En la placa
conmemorativa puesta en el vestíbulo del hospital, bien visible para que al atravesar la puerta giratoria se pueda
leer desde cualquier ángulo, reza la siguiente inscripción: “Mount Sinaí, fundado en 1852 para dar
cobertura sanitaria a la comunidad judía asentada en Manhattan”. Actualmente eso ha cambiado, ahora atienden a
pacientes del Upper East Side y de Harlem. Es decir, han pasado de los residentes boyantes de la mitad este de la
isla a la población deprimida y, en su mayoría, descendiente
de la más pura Nueva Orleans. Por eso no es extraño que coincidan en la consulta del
cardiólogo Valentín Fuster un famoso abogado de
Wall Street y un trompetista de blues en paro. Ralph me recoge en el
descansillo de la escalera a las nueve en punto de la mañana, me agarro de su brazo y montamos en el taxi que nos lleva por
Queens Blvd hasta el sanatorio. Así, de pronto,
y sin esperarlo, que vayas a revisión al oftalmólogo, y
te diga que hay que hacer una capsulotomía posterior con láser, acojona. Pero
cuando se explica respiras tranquila, ya que es una limpieza de la lente
implantada tras la operación de cataratas, intervención
que requiere tan solo unas gotas anestésicas. Dos veces en semana, Eric
Coleman, siglo y pico después de la apertura del centro, y casi desde la
aparición de los primeros enfermos identificados públicamente con el VIH, lleva
un grupo de terapia que empezó a funcionar en 1982, y que, por la amplia demanda que hoy en día tiene la
sociedad, se ha visto en la tesitura de abrirlo a drogodependientes, emigrantes
obligados a prostituirse y personas sin recursos que necesitan ser escuchadas.
En una de las zonas más luminosas del edificio, hay un glass solarium donde se ubica la
cafetería Plaza Café, un espacio diáfano con paneles de cristal en el tejado
tipo buhardilla, donde estudiantes de medicina, personal médico, pacientes y
acompañantes, disfrutan de la luz con su Starbucks
coffee en vaso de cartón, como si formaran un collage de personas aisladas cada una en su propio mundo. E.J.,
concentrado en la pantalla del portátil, ocupa
una mesa cercana al self-service.
Paso por delante y se levanta para saludarme. ‘Aquí mi vecino, aquí mi psicoanalista’ −digo, mientras ambos no
evitan sonreír con el apretón de manos−. ‘¿A
qué has venido, Maura? ¿Te encuentras mal?’. ‘Bueno, no exactamente. Me van a chequear la vista. −Sin embargo, no
digo que, al quedarme sin el part time en el supermarket que complementaba mi pensión, busco los sitios más
baratos−. ¿Y tú?’. Sin responder
regresa a la lectura que le retrae del exterior, y
nosotros vamos a lo que habíamos venido. Pero antes, porque me corroe la curiosidad, pregunto por Mr. Coleman en
el mostrador. Un tipo, aburrido de contestar casi siempre lo mismo, extiende una
hoja informativa, que cojo, e indica la línea verde a seguir para llegar a la sala de terapia. ¡Vaya con Eric, toda una caja de
sorpresas! Ahora resulta que es un ser solidario y generoso.
Arriesgándome a tener que soportar por
tiempo indefinido los desplantes de Carlota, hasta que suavice el enfado por
haber alterado el ritmo de su rutina, y consciente de que le exaspera encontrar pelos del chihuahua incrustados
en la alfombra o deslizando en zigzag por el costado del sillón, acepto que
Ralph traiga hecho el almuerzo, a base de
huevos revueltos, beicon, salchichas, patatas y panecillos blancos. La ocasión
merece que desempolve la botella de whisky escocés, y dos copas pequeñas del
juego que aquel verano me tocó en la tómbola. Brindamos y volvemos a
rellenarlas. De un salto perfecto, la gata se coloca a cuatro patas en lo alto
del armario, silente, por si tiene que atacar. ‘¿Sabes cuándo tomé conciencia de que había gente comprometida y
dispuesta a luchar por la igualdad de todas las personas y erradicar la
discriminación, la violencia y el exterminio de sus semejantes? Viendo por
televisión un documentary de la cantautora y activista Joan Baez en la
marcha sobre Washington de 1963 por los derechos civiles junto a Martin Luther
King, desde entonces he seguido su trayectoria. ¿Por entonces tú ya estabas
aquí?’. ‘Sí, y lo recuerdo, pero no
participé en nada, las aglomeraciones no están hechas para mí. Además, −alarmada
por si el alcohol me suelta la lengua, recoloco la postura en la silla y miro a
mi guardiana que, no nos quita ojo− no
creo que esas cosas sirvan de mucho’.
En realidad, no lo pienso. Envidié a los manifestantes porque, mientras me pudría de rencor en la cloaca de mi ego,
ellos tomaban las calles, vivían abanderando la rebelión contra los valores
dominantes, se oían cantos a la libertad… En definitiva, pese a las
dificultades que toda aquella reivindicación suponía
y la posibilidad de acabar con los huesos en la cárcel, tenían motivos más que
suficientes para seguir adelante. ‘No te
creo, pareces dura, aunque conmigo no puedes, Maurita’. ‘Piensa lo que quieras, pero la vida es una
mierda y no vale la pena luchar por nadie. No es rentable, coño’. ‘En mi país dicen que uno no es monedita de
oro para caerle bien a todo el mundo. ¿Qué pasa para que siempre estés
enfadada?’. Miro la hora y él comprende que debe marcharse… Carlota baja de
su atalaya y se enrosca en la cama alrededor de mis piernas, recuperando la
atención que sólo a ella le corresponde. Así, solitarias, respirando a la vez,
sin intrusos…
“Nueva York. Seis días después de la
segunda quincena de marzo. Entre unas cosas y otras llevo meses sin escribir en
estos cuadernos. Pero hoy, quizá empujada por la llegada de la primavera y la
necesidad de seguir explicándome, decido retomar la narración en estas páginas. Ocho campanadas sonaron en una
parroquia de Vigo, en las inmediaciones del centro urbano, estremeciendo las
tripas relajadas del silencio y también las de mi acompañante, la hija alocada
de los guardeses, al acercarse la hora de embarcar rumbo al continente
americano. Eso, y la propia incertidumbre que conllevaba en sí la travesía.
Viajábamos a Estados Unidos para preparar, antes de que llegaran ellos, el
apartamento alquilado por el señorito y su esposa en Canal Street con la 6th
Ave, donde permanecerían por tiempo indefinido, ya que, aconsejados por el
médico de la familia, debían tratarla allí
−nunca supimos de qué− colegas suyos con medios mucho más adelantados. Dos
pueblerinas como nosotras, que a lo más alto
que habíamos subido era de excursión a las montañas, desconfiábamos de la
estabilidad del edificio, delgado como el lomo
de una hoja de papel, donde viviríamos en la planta 26. ‘Pero si eso se cae con sólo mirarlo’, dijeron las hermanas, muertas
de envidia porque nos tocó en suerte ir a nosotras. Durante la noche, el fuerte oleaje sacudió violentamente contra el
malecón del puerto, obligando a que los pescadores no pudieran echarse a la
mar. Sin embargo, nuestro barco zarpó, desoyendo
las advertencias que desaconsejaban hacerlo. Nadie fue a despedirnos, y subimos
a la embarcación sin mirar atrás. Después de varias semanas de penurias, luchando para aguantar el corrompido olor a vómito,
tanto en cubierta como en la zona de camarotes, se nos terminó el pan candeal y
los chorizos de matanza, bien guardados entre
las dos. No nos quedó otra distracción que
concentrarnos en el océano con la esperanza de ser las primeras en decir
aquello de: ‘capitán, tierra a la vista’.
En los muelles de Chelsea nos recogería una persona para acompañarnos al
domicilio y luego a enviar un telegrama a los señores. No me gustaba nada la
frivolidad de algunos miembros de la tripulación, que
pensaban que, por viajar, como lo hacíamos, en tercera clase, tenían derecho a pasearse cuando les viniera en gana por la
barandilla de nuestras faldas. Aquella noche no se veían estrellas en el
universo, tampoco la luna. El cielo estaba completamente cubierto de nubes y
amenazaba tormenta. Estábamos tan asustadas que aumentaban las ganas de hacer
pis. El váter era un auténtico estercolero, un foco de infección al que me
negué a entrar, no así mi compañera. Busqué algún rincón limpio donde hacerlo
en el recipiente que antes transportó una empanada gallega, pero encontré las
manos rudas, ennegrecidas y asquerosas de un calafate con ganas de hembra, que
en esos momentos estaba dando estanqueidad a una junta de madera por la que se
filtraba el agua. La siguiente imagen que solapa es
la del hombre echándose mano a la entrepierna retorcido de dolor. Un oficial,
al que no vi más, me salvó de revivir otra vez la misma pesadilla. Con los
huesos entumecidos, la memoria del equilibrio algo trastornada y los nervios de
haber llegado a la Gran
Manzana , no le dimos gran importancia, en principio, al
telegrama del señorito que nos daba nuestro contacto…”.
He dejado las ventanas de casa
cerradas para que no se escape Carlota y provoque a Bobby. El chihuahua es de
temple tranquilo y cariñoso, pero si le buscas las cosquillas puedes toparte
con una dentadura no muy agresiva, aunque sí con malas pulgas y dispuesta a
marcarte la piel. Una tarde que Ralph y yo nos despistamos hablando con su
vecino, nuestras mascotas se arañaron el territorio con mucho alboroto. Me
vienen estas cosas a la cabeza mientras voy a terapia camino de Brooklyn. ‘¿Qué tal, Maura? −E.J. me da un folleto
con los requisitos que hay que tener para asistir al grupo que lleva en Mount Sinaí, y, aunque los cumplo todos,
el orgullo me impide aceptarlo−. ¿Cómo ha
ido la semana?’. ‘¿Sabes a qué
conclusión llego?’. ‘No, dímelo tú’.
‘¿Has tenido alguna vez la impresión de
estar fuera de contexto?, yo a menudo. Del ambiente en que me muevo, de la
gente, del momento histórico, del jodido pasado, de mí misma, de estas
conversaciones contigo… Quizá sea una pieza deforme que no encaja con nada ni con
nadie, o tal vez haya cometido demasiados errores. No lo sé. Hay un sueño que
se repite últimamente: estoy a punto de despeñarme, padre y madre pasan de
largo y no me oyen, pero en realidad grito hacia adentro, hacia ese bosque que
hay en mí y me persigue y no me deja morir en paz. He arruinado mi vida y ahora
lo veo, he desaprovechado la oportunidad de reconciliarme con el mundo, pero ya
no me quedan fichas para apostar. ¿Te das cuenta, Eric? No tengo construido
ningún proyecto…’. ‘Si crees en ti y
en tus posibilidades todavía puedes hacerlo. Hoy has dado un gran paso, al
menos creo que hay un cerrojo menos’. ‘Hoy
pongo yo el punto final, no tengo ganas de seguir, no me encuentro con fuerzas’.
‘¿Nos vemos aquí la próxima semana?’.
‘Sí, aún tengo plata para pagarme los
vicios’. Ambos sonreímos.
Mira tú por dónde, como he sido buena
chica, creo haberme ganado de mi puesto favorito un hot-dog con bastante mostaza y mucho chili. ¡Hum!, verdaderamente
está rico. Carlota ha roto la bolsa de basura que he olvidado tirar, y también ha alborotado una carpeta llena de papeles. Pero se ha puesto bien contenta cuando aparezco con
un paquete de sus galletas de pollo favoritas. Si es que no hay nada como
ganarse el afecto por el estómago…
La trama se desarrolla con tanta madurez lingüística que, ¡hija, qué envidia! No pares, viene muy bien esta reflexión de domingo.
ResponderEliminarSigues entrelazando historias y finalizando solo las livianas para que tus lectores estemos pendientes de estas generosas entregas quincenales.
ResponderEliminarAy Carlota! que celosona es, o buena Celestina, no le vayan a usurpar ese sitio privilegiado en las piernas de Maura.
Gracias por el esfuerzo que tiene que suponer revisar tanta documentación para ilustrarnos.
No hay nada como ganarse el afecto por... !La buena literatura por entregas!. Gracias.Esperando la siguiente...
ResponderEliminarGracias por esta nueva entrega, que como siempre me deja esperando con ganas la siguiente. Genial! Sigue así. Besos.
ResponderEliminarEstimada señora: no conozco NYC pero a través de usted sueño que transito por sus Street como si fuera por Buenos Aires. Saludos desde Argentina.
ResponderEliminarA ver quién se cansa antes, si tú de escribir o yo de leerte. ¡Te gano con toda seguridad, ESCRITORA!
ResponderEliminarAntes de seguir escribiendo, te doy las gracias por la deferencia hacia los que te seguimos, de enviarnos los enlaces por mail.
ResponderEliminarEstarás harta de leer los comentarios hacia tus escritos. No son halagos lanzados al viento, no. Eres buena escritora y tienes el don de transmitir tus escritos a los lectores. Tienes eso que llaman duende.
Ojalá te vaya todo muy bien, que podamos comprar novelas tuyas, que lo poco que se lee en este país son biografías que todos conocemos, y libros de auto-ayuda...que ni son automáticos ni ayudan para nada.
Abrazo desde Málaga
Querida Mayte, como siempre gracias por tus escritos, siempre en espera del siguiente. interesante trama y muy bien escrita, un beso
ResponderEliminarMaura siempre encuentra, a pesar de su desesperanza, motivos y momentos para darse algún que otro caprichito. Así debe ser: a pesar de todo, aprovechar los buenos momentos que la vida siempre nos ofrece. Hasta el próximo episodio. Un abrazo.
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