‘Yo estaba primero, quite de ahí’. ‘Imposible, llevo aquí desde las seis de la mañana, tengo más derecho
que ninguno a entrar el primero, ¿o no, querida? −conversa un mendigo con
alguien invisible−. Todos éstos
−señala a la larga fila de personas que están en la cola− han venido después…’. ‘¿Les
importaría avisarme cuando abran? No puedo más con el dolor de pies’, dice
Mr. Harries, quien, como cada viernes, en los últimos meses, aguarda en la
puerta de un almacén de San Benito el Moro, un centro vecinal en el Bronx donde reparten bolsas con alimentos básicos y un cuenco de caldo para paliar el tiempo de
espera. Dos horas y media antes de esto, junto al infernillo de gas que apenas
ya encienden, coloca una jarra de café y un dónut gigante que alguien de manera
anónima les deja cada día en la escalera, sobre el felpudo. Así, cuando su
mujer despierte comprobará que una vez más han tenido la suerte de cara y,
ajena al altruismo de terceros, pensará que la buena administración del esposo
ha alcanzado para subsistir con su fondo de retiro del Seguro Social, cantidad
que cubre escasamente los costes de una medicina para la sclesosis que no financia el gobierno, y que de no tomarla complicaría
mucho la coordinación de movimientos en sus articulaciones. Abandonado el
negocio de cuidar la colada en la lavandería, ahora se ha hecho canner, como
definimos en spanglish a la persona
que, a cambio de unos centavos, recolecta latas
y botellas y las lleva a Sure We Can,
un centro de reciclaje sin fines de lucro, en Brooklyn. Pero su avanzada edad
tampoco le permite reunir muchas unidades, por lo que no consigue más de cuatro o cinco dólares diarios, que guarda dentro de una lata roída a los pies de la cama. La otra tarde, volviendo de
terapia, le encontré tirado en el suelo de un callejón, blasfemando, llorando y
pataleando porque le habían robado su botín y al día siguiente ya no podría ir
a venderlo. Metí la mano en mi bolsa y le di un paquete de fideos y dos
chocolatinas. Después me arrepentí, porque ¿y si se
acostumbra y no para de mendigar en mis narices…?
Carlota está enfadada. Hay un nuevo
inquilino alegrando con su presencia nuestro deteriorado y envejecido edificio.
Es un hombre atractivo y educado. Trabaja de noche en la reception del Central Park West Hostel, a pocos minutos de la
estación de metro de la calle 86. Se llama Ralph, es de Kansas City, en el
condado de Jackson, Misuri, aunque sus antepasados proceden de Arauca,
Colombia. No vive solo. Bobby, su cachorro chihuahua, ha acaparado los mimos y
piropos de todos. Y como esta gata mía no se
anda con tonterías, destetada de atenciones como se siente, va la jodía, piso
por piso, desconchando la pintura de las paredes, creándome conflictos con los
demás residentes. Hace unos años ocurrió una desgracia en el barrio de Down Under the Manhattan Bridge Overpass,
cuyo acrónimo es DUMBO, del distrito de Brooklyn, zona de fábricas convertidas
en lujosos lofts, con hermosas vistas
a East River, y ocupados por artistas, arquitectos… Un diseñador famosísimo de prêt à porter y
un arquitecto de renombre internacional se
buscaron la ruina cuando sus mascotas se enzarzaron en una terrible pelea que
acabó en la muerte de uno de los amos y del perro del que salió ileso. Espero
que ése no sea nuestro caso, porque, después de haberlas pasado putas, estaría gracioso
que apareciera mi cadáver como un colador en
mitad de cualquier carretera del Chicago en plena furia de gangsters.
‘¿Con
qué te has hecho eso, Maura? −dice Eric señalando el párpado que no puedo
abrir−. Haberme llamado. Si no tienes
ánimos o estás incómoda posponemos la sesión para otro día, ¿ok?’. ‘Ha sido con el saliente de una estantería.
Ya no me duele, lo llamativo es la hinchazón y el hematoma, claro. Mis
compañeras creen que no, pero estoy segura de que el encargado lo ha dejado
así, me la tiene jurada… Hoy es el birthday de
Carlota. Coincide con el de madre, que nunca se
celebraba. De madrugada, en un pequeño saco de arpillera, metía un pan entero,
una barra de salchichón, una bota de vino, y partía hacia el cementerio, de donde no
regresaba hasta bien entrada la noche, trayendo
los pelos alborotados y manchas de barro reseco por la falda. Atravesaba por
delante de nosotros como una bala, apalancaba por dentro la puerta del
dormitorio y, desmoronándose sobre la cama, blasfemaba y aullaba cual lobo’. ‘¿Qué habrías cambiado?’. ‘El desprecio hacia cualquier muestra de
afecto por
olor a bizcocho en la cocina’. ‘¿Conoces
el método japonés “Dan-Sha-Ri”? Consiste en ordenar la vida y las cosas, desde los
sentimientos a lo material que nos rodea, entendiéndonos mejor a uno mismo y deshaciéndose de lo inútil. Transmite la idea de que
organizar no es recolocar, si no prescindir de lo sobrante’. ‘Pues no, nunca había oído hablar de ello.
Pero si me pongo a tirar me quedo sin nada. A ver si te crees que me he hecho
millonaria en los Estados Unidos’, −digo, enfadada, a un E.J. que ni por
ésas entra en diálogo−. ‘Puede que el psicoanálisis esté cerca de ese método, porque hablar es
elegir y elegir es descartar. Lo dejamos así’. Eric Coleman sale apresurado
detrás de mí, y se monta en un taxi que aguarda en la otra acera con los
intermitentes dados.
Una sábana de algodón egipcio traída
especialmente por su esposo deja al descubierto tan solo la cara de Michelle.
E.J. la observa con la distancia que ya les separa. ‘¿Recuerdas lo impactados que nos quedamos en el Zoo de Philadelphia
cuando vimos a los primates caminar a la altura de los árboles por una especie
de túnel enrejado? −piensa el hombre en voz alta a la par que tuerce la
boca con una media sonrisa−. Nuestro
primer impulso fue querer dejarlos en libertad, devolverlos a su hábitat
natural, de donde no tendrían que haber salido nunca. Por eso me pregunto y
cuestiono tu actual situación, metida en la trena de un cuerpo que dejó de
ser hace tiempo. Pero no sé qué hacer. Dímelo tú, que fuiste siempre la de las ideas
brillantes. ¿No crees que a veces retenemos por puro egoísmo…?’. ‘La otra noche soñé que caminábamos cerca de la Quinta Avenida −expresa
ella desde la mudez−, por la calle 53,
entrábamos en ese jardín que tanto nos gusta: Paley Park, ocupábamos una de sus
mesas blancas, redondas, la más próxima a la cascada y, rodeados de la
vegetación que embellece todo el entorno, me declarabas por fin tu amor. Sin
embargo, un grupo de ardillas peleando por el liderazgo desfloró el paisaje, y
me envió de vuelta a esta maldita postura, al sinsentido en el que se ha
convertido mi vida…’.
“Nueva York. Tercer día de la primera
quincena de diciembre. La señora recibía a diario a su grupo de amigas, cursis,
tontas y chillonas. Había que servir el té con pastas a las cinco en punto,
porque decía que eran de costumbres muy inglesas, cuando en realidad ninguna
fue más allá de la provincia de Albacete. A mí tanta gilipollez me sacaba de
quicio, pero lo hacía porque una de ellas, la más normalita, a la salida,
dejaba buenas propinas. Por alguna extraña razón esa mujer me trataba de manera
especial, despidiéndose siempre con la misma frase: ‘querida, cuando te echen de aquí, ven a verme’, a lo que yo
respondía con una leve reverencia. Los trillizos cada vez necesitaban menos
ayuda y más vigilancia, lo cual me obligaba a estar en el jardín observándoles
muy pendiente. Un día, aburrida de empujar el columpio, darle a la comba para
que saltaran, limpiarles los mocos y trazar en el suelo una rayuela que, a su
corta edad, todavía ni entendían, me recosté un segundo sobre la barbacana para
mirar a la gente. Entonces, uno de ellos, el menos travieso y más castigado por
los otros, tropezó con una piedra y se partió la ceja. Lo metí en la casa por
la puerta de servicio sangrando y gritando como poseído, seguida de sus
hermanos que no dejaban de pegarme por detrás. Aparecieron los padres, se los
llevaron, y yo fui resbalando, poco a poco, por el tabique que separaba la
cocina del cuarto de plancha, hasta quedar sentada, vencida y segura de que mi
estancia fuera del pueblo había llegado a su fin. Coloqué el uniforme bien
estirado en el respaldo de la silla, y salí al desamparo de la calle con cien
pesetas en el bolsillo y algo más de ropa de la
que traje. Esa noche dormí dentro de una iglesia muy humilde gracias a la
generosidad de su párroco. Y a la mañana
siguiente, sin nada de alimento en el cuerpo, antes de gastar parte de mis
ahorros en el billete de vuelta, toqué el timbre
de la amiga de la señora. Un joven guapísimo abrió y dijo: ‘mamá, preguntan por ti’. El portazo que
dio para encajar el pestillo enrojeció del sobresalto mis mejillas…”.
Hoy, en el canal HBO de la televisión
americana, han programado para esta noche Desayuno
con diamantes. Así que preparo la cena con bastante tiempo, porque no
quiero llegar estresada al primer plano del escaparate de la joyería Tiffanys, con los nervios agarrados a
los tobillos, teniendo delante de mí a una Carlota desesperada reclamando su
rancho. Audrey Hepburn se mete en la piel de una mujer que vive en un piso de
lujo con su gata, y que mantiene relaciones con hombres adinerados para no
perder el alto nivel adquisitivo al que está acostumbrada. La he visto varias
veces, aunque confieso que nunca hasta el final, suelo quedarme dormida mucho
antes de que aparezcan en pantalla los títulos de crédito. Una fuerte explosión
sacude los cristales en el vecindario. La
información todavía es muy confusa, pero casi todo apunta a la manipulación de
una caldera de gas en una fábrica abandonada, donde varios homeless esconden el fracaso de su vida, o
puede que el de toda una sociedad. Entre unas cosas y otras ya me he desvelado,
a ver si mañana no se me olvida otra vez comprar aros de cebolla…
Que no se me olvide el
ResponderEliminarPan 🥖 ah y los aros de cebollas.
Que buenas letras Maite maitea
Avanza el relato y seguimos enganchados en las vivencias de Maura, una vida nada fácil contada con el pulso de una escritura que no gusta de caminos sencillos.
ResponderEliminarAtrapada en esa tela de araña que tejes con finas agujas, el caso es que llega el final del relato y me quedo ahí, en suspenso, esperando que llegue el siguiente saboreando lo leído.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Michelle dialogando con Eric desde la mudez, la descripción de Nueva York mejor que la harían la mayoría de los neoyorkinos, la aportación del "dan-sha-ri",... Disfrutamos y aprendemos con tus textos, Mayte. Un abrazo.
ResponderEliminarPor varias razones que no vienen al caso este texto me ha gustado mucho. El manejo del callejeo por New York, ese toque tan tuyo y la crecida de personajes y madurez tuya y de ellos, calan hondo, muy dentro. Dignificas este oficio en el que más de uno quisiera escribir como tú. Un beso, nena.
ResponderEliminarDisfruto mucho leyendo tus relatos, no dejes nunca de escribir, eres genial. Un beso
ResponderEliminarQuerida Mayte, desde otra parte del globo, te mando mi cariño y decirte que me encanta , como siempre, la forma en que describes los sentimientos de tus personajes.
ResponderEliminarUn abrazo,
Una vez más demuestras una gran capacidad para penetrar en lo más visceral de tus personajes, para crear atmósferas. Me animas a bucear entre sentimientos y emociones. Leo y releo hasta el punto de que no termino nunca de leer, sino que abandono la lectura.
ResponderEliminarUn gusto poder leerte desde Buenos Aires. Tu literatura me llega a través de un conocido y ya estoy enganchada.
ResponderEliminarLeido tu novena entrega. Cada vez te esmeras mas y complicas la trama. Muy interesante. Un beso.
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