Puente sobre aguas turbulentas −a Carlota también le chifla este tema−, de
Simon and Garfunkel, llegó a mí a la vez que descubría la marihuana liando
cigarrillos en Central Park, con un grupo numeroso de hippies que acogían calurosamente a los amantes de la libertad,
compartiéndolo todo tumbados sobre el césped. Me regalaron un colgante con el
signo de la paz que lucí con agrado durante mucho tiempo. Su influencia me hizo
cambiar de atuendo: falda larga estampada y muy suelta, blusa color turquesa de
amplias mangas y media botonadura, chaleco negro de flecos con tachuelas, botas
de cowboy y cinta de colores que
partía mi frente en dos. Compré incluso una camiseta con la foto de John Lennon
que no me quitaba ni para dormir. Pero por muchos esfuerzos fingiendo ser otra
persona, una progre residente en
Queens, nunca he logrado, ni siquiera entonces que la juventud acompañaba,
sacudir de mis hombros la caspa de la aldea, la sensación de que cualquier
indicio de felicidad era un perpetuo pecado, la acidez de la leche de vaca
agriada en el paladar de la boca y el jodido
recuerdo del bosque con aquella respiración jadeante que rompe el ciclo del
sueño y me pone en estado de vigilia.
‘¿Qué
ha ocurrido para que adelantes la cita?’. ‘Estoy preocupada’. ‘¿Por qué?’.
‘Tengo una cosa aquí −pongo el puño
en la boca del estómago− que no me deja
estar’. ‘Explícate’. ‘¿Has cambiado de sitio los cuadros de la
entrada?’. ‘No, ¿la ves distinta?’.
Tras la muerte de Michelle, E.J. no se ha
ocupado de la casa, acumula bolsas con diversas cosas en cualquier sitio y ha
dejado que las plantas de interior se marchiten… ‘¿Quién crees que se quedará mis pertenencias cuando yo ya no esté?’,
−le digo mirando un jarrón horroroso que tiene pegado casi a la lámpara de
pie−. ‘¿Qué te gustaría que hicieran con
ellas? ¿Has pensado en algún candidato que asuma dicha responsabilidad?’. ‘Sí, en ti’. ‘¡Estás de broma, claro!’, −reímos al tiempo−. ‘Es una tontería, lo sé, pero de repente ese pensamiento me atormenta, porque no veo
otras carnes llevando mis ropas, ni la taza del desayuno sobre una mesa
diferente a la mía’. Aunque Eric Coleman, tras el duro golpe, no está muy
concentrado, ha reaccionado rápido cortando el silencio en el que me podría refugiar.
‘Es interesante esta interrelación que
haces, ese lado que nos humaniza agarrándonos a lo que, a través de los años,
hemos acumulado para bien o para mal, destapando facetas desconocidas de
nuestra personalidad. Sin embargo, quisiera que profundizases en otro sentido
más íntimo’. ‘No te entiendo’. ‘Pues que, llegados a este punto de
sinceridad, sería bueno que hablases del bosque. Mientras que ese dolor no lo
pongas en palabras, será complicado profundizar más adentro’. −Monto en
cólera, y, por primera vez, en la mirada de mi
psicoanalista aparece la tupida sombra del miedo−. ‘Tú te crees que soy idiota. Qué tendrá que ver quién haga uso de
mis muebles con aquel espantoso día’. ‘Nada,
desde luego. Pero todo está conectado dentro de ti. Quizá ha llegado el momento
de ponerle voz a todo aquello’. ‘Mira,
no quiero seguir. Todavía no estoy preparada para hacerlo. Adiós’.
Fuera de mis casillas, por poco doy a E.J. con la puerta en las narices cuando, tratando de
hacerme razonar, corre detrás de mí, pero yo ya
he alcanzado el bulevar y girado unas cuadras más abajo. El caos, a consecuencia
del incendio en un almacén −después supimos que fue intencionado−, se ha hecho
con las calles de Brooklyn, por las que, a toda
mecha, circulan coches de bomberos en caravana. El vagón de metro donde voy, iluminado tan sólo por las luces de emergencia, está semivacío. Al fondo, cuatro o cinco mujeres, vencidas por el cansancio al final de la dura
jornada, dormitan dándose con la barbilla en el pecho. Frente a ellas, y
aislado en ese mundo que le proporcionan sus grandes auriculares
fosforescentes, un joven de color, con sobrepeso, marca el ritmo moviendo la
cabeza de un lado a otro. Las palabras de Mr. Coleman resuenan en las sienes
como martillos puntiagudos: el bosque, el bosque, el bosque… Alguien tropieza
con el pie que he dejado estirado, y mi primer
impulso es liarme a golpes. Pero enseguida freno y comprendo que cumplir años
aplaca lo de lanzarnos al cuello del otro. Todavía queda bastante hasta llegar
al vecindario del Maspeth, por lo que me dejo llevar de nuevo cerrando los
ojos… Tengo todo tan confuso que me cuesta asegurar si aquella noche aciaga
diluviaba o no. Sin embargo, evoco la sensación de una lluvia con barro
dificultando cualquier intento de avance, huida o resistencia cada vez que él,
tapándome la boca, arremetía contra mí. En momentos como aquel somos incapaces
de identificar lo que en realidad está pasando, sólo a posteriori caemos en la
cuenta. Madre se las arreglaba muy bien para destruir la autoestima haciéndote
sentir culpable de todos los males, propios y
ajenos. Me habían violado, y, encima, ella
despertaba en mí un terrible sentimiento de
culpa, de escoria, un espíritu maligno y portador de un germen que había que
exterminar antes de propagarlo al resto del común de los mortales. Dejé de
creer en el género humano ese mismo día, y ese pensamiento ha ido a peor,
porque, como dice alguien que conozco: no
espero nada o casi nada de nadie.
Carlota no se despega de su camastro
salvo para vigilar a Ralph cuando viene a casa, lo
que ocurre a menudo. La semana pasada apareció
con una bolsa llena de productos colombianos para cocinar una lechona que, según dice, nos
vamos a chupar los dedos. Ya veremos. ‘¿Tienes
hijos?’, −pregunta de repente−. ‘No.
¿Y tú?’. ‘Un chico de diecisiete
años. Vive con su madre en Texas, cerca de la frontera con México. Hace mucho
que no le veo. Esa pena irá conmigo hasta el último aliento. Le tuvimos siendo
muy jóvenes. Esa época fue convulsa para mí, sólo quería tener alrededor cosas
“chéveres”, superficiales, y, como habrás de suponer, la paternidad no formaba
parte de los planes del momento. Así que, tiré por el camino fácil poniendo
tierra de por medio. No sabes lo que ahora me arrepiento de aquella decisión.
Tú habrías sido una buena madre, lo veo en tu mirada’. −Qué poco me
conoce−. ‘Nunca lo contemplé. Las
circunstancias no han dejado que tuviera una vida fácil…’. Poco después de
la conversación visitamos juntos a los Harries. Les
trataba con tanto cariño que ahí comprobé la ternura que movía a este vecino
taimado, empeñado en hacerme cambiar de costumbres alborotando algunos
principios.
“Nueva York. Sexto día de la primera
quincena de diciembre. Basta con que cierre los ojos para escuchar el canto de
los grillos que me lleva al escenario de un tiempo detenido en la infancia
miedosa, beata y conservadora que viví. Si quiero, puedo también, sin hacer
grandes esfuerzos, imaginar que aún sigo en la aldea, sumergida en el universo
de la noche que cae sobre mi piel, mientras desempolvo del olfato el rústico
olor a té de roca que se intensifica según me acerco a las montañas. Sin
embargo, apenas queda la sombra de aquella paya que jugaba en la ribera del río
con los gitanillos del apeadero. Ahora me he convertido en una vieja
malhumorada, desconfiada e insegura, que conversa con el psicoanalista tratando
de descubrir rincones oscuros y dolorosos de su personalidad,
esos que han ido formando el envase que cubre a la mujer que hoy soy. Eric
Coleman siempre inicia la sesión diciendo que
hay que traer abiertas puertas y ventanas para que fluya la corriente. ‘No te subas a los árboles, so guarra, que
los mozos te verán las bragas’ −gritaba madre desde el granero−. Cuando no
lo hacía ella eran mis hermanos los que vigilaban. Una tarde, tres horas
después de comer y antes de que pasara el tren de las seis cuarenta y cinco, la
abuela murió y a mí se me soltó la tripa. La habitación se llenó de plañideras, y, al salir el
cortejo fúnebre, encabezado por padre,
comprendí lo miserable e injusta que era la vida, llevándose a la única persona
de aquella familia que me había hecho algo de caso. Lo que ahora definen como
“espíritu emprendedor”, yo lo tenía entonces, y, puesto
que fue imposible que me dejaran llevar las
cuentas de la vaquería, pedí prestada una parte de la casa de la recién
difunta. Conocía bien las plantas medicinales y aquellas que enriquecían el
arte culinario. Quería montar el gran negocio del siglo con los frutos de la
naturaleza, en ese paraje perdido en mitad de la nada. Pero, como era de
esperar, ningunearon mis sueños de cuajo… Estos recuerdos han debido de
impregnar el dormitorio con aroma a tomillo, porque Carlota es alérgica y no
para de estornudar…”.
Nunca debí permitirles el maltrato tan humillante que ha
marcado para siempre mi existencia. No me considero ni mejor ni peor que ellos.
Soy una sobreviviente escapando del yugo del pasado, una anciana con ganas de
llorar en el hombro de la gata, una aldeana con suelas neoyorkinas que ha
luchado desde el principio por pisar firme. ‘Ralph, coño, que me vas a quemar el timbre de la puerta. Ya voy,
hombre, ya voy’. ‘Ay, Maurita, ¿a que
no sabes lo que ha pasado?: pues que se han llevado al hospital a los Harries.
Venga, vístete que nos vamos. Ponte este jersey y ese pantalón, te queda lindo
el conjunto’. ‘Pero qué dices, tú
estás chalado, de aquí no me muevo. ¡Habrase visto, a menudas horas! −el
muy zalamero me besuquea y hace cosquillas−. ¡Que te he dicho que no…!’. Pasamos a un box, la mujer está sentada en un sillón reclinado, él lleva puesto
un goteo y está tumbado en una camilla. Nos dice que se ha sentido indispuesto y
que por eso ha decidido llamar a urgencias. Pero que no nos preocupemos, que no es nada de importancia. El colombiano se
ofrece para hablar con los médicos. Regresa y
dice que todo está bien. Yo sé que no… Unas cortinas más allá, enfermeros y
médico residente, pelean para tomarle la tensión a un joven con síndrome de
abstinencia.
Me gusta tanto tu Nueva York que siento pena por los que no te leen. Sigue así, dando lecciones de literatura con estilo y elegancia. Un beso, nena.
ResponderEliminarDe acuerdo con la anterior comentarista, siento mucho agradecimiento por poder leer esto tan lindo. Un abrazo desde Buenos Aires
ResponderEliminarQuerida amiga, es un honor para mi poder leer tus escritos, tan descriptivos, que se sienten, se viven y adentran en el alma
ResponderEliminarUn beso fuerte
Con cada uno de tus relatos se produce en mí una "reconciliación" con la lectura. La descripción de la casa tras el fallecimiento de Michelle me ha puesto un nudo en la garganta. Eres admirable, Mayte.
ResponderEliminarNo quería leer con prisas porque me gusta saborear las buenas cosas y hasta hoy no he podido ponerme a disfrutar otra vez de esta historia de la que entran y salen personajes con un engranaje perfecto. Las situaciones son tan reales que me hacen vivirlas en primera persona. Gracias.
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