En el 107 th Precinct
Police Department, del 70-01 de Parsons Blvd, los Harries fueron interrogados varias veces sin sacar nada en
claro. Desde entonces van contando que el agente Murphy, al que Paul Newman dio
vida en la gran pantalla, sigue patrullando las calles en una de las zonas más
conflictivas de la ciudad, y que ellos, americanos de orden, como Dios manda,
se prestan a colaborar estrechamente con la Jefatura 42, Fort Apache, en el Sur del Bronx
−ahí se desarrolló también la película del mismo nombre−. Sin embargo, como
ocurre casi siempre, la realidad dista mucho de
la fantasía, teniendo poco que ver una con otra. Podría llamarse casualidad,
destino, mala pata o coincidencia, lo que situó a este peculiar matrimonio en
el lugar equivocado… Su cada vez más mermado poder adquisitivo les ha empujado a activar una fuente de ingresos
que, aunque no da para mucho, les permite, al menos, estar ocupados. Se trata
de un pintoresco servicio para el vecindario. Consiste
en que, por un puñado de centavos irrisorios,
pasan el día sentados en la lavandería cuidando la colada hasta que reaparecen
los propietarios que, cuando se la llevan, les
dan una propina. Algunos, ni eso, simplemente las gracias, o nada. Aquella
noche, en el Maspeth, delante de estos ancianos, una banda de delincuentes destrozaron
el mobiliario llevándose el dinero de las máquinas y convirtiéndoles en
testigos asustados, en ciudadanos que ya nunca dejarían de mirar para atrás,
por si acaso…
A Carlota los años la están haciendo
todavía más sibarita, lo que repercute en mi
bolsillo, porque el único pienso que quiere es de salmón y arroz. O sea: una
pasta el caprichito. Pero como es muy probable que tanto la una como la otra estemos a punto de incorporarnos a la recta final de
nuestra existencia, pues eso… Envejecer, además de hacerte más desinhibido, supone
en sí infinitos síntomas, unos vienen acompañando
al deterioro físico o la enfermedad, y otros porque sí, como son los
sentimientos de nostalgia y melancolía. Hace tiempo que tengo por costumbre
traer a casa folletos publicitarios donde aparecen, entre otros, el Hotel
Chelsea, cualquiera de las calles del SoHo embellecidas con esa arquitectura Cast-Iron Building, los grandes
ventanales que diferencian a este barrio del resto o la programación actualizada
de los espectáculos en Broadway, pongo por caso. Mi gata, que es muy
melancólica, ahora que no trepa a las alturas, porque
no le responden las patas, ni aparece a primera hora de la mañana con los
bigotes engolfados, insiste para que esparza la propaganda de hoy por el suelo.
Duda unos instantes si colocarse sobre el histórico edificio de apartamentos
Dakota −donde fue asesinado John Lennon− en la 72th. St. y Central Park, o en
Federal Hall, primer capitolio. Sin embargo, porque seguramente habrá gateado
mucho por ahí, se estira situando el vientre y el pecho encima de Gantry Plaza
State Park −al otro lado del East River−, uno de los miradores menos conocidos
de la ciudad, asentado sobre los antiguos muelles de Queens y una fábrica de
Pepsi demolida, desde cuyo embarcadero el horizonte ofrece hermosas vistas del
atardecer sobre Midtown Manhattan.
Carlota arruga los ojos y se deja cautivar por el tono rojizo del cielo, a la
vez que tiembla el suelo debajo de nosotras, como si la réplica de cualquier
seísmo quisiera alcanzarnos.
Aguardo en el vestíbulo hasta que Eric
me llama a terapia. El espacio es austero, con unas cuantas sillas incómodas
pensadas para no recrearse haciendo corrillos. La puerta del despacho ha
quedado entreabierta, un olor característico a tabaco con toque de azúcar
caramelizada se cuela por la rendija ajustándose a la cordillera del mapa que
trazará mi monólogo. El radiador que hay metido en el hueco de la escalera que
sube a la planta superior proporciona un calor
horroroso y hace un ruido ensordecedor que se dispara a la par que el metro de
media tarde atraviesa esta parte de Brooklyn. E.J. me llama y entro, tiene varios
papeles en la mano que mete en un cajón en cuanto me acomodo. ‘Debe de haber una avería gorda −digo−, porque he visto en la calle la chimenea
naranja y blanca que monta Con Edison −compañía que se encarga del mayor
sistema de vapor de los Estados Unidos−,
cuando está reparando una tubería’. ‘Infiltración,
fuga, sabotaje… ¿qué crees?’,
−pregunta−. ‘Ni idea, pero lo que sí te
digo es que aquí hace un bochorno insoportable’. ‘Sí, un poco’. ‘Esta semana ha
sido malísima. Me ha faltado dinero en la caja, seguramente le he dado de más a
algún cliente en las vueltas, pero claro no puedo demostrarlo. Una vez, siendo
muy niña, me mandaron a casa del médico a recoger un dinero que éste debía a
padre. Cogí las monedas y las apreté en la mano con todas mis fuerzas. En
ningún momento la abrí hasta llegar. Se las di, y, por
lo visto, iba una peseta de menos. Puedes
imaginarte cómo reaccionaron’. ‘Cuéntamelo
tú, Maura’. ‘Eran insultos que
entonces no entendía. Amenazas tales como quemarme viva en el infierno, cortar
mis manos y echárselas de comida a los monstruos del bosque, dejarme atada a un
árbol a
la intemperie donde nadie escuchase los gritos. En fin, como ves, todo con sumo
cariño y delicadeza. Yo cerraba los ojos y repasaba mentalmente: cinco por una
es cinco, cinco por tres quince, cinco por ocho cuarenta… ¿Oyes el silbato? Eso
es que la rotura está resuelta. Me voy, tengo dolor de estómago y se me ha
puesto muy mala leche’. ‘De acuerdo.
En cualquier caso, habíamos acabado con la sesión’.
“Nueva York. Primer día de la primera quincena
de diciembre. De pequeña no aguantaba ver cómo padre desollaba liebres y curtía
las pieles para cubrir con ellas nuestras piernas ayudando así a combatir el crudo invierno. Me horrorizaba el hecho de
llevar pegado un trozo de animal muerto. Sin embargo, instalada ya en Burgos,
cegada por la amargura que provocan los momentos bajos, echaba en falta esas
costumbres aldeanas. Y así, tumbada sobre aquel colchón cuyos muelles
encontraron acomodo en mi espalda, y espantando las chinches pretenciosas que,
a la lumbre avivada de mi entrepierna, paseaban a su antojo bajo las sábanas,
me preguntaba si no estaría equivocándome, si la necesidad de realizarme como
ser humano, atrapando, más que una nube, la materia a la que empezaba a darle
forma, no me conduciría hacia la loma escarpada del fracaso. En definitiva,
conseguir que los proyectos y la felicidad sigan siendo importantes, o arrimar
el hombro para que se cumplan los deseos. Los trillizos y la mala hostia de la
señora me traían de cabeza: ellos porque no paraban de llorar a todas horas, y
ella porque cuestionaba cada cosa que hacía poniéndome en ridículo delante de
los demás, con acusaciones que no se sostenían por increíbles. Una noche, casi
de madrugada, que fui a beber agua y de paso a hacer pis, vino por detrás y me abofeteó pensando
que salía de la cama del marido. La enganché del pelo por la coleta y le dije
que fuera la última vez que me ponía la mano encima si quería seguir
concibiendo. Acobardada, con la garganta enrojecida y la yugular a punto de
reventar, se le desbordaron las mamas por una repentina subida de leche, aunque
nunca había dado de mamar. Ahora, analizándolo,
entiendo que en lo de convivir con gente, de joven, no
tuve mucha suerte, y de mayor tampoco… Una de las cosas que más disfrutaba era
cuando bajaba a lavar la ropa de los niños al río Arlanzón −entonces se
realizaba así la colada, ahí o en los lavaderos− con las demás muchachas que
servían en otras casas, y después, mientras se
secaba al sol, nosotras poníamos a parir a los amos. Eso, tan sencillo e
insignificante, aparentemente, nos sacaba de la rutina que nos sepultaba poco a
poco. La que más y la que menos, aprovechaba para verse allí con el novio. Yo
con los pensamientos y el afán de seguir buscando no sabía todavía el qué…”.
En la habitación de Michelle el
silencio hace la función de escape suavizando el sinsabor cuando no tienes nada
que decirte. De una bolsa de papel marrón, E.J. saca algunos sobres con
fotografías que ella clasificaba por año y ciudades: Atenas, Mississippi, Nueva
Escocia, Granada, Boston, Dublín, El Cairo…, y se las enseña a la vez que lee
las anotaciones del reverso que contextualizan aquellas cosas que la cámara no
inmortalizó en la imagen. ‘Lo recuerdo,
querido −piensa su mujer con los ojos cerrados y la lengua seca−, esa de ahí, no, no, la de abajo, está
hecha en el fiordo de Oslo. Cuánto disfrutabas al contarte que ese escenario fue
clave en la invasión alemana de Noruega en 1940. Uy, espera, espera, acércame
un poquito más la de la Torre
de La Doncella ,
en Estambul, ¿cómo era la leyenda que nos contaron? ¿Un padre le llevó a su
hija una cesta con frutas exóticas y dentro había un ofidio venenoso que la
picó muriendo en sus brazos? Sí, ¿verdad? ¡Ay!, mira las de Venecia en el
vaporetto navegando por el Gran Canal, cómo te mareaste al principio, después
no había quien te parase “¡fuck!” −emite un sonido inapreciable a modo de
carcajada−. Pues, fíjate, las de
Groenlandia se me habían olvidado. Ah, pero no las de Japón, espectaculares
esas del Gran Buda en Nara, y las de Iun Torii, del santuario Itsukushima, en
la prefectura de Hiroshima. Mírate ahí, qué gracioso, con los edificios del
templo construidos sobre el agua por detrás de ti. Ah, no, no, haz el favor de
esconder esas de ahí, no me gustan nada las del Haiden −sala de culto u
oratoria−, parezco más gorda y ya ves, menuda
figurita que tengo’, −quiere guiñarle un ojo, pero…’.
Los Harries apenas aparecen en público. Dicen las malas lenguas que cualquier día de estos
ocurre una desgracia, porque ya no se mantienen en pie. Michelle hace de tripas
corazón con todas sus fuerzas para que el endeble vínculo que le une a la vida no se rompa. Carlota ha amurallado un
espacio en el alféizar de la ventana, que considera muy suyo y defiende a
muerte, desde donde controla el misterioso mundo de los tejados. E.J., a media
luz, en el rincón que pasa más desapercibido de la cocina, casi justo al lado
de donde se integra el zaguán del patio trasero, sacia su hambre tremebunda con
unos bagel esponjosos y rellenos de
crema de queso. A cierta distancia de todos ellos, luchando contra las cosas
que me agobian, me bloquean y me hacen ser insoportable, seguramente, de cara a
la galería, contrariada, descubro en el espejo del armario que se me han caído
demasiado los pechos…
Ni las bajas temperaturas, ni la desidia que nos envuelve como sociedad hacen tambalear a tu pluma. Además de tener entre manos una historia potente, juegas con unos personajes con identidad propia. Adelante, y que el 2018 te regale muchas palabras.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, preciosa y generosa.
ResponderEliminarEs un auténtico regalo.
Felices los días.
Besos
Ángela
"ajustándose a la cordillera del mapa que trazará mi monólogo" una frase brillante de una escritura cada relato más madura y valiente... Sigue así.
ResponderEliminarCada quice dias estoy esperando tu relato y me encanta leerlo parece como si lo vivieramos.
ResponderEliminarEsperemos que el próximo año te siga conservando tan ubérrima para nuestro deleite, ah, y a Carlota dale arenques que seguro le gustan y también tiene Omega3.
ResponderEliminarZorionak eta urte Berri On.
Querida amiga, Tus relatos son tan vivos y reales que nos trasladan a ese ambiente de Nueva York, es una experiencia única
ResponderEliminarMuchas gracias por ser así, Besos
Gracias por el nuevo regalo. ¡Qué lujo leerte!
ResponderEliminarQuerida Mayte, sabes que compartiendo esperanzas, construimos futuro. Que 2018 nos permita seguir soñando.
Te camelo.
Gracias, no dejes nunca de escribir,es una gozada poder leer tus relatos. Besos
ResponderEliminarHemos hecho un bonito tour con el relato, voy tomando nota. Besos.
ResponderEliminarHay distintos relatos en el relato general, cada uno con sus características: las sesiones con E.J., el diario de Maura reflejando su pasado en Burgos, sus vivencias en Nueva York, las de los otros personajes (Michelle, los Harries, Carlota),...Es complejo, pero todo va encajando. Me ha gustado especialmente el último párrafo. Seguimos atentos. Un abrazo.
ResponderEliminar