Al contar la vida a
pedazos nunca sabes cuánto hay de objetividad en tus palabras, ni la proporción
aumentada, fruto quizá del anhelo respecto a cómo te gustaría que hubieran
sucedido las cosas. Pero estoy en condiciones de asegurar que me ajusto
bastante a la realidad. He vivido lo que refiero… La indiferencia ejercida por
los míos, algo complicado de asimilar cuando eres joven (y de mayor tampoco,
¡eh!), ha curtido mi piel enseñándome a relativizar acontecimientos ocurridos a
posteriori, ya que todo, por trágico que parezca en el momento, se supera...
Tengo que ir a la clínica veterinaria a coger cita para Carlota, pues la
encontraron otitis hace unas semanas, molestia
que la ha vuelto un poco más lenta. Yo arrastro un fuerte dolor en el costado
que me impide llevarla en brazos, menos mal que el
marido de una compañera, muy apañado resolviendo manualidades, ha fabricado una
plataforma sobre ruedas cubierta con una funda de cuadros escoceses para
transportarla. Ella apareció por casualidad, igual que llegan los grandes
amores. Me aficioné a la comida asiática, lo que me convertía en clienta asidua
de Gold City Supermarket, cercano a Kissena Blvd, y enclavado en un recinto
abierto con más tiendas. Al otro lado de la calle está uno de los restaurantes
japoneses más baratitos de la zona. Una noche, cerrado ya el local, el
matrimonio de origen tokiota que lo regenta, cuando sacaba los cubos de basura a la parte de atrás, agudizando
el oído antes de cerrar la puerta, creyeron escuchar el llanto de una criatura.
La vieja gata que merodeaba siempre los alrededores buscando comida había
tenido una camada de seis crías. Al día siguiente, festivo, almorzando allí −voy
cenando menos−, me contaron el episodio tal y
como he narrado. Cuando entré en casa llevaba a uno de los cachorros envuelto en mi bufanda y acurrucado en una mano, y en la otra una bolsa con leche especial y jeringas
sin aguja para dársela. Eso es lo más cerca del instinto
maternal que he estado nunca. Desde entonces aprendemos a conciliar, y en esas
estamos…
‘¿Pero
por qué te cuesta tanto hablar, Maura? Son muchos años viniendo a terapia y
sabes de sobra cómo va esto. Además, hemos trabajado mecanismos para fomentar la
seguridad en ti misma que hasta el momento has controlado bien, así que
tendrás que averiguar cuáles son los motivos que te bloquean’. No tengo
valor para sincerarme expresando que me produce verdadero pudor quedarme
desnuda delante de él, observada fijamente en todos y cada uno de los gestos
que hago, de cómo digo según qué cosas y consciente de que toda reacción por mi
parte deja más vulnerable el código que abre la trampilla emocional. ‘Es que soy muy tímida. ¡Ya me conoces! Y me
cuesta, pero cuando arranco… No te haces idea las veces que he querido hacer un desvío en
mis hábitos y mudarme de casa, amueblar otro espacio diferente donde recibir al
amante del momento, iniciar dietas equilibradas controlando el peso −en
realidad esto último lo digo para mí, porque no he puesto ningún empeño en
hacerlo−, y buscar un trabajo que me
hiciera más feliz, porque desde luego contar latas de sardinas, entre otras
muchas cosas, no me hace… Supongo que el miedo a lo desconocido viene de las
malas experiencias. Apenas llevaba doce meses en el supermarket donde empecé en
el turno de noche vigilando que no robaran de los estantes, reponiendo los
artículos que faltaban y pasando el plumero por encima de los paquetes de
compresas, cuando me entero de que a dos manzanas de allí acababan de poner una
lavandería y buscaban personal. El sueldo era algo mayor y me decidí, por
intentarlo no perdía nada. Esto pasó con la persona encargada de entrevistarnos:
“¿Nombre? Maura Pumares. ¿Estado civil? Soltera. ¿Lugar de nacimiento? Soy de la Comarca del Ebro, en
Burgos, España. ¿Latinoamericana? No, no, española. Pues eso, de América
Latina… ¡Si usted lo dice! ¿Y qué sabe hacer? ¿Yo?, limpiar retretes y ordeñar
vacas…”. Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses, más allá de
vuestras fronteras, −habrá excepciones,
como es lógico− tenéis una vaga ubicación
geográfica de dónde está el resto del mundo’. ‘Puede ser’ −opina un apagadísimo Mr. Coleman−. ‘Aunque eso ya me da igual. Total, a estas
alturas de la película no pienso discutir sobre si mi país de origen está en
Europa o en las Antillas’. ‘Igual
tienes alma de maestra y no lo sabes, mira tú por dónde’. ‘¡Ja!’, −desafío a E.J.−. ‘¿Quieres decirme algo en concreto?’. ‘No. Bueno, sí. Tal vez. Puede…’. ‘Qué’. ‘A
lo mejor es una tontería, pero a veces me pregunto que si cambiar significa
pulir el nuevo entorno en un diseño desconocido, ¿por qué razón acobarda
desencasillarse? Estoy llena de reproches y las rachas
de insomnio son una tortura. ¿Podría haberlo gestionado todo mucho mejor?, pues
sí, ¿y quién no? Si Carlota hablara, diría que sufro de falta de interés. ¡Uf!,
creo que me estoy yendo por las ramas. Quizá no vuelva por aquí, Eric. No hallo
alivio alguno en estas charlas, todo lo contrario, me producen un malestar
intenso’. ‘¿Te parece bien cortar por
lo sano el tratamiento así, de modo tan brusco?
Mira, hagamos una cosa, mantenemos la cita de la próxima sesión y tú decides
libremente venir o no, ¿vale?’. Según caminaba hasta el metro, el primer
contacto con la realidad colocó en mi paladar la amable textura de un taco
mexicano relleno con carne de pollo y comprado en un carrito callejero, junto a
la firme decisión de volver a la consulta del psicoanalista.
“Nueva York. Decimocuarto día de la
segunda quincena de noviembre. Mucho antes de asomar las primeras hebras del amanecer, cuando todavía nosotros estábamos en pleno sueño,
padre contaba el dinero que después guardaba debajo del aparador dentro de un
calcetín suyo. Siete, once, veinticinco, ochenta y nueve… En el silencio de la
noche, desde el dormitorio y tapada hasta el cuello con la manta, yo calculaba
la cantidad que había por el ruido que hacían las monedas al caer una sobre
otra, llevándome a fantasear inocentemente convencida de que éramos ricos. Por
eso, a menudo preguntaba a madre si teníamos más billetes que nadie en varios
kilómetros a la redonda, siendo su respuesta una hostia
en la cara y no es asunto tuyo, mocosa. Para una aldea de vida aburrida el
mayor espectáculo del mundo es cualquier cosa que proceda fuera de lo rural, de
lo relativo al campo y sus quehaceres. En la mía fue que la Guardia Civil
estacionó un furgón delante de nuestra casa, y a la par se produjo el manchón
negro y definitivo que estampé en la honorabilidad de la familia. Al parecer yo
era la última persona que había visto con vida al sacerdote, por lo que tenía
que acompañarles a declarar al cuartelillo. Fui
sola, pero antes de salir oí cómo crujió el suelo de madera en la habitación
contigua. Supuse que serían mis hermanos moviéndose de ventana en ventana para
no perderse la función. Un hombre de largo bigote y modales groseros aporreaba
las teclas de la vieja Olivetti transformando en palabras todo lo que les
decía: ‘la noche se nos echaba encima y
había que apresurarse −proseguí−.
Recuerdo que el cura caminaba muy cerca, no sé si para protegerme o por miedo a
caerse él’. Omití, el asunto de la violación, de la sangre reseca en mis
piernas, del desprecio que sufría desde entonces, de la sospecha respecto a si
la muerte del religioso estaba relacionaba con algún ajuste de cuentas
(imposible pensar en los míos). Tampoco mencioné el detalle desagradable de la halitosis en el aliento de mi agresor, ni que
recogí, instintivamente, sin saber muy bien por qué lo hacía, el pañuelo que
tiró con sus babas, en el que aún permanecía su ADN. Salí de la sala de
interrogatorios cubierta de soledad, pero decidida a realizar los cambios que necesitaba para sentirme libre. Visité a mi tía y,
mientras daba de mamar a su bebé, buscamos la manera más razonable de emprender
el camino hacia Burgos…”.
‘Llevo
prisa, lo siento. Les veo mañana. Pues sí, está empezando a llover −digo a
los Harries, cuyos dedos señalan hacia el
guirigay que se va a liar en el cielo−,
tengan cuidado y pónganse bajo cubierto’, grito desde el cruce de Maspeth
Av. con la 58th st, donde intuyo que
van a comer pizza en un local legendario. He quedado con mi amiga,
vamos a oír un mini concierto de cuerda ofrecido por estudiantes de
arquitectura, entre los que se encuentra su nieto. Con ello recaudarán fondos
para el viaje final de carrera que quieren hacer a Memphis, la cuna de Elvis.
Lo convocan en un lugar especialmente bonito: Travers Park, en el barrio de
Jackson Heights, en Queens. Y no es que la cosa del arte me llame la atención. Si
soy sincera, este tipo de actos me aburren y
dan hambre. Yo soy más de culebrón de telenovela, pero todo sea por la amistad
que me une a la abuela.
Las visitas diarias de Eric a su
esposa se están convirtiendo en pura rutina exenta de alicientes. Siempre lo
mismo, calcado un día de otro… Entra, y bordeando con los ojos el perímetro de
la cama para no tropezarse, se gira, respira hondo, se sienta en la silla que
hay junto a la ventana y aprovecha para dar una cabezadita. Michelle, molesta
por el olor a orines, y no suyos, desde la mordaza inmóvil que la ata a la
enfermedad, hace uso de lo que todavía no le han robado: la capacidad de pensar.
Nunca estuvo enamorada de su primer marido, fue tan sólo el vehículo que la
convirtió de chica pobre en mujer de un Stockbroker,
en Wall Street, enviudando cinco meses más tarde, después
de que él cerrara una operación de bolsa que la colocó a ella en el ranking de
las personas más pudientes de Brooklyn. A medio camino del ahogo trata de
ablandar una flema contundente, aunque si la máquina no pita y no vienen con el
aspirador de secreciones puede que la
habitación vaya oscureciéndose poco a poco… Las imágenes de la noche de bodas
en un motel cutre de Las Vegas, con el fracaso sexual que vivieron, acaparan su
memoria, junto a la agonía de no haber tenido valor de enmendarlo nunca. Ahora
comprende que aquello no fue más que el preludio de una unión frustrada…
Paso de puntillas hasta el dormitorio
para que Carlota no vea la rojez −es tan lista la jodía− que traigo en los ojos: tormenta de cócteles con aparato
eléctrico. Pero antes de reaccionar y hacerla bajar de mi cama, acaricio su
vientre y nos quedamos dormidas…
Gracias por un nuevo pedazo de vida. Bss amiga
ResponderEliminarNo sé quién me enamora más si La Paya o E.J., Michelle o los Harries, Carlota o tú, pero esta historia me tiene cogida.
ResponderEliminarTu si que eres lista jodía, con perdón, nos tienes enganchados a todos a este multi relato esperando no sabemos qué, al menos es lo que me pasa a mi y deseando a la vez que se alargue en el tiempo.
ResponderEliminarSe va precisando el devenir del personaje principal, a la vez que las historias de los demás: Michelle, Carlota,...
ResponderEliminarSeguimos atentos.
Me sigue encantando lo que cuentas y la manera de hacerlo.
ResponderEliminarBuenos dias Mayte, me ha costado mucho poder leerlo.
ResponderEliminarPero la verdad te engancha la historia y (como escribes de bien) parece que lo estamos viviendo.
Me encanta la historia de cada personaje, y de como la cuentas, aunque a veces me pierdo y tengo que volver a leer, quién dice qué, pero me viene genial para no saltarme ni un detalle. Gracias Mayte por entretenernos con esta bonita historia.
ResponderEliminarGracias por esta nueva entrega, la he disfrutado mucho y espero seguir disfrutando muchas más. Besos.
ResponderEliminarEs fantástico leer tus relatos, Que bien describes los sentimientos de las personas de habla hispana que por el motivo que sea viven en Estados Unidos y en especial en Nueva York
ResponderEliminarMuchas suerte y un fuerte abrazo amiga