‘Por favor, Carlota, hija. No metas las pezuñas en el recipiente
de agua, que luego vas dejando la huella por todo el piso. De verdad que
contigo una no da abasto limpiando. Claro, como tú no tienes que hacerlo, ni
gastar dinero en productos desinfectantes… Pues ¡hala!, ¡que frote esta vieja
gruñona! Eso es lo que piensas, ¿no, cabrona?’. La gata no hace ningún caso cuando
me pongo en este plan. Ella sigue ganando espacio, forjando los cimientos del
hogar con los manojos de pelo que suelta su
cuerpo y una mirada que, a fuerza de respirar
el mismo aire que yo, se le ha tornado agria y suspicaz. Lo que ya no puedo
consentir son sus primeros síntomas Diógenes. De repente encuentro debajo de la
mesa un cacho de goma mordida que antaño fue el brazo de una muñeca, cuatro o
cinco cascabeles aún con lazo y marca Norman’s
stuffed animals y una pelota mutilada de un mordisco. Patético…
Lo inmediato cuando decidimos probar
suerte en un país diferente al que nos ha visto nacer es
configurar un mosaico a medida para que el escenario donde nos desenvolvemos
cómodamente cambie lo menos posible. Buscamos la manera de mantener arriba el
recuerdo de la tierra, localizando tiendas en cuyo escaparate predominen
productos conocidos: mermeladas caseras sin azúcares añadidos, encajes de una
determinada región, legumbres sin conservantes y aquella colonia preparada por
nuestras abuelas con pétalos de rosas que llevábamos los de mi generación. No
sabría decir verdaderamente si lo que me empujó a buscar un asentamiento de
paisanos fue la nostalgia o, quizá, otra cosa. Pero, desde luego, estuvo muy
presente en cuanto desembarqué en los muelles
de Chelsea del buque cargado de inmigrantes en el que viajé, donde las miras de
todos eran iguales: participar a lo grande del sueño americano, olvidando llagas que la dictadura no dejaba
cicatrizar. Después, aunque no siempre ocurre, las circunstancias de la vida
afean un poco la realidad… “Nueva York. Segundo día de la primera quincena de
diciembre. Desde que estoy en Estados Unidos sólo he vivido en el distrito de
Queens, concretamente, como ya he dicho en otras ocasiones, en el vecindario de
Maspeth. Conozco tan bien sus streets
que sería capaz de transitarlas a tientas, como el insomnio me empuja a hacerlo
por el dormitorio. Podría llegar sin problema, unas cuadras más al norte, al
puesto de venta directa donde compro verduras recién cortadas. Y ponerme justo
delante de la fachada de la
Iglesia de la Transfiguración , que tiene el estilo de una
típica casa holandesa que tanto me gusta. O hasta
el local-garaje, abierto hace más de sesenta años, donde tocan música country y sirven copas con nombre de
canciones, en la intersección de Eliot Ave con Fresh Pond Rd, regentado por
unos sureños (ahora a cargo de hijos y nietos) de Charleston (Virginia
Occidental). Sin embargo, aún ahora, todavía echo de menos el ambiente que se
respiraba en la Calle 14, entre la Séptima y la Octava Avenida. Desde el final del siglo XIX hasta mediados del XX fue territorio español, donde
gallegos, asturianos, onubenses…, bailaban pasodobles, escanciaban sidra,
cantaban jondo o cocinaban bacalao a la
bilbaína o paella valenciana, junto a otras especialidades ofrecidas en los
restaurantes ubicados ahí, en ese pequeño trozo de la isla. (Hoy sólo queda en
pie de todo aquello la
Spanish Benevolent Society, centro sociocultural conocido
como La Nacional). No es que me
importara no tener idea de inglés, estar a miles de
kilómetros de mi tierra y sentirme una intrusa,
una impostora, una extraña usurpando el pan y el techo del neoyorquino, pero
todavía quedaban dentro de mí sentimientos sin
corromper. Así que, al poco de llegar a la city
y saber que existía Little Spain,
busqué guarida entre sus gentes sin decirlo. Mi tercer empleo fue en Torta del Casar, (los anteriores prefiero
omitirlos), mesón extremeño donde servían platos elaborados con mucho mimo por una cocinera oriunda de Jerez de los Caballeros, que a los tres meses de haberse colocado quedó viuda.
Sin hijos, con clara tendencia a la morriña y continuos deseos de volver a su
pueblo, siguió manejando los fogones hasta que, a consecuencia de las drogas y
las reyertas, quebraron casi todos los negocios, el barrio cayó en decadencia y
la comunidad española se dispersó, desplazándose a otras
zonas con el tiempo no menos conflictivas. Mientras duró, aunque lo viví en su
última etapa, me sentí arropada, esto, como es de suponer, lo he reconocido
demasiado tarde… Mucho tiempo después, caminando por la calle North 6th para
llegar a Williamsburg Flea, mi market favorito
al aire libre, en Brooklyn, encontré a un viejo conocido que trabajó en la Calle 14 en una tienda
textil. A veces, si el comedor de la taberna estaba lleno, compartíamos mesa
junto con otros dos compañeros suyos. Me dio alegría verle, le habría abrazado
de no haber sido porque me gusta mantener en público la imagen de mujer fría e
invulnerable. Llevaba, en una bolsa de papel recio, arepas colombianas rellenas de queso que había comprado para matar el gusanillo. Le ofrecí y aceptó, eso
preludió la conversación amena que mantuvimos. Me contó que cuando cerraron los
almacenes dejó de frecuentar la ‘Pequeña
España’ (llamada así coloquialmente), que tenía
encajada su vida en el mismo cogollo del Bronx y que no
necesitaba nada más. Sólo mantenía la costumbre de hacerlo una o dos veces al
año, visitando la iglesia católica de Nuestra Señora de Guadalupe (primera
parroquia en Manhattan con misas en latín y castellano), adonde más que la fe
le llevaba la tradición. Al preguntarle por los asiduos de esa época y, en
especial, por aquella mujer que guisaba tan rico, dijo que perdió la pista de
todos. Nos despedimos con una palmada en la espalda y la intención de vernos en
otra ocasión. Quién sabe…”.
‘Mr.
Coleman. Tome asiento, por favor, −indica uno de los médicos señalando una
silla vacía−. Como bien sabe, durante dos
meses, hemos administrado a su esposa un tratamiento experimental sin
resultados. No ha sido capaz de reaccionar a ningún estímulo, lo que esperábamos
que hubiera sucedido a la segunda semana de iniciarlo. Estudiado el caso con detenimiento, y
analizando cada posibilidad, lamentamos comunicarle que en los próximos días se
lo iremos retirando. Cuando termine el proceso, podrá llevarla de nuevo a la
residencia de donde vino. Sabemos lo que está sintiendo ahora y nos condolemos
con usted. ¿Alguna pregunta?’. E.J. se va de la sala de juntas cabizbajo y
pensativo, una arcada seca le revuelve el estómago. Casi exánime, sale al
jardín y se sienta en un poyete del lago artificial que, visto desde arriba,
mitiga un poco la entrada del hospital. Incapaz de pensar, busca entre los
recuerdos desordenados de su memoria alguno que le ayude a despejar las dudas del momento. Media hora después, con la vejiga
descargada y partículas diminutas de hebras de tabaco flotando por la saliva,
avanza por el pasillo fijándose en las luces parpadeantes, imaginando que
pertenecen a un largo túnel por el que escapa, un conducto de salvación que le
llevará hasta la desembocadura del río Hudson,
donde ella, primaveral y receptiva, aguardará su llegada preparando un pícnic
de verano a la caída del sol… Cuando él entra en la
habitación salen dos enfermeras llevando una bandeja con gasas usadas y algún
envase vacío. Michelle se alegra mucho de
verle, tiene cosas que contar. Sin embargo, el labio inferior de Eric,
entreabierto, no le da buena espina. Daría todo por decirle que tenía ordenados
los sentimientos, que ya no se oponía a la compra de una autocaravana para
recorrer el país, que podía quedarse o no con su colección de posavasos, que en
invierno dejase las zapatillas pegadas a la calefacción, que fumara menos, que
se acordara de pagar los impuestos y que hiciese todo lo posible por seguir
adelante…
‘Quítate
de la puerta, Carlota. Voy a salir te pongas como te pongas, que es una simple
tormenta, coño. Además, mira qué te digo: si te dan miedo los truenos, te
aguantas. Más tengo yo cuando te encuentro a media noche en posición de ataque
como perdonándome la vida. Así se lo he soltado, E.J. Tanta tontería me supera.
Es lo que pasa, que das un poquito de confianza y se ponen tu albornoz al salir
de la ducha. No veas, ésta se cree que la casa es suya, que estoy ahí
de prestado y a su servicio. Y la verdad, nos hacemos mucha compañía, pero no
consiento que invada mi terreno. Aunque también, lo reconozco, de no ser por su
derroche de ternura, la soledad habría picado todas mis piezas molares. Debe
sonarte a gilipollez cuanto digo, ¿no?’. ‘Trabajamos y consideramos lo que tú creas importante’. −Comprendí
que Eric estaba turbado y opté por guardar el sarcasmo para otra ocasión−. ‘¿Qué quieres que haga con la especie de
diario que escribo? Por lo menos he completado cuatro o cinco cuadernos’. ‘Que compres más’. ‘Igual desalojan por derrumbe el edificio donde viven los Harries. El
sábado el vecindario se manifestó en contra. Yo no fui, no quiero jaleos. Su
casero y el mío son amigos, y después
empiezan a decir que si la gata se mea por la escalera, que si maúlla de
madrugada, que si araña los cercos de quien le cae mal… En fin, como locos por
hacerme pagar un suplemento extra. Lamento su situación, pero por mí nadie hace
nada. −Dejo pasar unos minutos en silencio para que asienten mis palabras.
A veces tengo la sensación de que no me escucha y que daría igual lo que
dijera. Hago girar entre los dedos una cadena que siempre llevo en la mano y no
sé por qué. Noto los párpados con tierra y un crujido en la rodilla izquierda
avisa de repente que va a cambiar el tiempo−. Han puesto en el almacén un ordenador para controlar la mercancía. No
me aclaro con esto de la informática, pero he visto mi pueblo. Está
medio en ruinas, y las huertas, que tan buenas hortalizas daban, son montículos
de tierra yerma’. ‘¿Cómo describirías
lo que hayas sentido?’. ‘Como si un
pelotón de fusilamiento pasara por encima de mí sin disparar’. ‘Reflexiónalo en el diario. Será interesante
que te preguntes por qué. Y, por supuesto, qué ha retenido la pupila’. ‘¿La pupila? La mano de padre repartiendo
hostias’.
A la luz de las velas, porque ya tienen cortado el
suministro eléctrico, Mr. Harries cubre los pies de su esposa tendida en la
cama con ambos abrigos. La recta final de la campaña electoral a la Presidencia de los
Estados Unidos de América llega a su fin. Las sedes de ambos candidatos rebosan
una de alegría y la otra de decepción tras la suma de los respectivos delegados. Acaba la fiesta y con ello empieza otra vez la competición. Mientras, en las
calles de Nueva York, Carlota sortea los charcos que a su paso ha dejado la
lluvia.
Es tan real lo que describes que voy caminando por la Cslle 14 con Carlota al lado. No te pares. Un beso, nena
ResponderEliminarQuerida amiga, cuando leo tus relatos, siento la nostalgia que me venia encima cuando vivia en EE.UU. trasmites tan bien los sentimientos y las emociones que reviven en mi con total presencia, Un beso fuerte
ResponderEliminarCuando pienso que no te leía desde al "año pasado" y lo he soportado, veo que estoy curtido en la adversidad... ¡Qué lujo poder leerte! He sentido tan cerca a Carlota, que solo me ha faltado estornudar por su pelo.
ResponderEliminarGracias por este nuevo regalo, agradecido por hacerme sentir tanto. Un beso, amiga. Te camelo.
Esta entrega tiene un desarrollo muy acertado y a mi entender toca el núcleo de tu historia, que desde un principio cuenta lo que dejamos atrás, lo que encontramos y como nos las ingeniamos para echar raíces. Nos hablas de desarraigo, de arraigo, de mirada al frente como el largo pasillo que sigue Eric y eso que retiene nuestra pupila. Proporcionas un montón de herramientas en el texto que nos seducen y que nos piden continuar con la siguiente página. Excelente.
ResponderEliminarMientras leo me veo en Nueva York, y eso que no lo conozco. Que bien lo describes todo,sigue así. Besos.
ResponderEliminarMe parece un texto redondo, lleno de detalles sutiles ("las diminutas hebras de tabaco flotando en la saliva",...), empezando y terminando con Carlota. Haces que el lector se sumerja con facilidad en las circunstancias y psicología de los diversos personajes. Hasta el próximo. Un abrazo.
ResponderEliminarSigues con una gran racha. Enhorabuena. Un abrazo.
ResponderEliminarQuerida Mayte :por varios motivos he estado ausente de el e mail. Como más vale tarde que nunca y aún estamos en enero.Te deseo un año 2018 prospero y feliz .Ahora estoy gozando de lo lindo con esas magnifica entregas de la Paya .Un abrazo
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