Encima de la Penn Station , como se conoce coloquialmente a la Estación Pennsylvania ,
entre las avenidas Séptima y Octava de las calles 31 a 33, está el Madison Square
Garden, en la isla de Manhattan, paradigma de sueños, en
su mayoría inalcanzables, para gente, como yo, de clase baja. Dicen que en
realidad desarrollas el espíritu neoyorquino cuando has cruzado el puente de
Brooklyn a pie. Lo he hecho en varias ocasiones. Tanta grandeza junta hace que
te sientas muy pequeño, y a la vez afortunado, por disfrutar del skyline recortando el cielo en el
horizonte, otra de las maravillosas estampas que se contemplan residiendo en
esta zona del planeta. Hace años, por navidades, cuando las apreturas eran una molestia sin importancia para mí, quise vivir
ese ambiente como espectadora en primera fila. No paró de nevar en todo el día
y, a pesar del ir y venir de hombres y mujeres lanzados a la caza de un taxi
libre por aceras intransitables, cuajaron bolas blancas y compactas a ras de
encintado. La Quinta
Avenida se me antojaba como arteria alargada de cabezas a
colores. Un grupo de jazz tocaba a las puertas de la cadena de librerías Barnes & Noble. Eran tan buenos que les dejé un dólar en la funda
del saxo, toda una fortuna en mi agujereada economía de entonces. Supongo que tenía
ganas, −ya se han esfumado para siempre−, de
llegar hasta Herald Square, a los almacenes Macy’s, y subir a la planta donde Santa Claus tiene montado
su imperio, para preguntarle, sin rodeos, por qué demonios sigue sangrando
dentro de mí la llaga de la infancia como época gris… Pero en ese momento yo era joven y me sentía importante, así que dejé a un lado la rabia y la nostalgia y me apegué a la magia de los escaparates de Bloomingdales
y Bergdorf Goodman, consciente, no obstante, de que nunca pertenecería a ese mundo,
y sí al bebedor solitario llamado bar fly,
donde encajaba mucho mejor. Todos los caminos de regreso que te devuelven al
lugar de origen bajan los humos de lo que nunca seremos. Por eso, según entraba
en mi vecindario del Maspeth, el frío y la escasa luz me ubicaron en la realidad… En esa época Carlota todavía no
había aparecido, de lo contrario hubiera dicho que qué coño hace una aldeana
dando vueltas como tonta al pabellón deportivo, insignia de la ciudad, expresándose
en spanglish agitanado.
‘Pues
no me gustó nada, E.J., ¡qué quieres que te diga! Sonó a: “deja de venir a la
puta consulta de una vez, baby”. Me cogió por sorpresa esa reacción tuya, pero
ya ves, no te guardo rencor, he vuelto y te perdono’. Una leve brisa
pareció mover sus pestañas como reacción al comentario desentonado por mi
parte, lo reconozco. ‘Estupendo. Lo
importante es estar seguros y llevar a cabo las decisiones tomadas sin perder
el rumbo elegido. ¿Qué destacarías de la semana? ¿Algo importante por encima de
lo demás? ¿Cómo enmarcarías lo ocurrido a tu alrededor? No sé si me explico…’.
‘Mi mejor compañera, bueno la única que
me soporta, se jubila, porque ha tenido un
biznieto y la familia no puede pagar a una canguro que le cuide. Entre la
plantilla, menos los jefes y el encargado, le hemos regalado un abrigo baratito. Quería invitarnos
en el “diner” que hay a pocas cuadras de la
63rd St con Flushing Ave. Pero qué va, ya sabes
que los gringos sois muy formales cuando se trata de billetes, −algo se me
ha pegado en ese sentido−, así que, pedimos al “waiter” que nos trajera “separate checks”. Qué bueno
hacen ahí el sándwich BLT, aunque prefiero un toque de salsa “honey mustard” en lugar de
mayonesa. Me fui antes que ninguno, olía a despedida en plan halagos cargados
de hipocresía y no estaba dispuesta a participar en ello.
¿Por qué te cuento todo esto, “¡shit!”?’. ‘¿Y lo más molesto ha sido el retiro de tu compañera, no haber comprado
un abrigo de mejor calidad si hubieran participado los
que no lo hicieron, entrar en el juego de la adulación, o conversar conmigo de
la vida? ¿Lo tratamos?’. ‘Uy, ni
tinto ni blanco. Me jode más que Carlota no venga a psicoanálisis, con ella te
hincharías a llenar cuadernos. ¿Sabes que odio los camafeos? Madre tenía uno
tallado en hueso, una especie de silueta Neandertal que, más que atractivo, me resultaba interesante. A veces, a
hurtadillas, asomaba un ojo por la rendija del cajón de la cómoda donde lo
guardaba entre el velo de los lutos y la muda limpia para los domingos. Ahí,
apolillado, inservible, olvidado. Nunca me lo dejó, ni siquiera cuando propuse
llevármelo para tener cerca un recuerdo suyo, y poder tocarlo por si acaso no
volvía en mucho tiempo. Dio media vuelta, emitió un sonido tipo ¡quiá! Y, ya no
volví…’. ‘Reflexiona eso para la
próxima sesión: el camafeo, la figura materna, decir adiós para siempre…
Analízalo. A lo mejor tenemos que cambiar el día, igual no puedo, pero te aviso
con tiempo’.
‘¿Mr.
Coleman? −un hombre trajeado con burda imitación a Wall Street y mueca de
pocos amigos irrumpe en la habitación, apartando a Eric de sus cavilaciones−. Ha surgido un problema con el seguro “Ohio long
term care insurance” −da cobertura a
cuidados de larga duración incluso en residencia−. Pásese lo antes posible por nuestra oficina para resolverlo. Aquí le
dejo mi tarjeta’. La puso sobre la mesa auxiliar y se fue sin más, como vino.
E.J. se perdía en el laberinto de papeles burocráticos que le sacaban de sus
casillas, igual que altera la vista un ramal de tuberías convergiendo en el
colector asignado. Pero para él lo único importante en esos momentos era proporcionar
a Michelle el mayor confort posible. Cada día, bajo la cúpula de aquellas
cuatro paredes, luchaba contra la muy potente tentación de desconectarla del
aparato que la mantenía entre las rejas de una vida insana, que ya había asolado
la armadura de ese ser al que tanto agradecía. Ella adivinaba el sufrimiento de
su marido, el trago de verla así, la tristeza vitalicia por no poderse
comunicar con palabras y la plomiza monotonía que le cogía todo el cuerpo.
Sabía que el final se acercaba, aunque el muy cabrón lo hacía lento, lento,
lento… Y comprendía, quizá tarde, que las cosas importantes son aquellas que
pueden darte los demás, y no lo material que nos hace bastante insensibles.
“Nueva York. Decimoquinto día de la
segunda quincena de noviembre. Al apearme del tren en la Estación del Norte de
Burgos conté siete campanadas en el reloj de la fachada. La atmósfera
destemplada que ya en sí despedía el edificio a través de la piedra y el ladrillo de su construcción −humanizado por el olor
a sudor y a café con leche que salía de la cantina al lado de la sala de
equipajes− me dio una pista aproximada de lo
complicada que sería mi estancia en esa ciudad y
de la que saldría gracias a un golpe de suerte, una oportunidad de las que sólo
pasan una vez en la vida. Me acerqué a la zona de venta de billetes y pregunté
por la dirección que llevaba escrita en un papel. Di
como referencia la plaza de Santa María, donde está la Catedral. Minutos
después golpeaba el pomo de un pesado portalón de madera. La simpática mujer
que abrió y me estrujó contra su cuerpo tenía
pechos de ama de cría. Las reglas de mi trabajo consistían en lavar, tender,
planchar y vuelta a empezar, la ropa que continuamente ensuciaban los trillizos de la señora. También mantenía
hirviendo el agua donde se esterilizaban las tetinas y biberones. Libraba dos
horas por semana, que daban para poco más que
visitar a las primas de mi tía, que preparaban
galletas con canela y un toque de limón. Ahorraba todo mi sueldo, porque no gastaba en comida ni cama y aprovechaba las ropas que ellas me daban hasta
quedarse viejas. Estaban al tanto de la aldea,
así supe del casamiento de mi hermano mayor con la hija mediana del alcalde, y
que al pequeño le extirparon la vesícula. Cuatro mujeres y tres hombres
(jardinero, chofer y mayordomo) completaban la
plantilla doméstica en la casa. Nosotras cargábamos con la faena más dura a nuestras
espaldas, incluido el cultivo del huerto que había a las afueras. Juntándolo
todo hacíamos jornadas, a veces, de unas dieciséis
horas diarias: tres bebés, cuatro adolescentes, el matrimonio, la abuela y los
arrimados, daban muchos quehaceres. A la señora, con una crisis posparto de
caballo, no le caía bien, pero yo aguantaba, no tenía nada mejor y debía
respeto a las que me consiguieron el empleo”.
Antes de esto recuerdo mi piel
cuarteada de soledad en el apeadero, las toses repugnantes del único responsable
de las dependencias, el silbato del tren que iba a sacarme del infierno, el pan
y tocino que me llevé de la despensa masticando con desgana trozos diminutos
por no desfallecer, el agua de la fuente que arrastró consigo mis lágrimas y
aquellas montañas picudas y desafiantes que tapaban el reflejo de la luna…
Dejo a un lado mis notas y, aunque no
lloro, escondo la cara por detrás de la timidez. Asumo mis lagunas: las
dolorosas mejor dejarlas donde están, y las de la edad porque la incontinencia
del tiempo ya las ha barrido. Carlota ha estado pendiente en todo momento sin
inmiscuirse ni hacerse notar, respetando el espacio del pasado que me pertenece
sólo a mí. Pero va llegando su hora y hociquea mis zapatillas en plan remolona,
con esa particular manera, tan suya, de manifestar sueño y decir que me deje de
coñas. Sin embargo, para alguien como yo tan falto de cariño, lo interpreto
como la más grande demostración de afecto que jamás nadie me haya hecho. Escucho
mucho revuelo en el edificio, puertas que se abren y cierran dando portazo, pasos
acelerados bajando por las escaleras, respiraciones contenidas. Afuera, jaleo
de sirenas dando la alarma de que algo no va bien. Un coro de lengua con acento
diferente, solapando el eco de unas con otras, luchan por hacerse entender y
contarnos que la policía se ha llevado esposados a unos delincuentes que
intentaban sacar con un alambre algunas monedas
de la secadora en la lavandería… Delito sin importancia y muy frecuente. Chorizos de poca monta, grita una voz rota, a la par
que alguien arroja un jarro de agua fría desde una de las ventanas…
Mayte, hoy me he despertado y lo primero que he hecho es leer tu relato. Me dejas sin palabras, como cuentas los sentimientos y como describes las cosas......sigue asi escribiendo.
ResponderEliminarUn beso grande
Pues yo en domingos alternos necesito el pastel de hojaldre relleno de crema, y saborear tu relato. A los de este oficio les resulta muy difícil permanecer a tu altura.
ResponderEliminarQue bien cuentas las cosas!! Veo Nueva York, sin conocerlo,con tus estupendas descripciones, y luego esa forma de contar los sentimientos... Una gozada!!! Besos
ResponderEliminarGracias querida amiga por tu bello relato, me hace recordar mi corta estancia en N.Y., a través de tus relatos, creo que aprecio más esta ciudad, Es hermosa la descripción del paisaje y de los sentimientos, un abrazo fuerte
ResponderEliminarAgradezco que de nuevo que nos entregues un poquito más de eso tan bonito que tienes dentro. Qué placer leerte, "ir" de tu mano por lugares no explorados, tan distantes... y hacerlo con tanta naturalidad, como si viviese allá. ¡Un regalo, querida y admirada Mayte!
ResponderEliminarVoy a por el siguiente. La historia pinta guay. Un beso.
ResponderEliminarInteresantes frases para la reflexión y muy bonita historia Mayte. Besos.
ResponderEliminarCon esta historia estás cuajando un estilo literario muy personal. Comienzas el último párrafo del capítulo con estas palabras "dejo a un lado mis notas y, aunque no lloro, escondo la cara por detrás de la timidez". Sin duda esto que escribes tiene entidad propia, te descubre y pone de relieve tu nivel como autora.
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