domingo, 8 de abril de 2018

Nueva York. Nueve días después de la segunda quincena de marzo

El 11 de septiembre de 2001, a las 08:15 am hora local, treinta minutos antes de que el primer avión se estrellase contra la Torre Gemela Norte del World Trade Center, un joven de color, natural de Mississippi, que viajó hasta el Bronx a visitar a su abuela y terminó ligando con una chica en Queen, en el vecindario del Maspeth, cinco cuadras más allá de donde vivo, fue brutalmente asesinado por un grupo de tendencia racista y xenófoba, cuyo modus operandi era idéntico al realizado en otros lugares, llegándolo a llamar: exterminio de la raza maligna. ¡Horroroso! Yo trabajaba en el supermarket a turno completo, y salía de casa con tiempo suficiente para no correr. Soy miope, pero distinguí perfectamente las luces parpadeantes de los coches patrulla, y, conforme acortaba distancia, las de la ambulancia parada un poco más atrás, a la espera de recibir autorización para irse, puesto que allí ya no hacían nada. En medio de ese mosaico terrible y detestable, la joven, sentada en el suelo, con las medias rotas, subyugada de pánico por si la relacionaban con el crimen, hacía caso omiso a las preguntas y advertencias de the police. En la calle colapsábamos el tránsito los unos a los otros. El resto, los curiosos, por así decirlo, querían ver para hacer después su particular y siempre exagerada crónica de los hechos. Intentaba abrirme paso entre la multitud −lo que no va conmigo, fuera −. Pero no pude cruzar por donde tenía que hacerlo, porque todas las dotaciones de bomberos −tras el 11-S se les consideró héroes apodándoles The New York’s Bravest− disponibles en nuestro condado iban en dirección a dos larguísimas columnas de humo que trepaban hacia el cielo de Manhattan… Entonces, el griterío, la especulación y el mismo asesinato que minutos antes acaparaba la atención pasaron a un segundo plano. De repente nos callamos todos, miraba en torno mío y parecía que habíamos encogido, sólo se escuchaban los pasos de hombres y mujeres, desencajados y cabizbajos, sonámbulos en el asfalto, deseosos de encontrar a sus seres queridos. En un principio hubo mucho desconcierto, nadie sabía realmente qué había pasado, pero enseguida las pantallas de televisión en los escaparates reproducían la imagen del derrumbe de la primera torre y el caos originado alrededor. No nos lo creíamos, más bien pensábamos que era el rodaje de alguna película de Spielberg. Sin embargo, la constatación de un segundo avión impactando contra la Torre Sur, otro en el Pentágono, en el condado de Arlington y un cuarto en campo abierto, en Shanksville, Pensilvania, nos dio idea de la gravedad de la situación a la que nos enfrentábamos la población americana. Días después de ese sinsentido fuimos con un compañero hasta el lugar del atentado donde quedó sepultado el cuerpo de su hermano. El hombre, en cada aniversario, organizaba la misma peregrinación, que acababa en esa especie de plaza que hay en la confluencia de Broadway con Columbus Avenue, a la altura de la Calle 66, sentado en una de las sillas que acompañan a las mesas metálicas donde el chico, menor que él, almorzaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y jalea, su preferido. Esa fecha fatídica cambió la vida de muchos neoyorquinos, de los estadounidenses y puso en guardia al resto del mundo.
          “Nueva York. Nueve días después de la segunda quincena de marzo. El telegrama era preciso: Viaje anulado. Suceso grave. Regresen a España. Persona de contacto dará pasajes de vuelta. Pero no hizo falta más que uno, el mío se pudo canjear −tardé en reunir el dinero que les debía, pero cuando lo hice, se lo giré con intereses−. La hija de los guardeses, hecha un mar de lágrimas, se marchó incómoda conmigo por dejarla sola. Los señores sintieron que les había traicionado. Aunque, la verdad, lo que pensaran de mí en esos momentos carecía de importancia. Me tentaba probar fortuna en La Gran Manzana, cambiando el aburrido y monótono paisaje anterior. Pero, por encima de todo eso, saber y sentirme libre, independiente, sin nadie a quien rendirle cuentas y dueña de mis actos. El conocido del señorito intercedió, y me contrataron en un restaurante de comida griega, en el barrio de Astoria, al suroeste de Queens y a 25 minutos de Times Square. En varias ocasiones mantuve correspondencia con las primas de mi tía. Por ellas supe que los recién casados no embarcaron porque esperaban descendencia. Pero las cartas fueron llegando cada vez más distanciadas, hasta que dejaron de hacerlo. Lavaba platos a destajo, por lo que, al final de la dura jornada, tenía que ponerme un ungüento especial en las manos por la reacción alérgica al detergente. Lo mejor de aquella etapa venía cuando el jefe de cocina, un tipo generoso, repartía con la plantilla el género que quedaba en las cazuelas y nadie había tocado. Para mí la mousakás de berenjena sigue siendo la cosa más deliciosa de la Tierra, aunque tan buena como aquella no la he vuelto a probar. Había buen ambiente entre los compañeros. En mi caso, como venía del desapego y era opuesta al sentimentalismo, ni siquiera iba con ellos a beber cerveza checa, exquisita, a Bohemia Hall and Beer Garden, en 2919 24th Ave, porque aún tenía que recorrer 4,6 millas hasta llegar a mi casa, y, la verdad, no me apetecía en absoluto. Tampoco establecer lazos de confianza. Ese local, con terraza al aire libre en el interior del establecimiento, y mesas alargadas con bancos compartidos, era un lugar perfecto para encontrar relajo. Una vez fui sola, y bebí tanto que temieron que cayera redonda al suelo. Pero, con paso erguido, salí de allí, antes de tropezar y hacer el mayor de los ridículos. Me gustaba mucho pasear por las calles de Astoria, porque parecía estar en la misma Grecia. Ahora he perdido el hábito de hacerlo. Aquellos primeros años fueron duros, pero también tuve suerte, si se puede llamar así. Encontré una habitación de alquiler en un piso donde estábamos mezclados una italiana, cuatro atenienses y yo. No me sentía cómoda, y el hecho de encontrar cada mañana las brochas de afeitar junto a mi cepillo de dientes aceleró la salida…”.
          Eric parece menos triste −¡oiga, que aquí donde me ven, tengo mi punto psicoanalista, eh!−, y, aunque sea despacio, va mejorando. Hace poco he leído un reportaje en The New Yorker −revista que tira alguien del vecindario y yo recojo de la basura−, donde Mr. Coleman habla con un grupo de jóvenes promesas del periodismo que, si la industria que hoy por hoy controla a los medios no les ningunea la frescura y el compromiso de denunciar las injusticias en la sociedad, llegarán alto. Hablaba de la carencia de compañía en la que ahora nos movemos las personas. ‘He leído la disertación que haces respecto a la soledad, diferenciando la elegida, de esa otra destructiva que se sufre aun estando rodeado de gente, y, ¿sabes qué?: incluso en el peor de los casos, es una buena aliada’. ‘Expón tu opinión’. ‘Muy sencillo, tus palabras trajeron a mi memoria cómo madre se las arreglaba para aislarme, lo que a la larga usé como arma de defensa. Por toda la Comarca del Ebro se hacía una romería anual donde ofrecíamos nuestros productos artesanos. Gallegos, asturianos, leoneses de pequeñas aldeas, traían los suyos para el intercambio culinario. Pero, además de darle placer al estómago, que está fenomenal, también buscaban pareja. Casualmente, en casa, coincidiendo con este tipo de actos, siempre surgía algún problema que obligaba a uno de nosotros a quedarse. Unas veces era la vaca a punto de parir, otras que la abuela estaba con fiebre, las menos algún ternero luchando por sobrevivir. Y, claro, ahí estaba la paya para realizar el trabajo sucio. ¿Sabes qué decía padre?: “total, si luego se aburre”. Sólo me tenía a mí misma, y en esas continúo’. Dejo correr el silencio, delicado, igual que el hilo fino de agua busca la superficie entre rocas. ‘¿Qué impedía realmente que te rebelaras?’. ‘Pues se me ocurre que fuera una cuestión de autodefensa. Oye, conste que ni me lo planteo, remover el pasado no trae nada bueno…’. ‘Muchas veces ahí está la clave de lo que realmente somos y cómo afrontamos los reveses de la vida’. ‘¿Te he contado que Ralph es un melancólico y también un estupendísimo guía con quien descubro estampas que ni siquiera sabía que existían? A menudo vamos a Jackson Heights −que es como viajar al Caribe sin moverte de la isla−, a la zona comercial, en la 37th Avenue, desde 72nd Street hasta Junction Boulevard, donde encontramos una gran oferta de locales colombianos para que mi vecino alimente la nostalgia’. ‘¿Dónde te gustaría nutrir la tuya?’. ‘Yo no tengo esos sentimientos, lo mío es pura resistencia. Pero también te digo que es un meloso y un embaucador, y que no puedo bajar la guardia, no se crea que es el nieto que nunca tuve’. E.J. se levanta y va hacia el escritorio, rebusca en las carpetas que tiene apiladas en un esquinazo, y finalmente extrae de una de ellas un papel publicitario. ‘¿Te gustaría venir con el grupo de terapia del Mount Sinaí Hospital, y conmigo a un congreso en Washington, sobre el psicoanálisis y la superación del paciente? Una fundación, sin ánimo de lucro, financia el proyecto y los traslados…’. ‘Lo consultaré con Carlota, y te digo. No obstante, ahora tengo que andar con mucho tino, pues está molesta conmigo porque quiero alquilar la habitación que tengo vacía, a algún visitante de los que vienen al World Baseball Classic, en el Madison Square Garden, y sacarme así algo de plata extra. Y ya sabes cómo las gasta, no consiente ver a ningún forastero husmeando dentro del cesto de nuestras costumbres’. ‘Piénsalo de todos modos, esperaré tu respuesta’. Salgo de sesión con mal sabor de boca, y la decisión de no ir ya tomada…
          ¿Quién coño aporrea la puerta a las cuatro de la madrugada? ¿Es que en esta santa casa no duerme nadie? Quita, Carlota, que voy a ver quién es’. Abro, y Ralph se abraza a mí. Viene con Bobby, muy cauto, pegado a su pierna. ‘¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué haces aquí…, que no estás en el hotel?’. ‘Hoy libro, y, además, hace años que nos dejó Paul Newman, y para mí es algo tristísimo’. ‘Joder, y que a estas alturas tenga yo que aguantar estas tonterías…’.

8 comentarios:

  1. Pues sí, ese día cambio la vida de muchas personas y hubo quien relacionó las alturas con el peligro. Has distribuido muy bien el escenario. Sigue, no pares. Un beso, nena.

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  2. Antonio Álvarezabril 08, 2018

    Gracias, querida Mayte. El día de hoy, especialmente triste para mí, me lo has arreglado. ¡Qué bueno debe ser, pasar por la vida dejando tanto, repartiendo tanto...!
    Como dice Elvira, sigue, no pares. Te camelo.

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  3. Desde Buenos Aires, me hermano con los comentarios anteriores. Que bueno tiene que ser expresar en palabras lo que se siente. Abrazos.

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  4. Me parece un gran acierto el que pongas como referencia la desolación que supuso la destrucción de las Torres Gemelas para introducir en la historia el arranque de Maura para ser independiente. Haces presente esa relación que hay entre la destrucción y el renacer de las cenizas. Sigue guiándonos por estas calles.

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  5. Querida Mayte, !que forma tan bonita de describir los sentimientos!, especialmente la soledad, de la que nadie escaparse, Es tan difícil entrar en uno mismo para llenarnos de las ausencias. Gracias que estás ahí y nos permites compartir contigo la experiencia de Maura, Carlota....., un beso

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  6. Ésto es un no parar de una buena narrativa. La tejedora de la historia tiene manos expertas para entrelazar los hilos de diferentes colores y que casen entre sí.
    Haces creíble lo que escribes y a mí me transportas a sitios que me gustaría conocer.
    Gracias.

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  7. Miguel Ángelabril 11, 2018

    Seguimos viendo las características de Maura que, como cualquier persona, pueden resultar contradictorias. Por un lado, su cierta antipatía para con los demás, quizá impostada, como mecanismo de autoprotección para no sufrir de nuevo las heridas de su pasado; por otro, su valentía para decidir cambios de vida, incluso en ambientes novedosos para ella. A la espera del siguiente capítulo, recibe un fuerte abrazo, querida Mayte.

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  8. Gracias por el placer que supone leer tus relatos. Por supuesto, no pares. Un beso

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