorrerla. Sudaba a chorros. Se alejaba y se alejaba cada vez más de
ellos, pero tenía que correr, y hacerlo con precaución, no fuera a caer en uno
de los calderos donde las mujeres en la playa ahumaban y secaban el pescado.
Sólo la trajo de vuelta el llanto del niño. Desvelada, conectó el portátil y
vio que tenía un correo electrónico de su hermano: “Ha pasado una desgracia,
tienes que volver…”.
La historia de Kesia me deja ¡...!.
ResponderEliminarEl olor del puerto, Barcelona, los calderos de las mujeres. Que se sienta más segura en la nada de su zona de confort.
El cambio de mentalidad, de ser xenófobo... a ahora saber que su vida está ahí.
La realidad bien escrita parece menos cruel pero es igual de dura. Has adquirido un estilo propio con esta historia que supera, en mucho, las anteriores. Me encantan tus retos. Adelante.
ResponderEliminarCada vez que veo los telediarios, con las noticias sobre los inmigrantes del Mediterráneo, pienso en esta historia. Parece que has navegado en alguno de los barcos de rescate. Lo que siento es que me parece que la situación, como algunas otras, no va a mejor. Un beso.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con Elvira, lo que nos estás regalando no son post, pueden ser perfectamente capítulos de una novela, basada en hechos reales, pero escrita con unos fundamentos y conocimientos merecedores de más difusión que la que pueda otorgar un blog, por mucha calidad que éste tenga.
ResponderEliminarAl hilo de lo que dice Nortxu, y dado que comparto totalmente lo que dice, he tomado como tarea dar a conocer el blog entre mi entorno afectivo. ¡Qué menos para dar a conocer a este "peazo" de escritora!
ResponderEliminarComo comenta nortxu, bien pueden ser capítulos de una novela, a la que tú imprimes visos de realidad.
ResponderEliminarAbrazos desde Málaga