Los cambios de luz cayendo
en cascada sobre las fachadas de los edificios traen consigo el principio del
otoño, y los de la vida la oportunidad de abrirse a otros horizontes para
crecer como seres humanos. No sé muy bien qué hago delante de este montón de
cuartillas rayadas y amarillentas, ni cuáles son
los verdaderos motivos que me empujan a escribir en ellas sobre mi pasado.
Tampoco tengo calculado el tiempo que me llevará hacerlo, ni si a mitad del
proceso deje de tener sentido para mí y lo mande todo a tomar por saco…
Me llamo Maura
Pumares, aunque en mi tierra me conocen como la paya, porque de niña jugaba en la ribera del río con los
gitanillos de las chabolas cercanas a la falda del apeadero. Vivo de alquiler
en Queens, en un apartamento modesto, en el vecindario Maspeth, donde residen muchos inmigrantes europeos, y por
donde a veces camino absorta con mi taza termo en una mano y un fular estampado
arrastrando por el asfalto en la otra. Comparto el techo con Carlota, mi vieja
y mansa gata, que me espera moviendo la cola de
un lado a otro, o lamiendo el respaldo del sillón, cosa que, dicho sea de paso,
me da muchísima rabia. Un par de veces en semana vuelvo tarde, justo cuando
atraviesan Manhattan las ramas que esparce el árbol de la noche. Soy
introvertida, desconfiada y tengo un punto maniático que, según el estado de
ánimo, desarrollo más o menos.
Corre una brisa
agradable y aún queda una hora para acudir a mi cita en Brooklyn. Así que, me
paro en un puesto de perritos calientes y compro uno con bastante mostaza y
mucho chili.
Eric J. Coleman (E.J.) es un tipo con pinta de investigador privado que
parece a punto de destapar el escándalo del siglo, alcanzar la fama y retirarse
de por vida a Bahamas. Su pelo ensortijado aún conserva los últimos reflejos de
lo que debió ser un rubio intenso. Es rechoncho, gracioso de cara, con los ojos
siempre arrugaditos, risueños, y luce tirantes
fluorescentes que, como dos largas autopistas onduladas, atraviesan su
prominente barriga. De profesión psicoanalista (esta práctica en América da de
comer a muchas familias), tiene la consulta dentro de su propio domicilio, en Bushwick
Ave, un bulevar amplio, de doble carril en ambos sentidos y arbolado. Es una
persona cercana que te hace sentir entre amigos. Inicia todas las sesiones
desde la naturalidad, sin usar ningún estereotipo o técnica aparente. Es decir,
te va metiendo en conversación con mucha habilidad… La primera vez fue
escalofriante escuchar lamentos y lloriqueos procedentes del piso de arriba.
Después he sabido que los emite Michelle, su esposa, encamada desde hace más de
una década a consecuencia de una extraña
enfermedad que él califica de fantasma, puesto que no deja rastro y a día de
hoy no hay manera de localizar su origen, y en la que
el enfermo va quedando en estado vegetativo.
‘¿Te
apetece agua? −asiento con la cabeza. Saca una botella de medio litro y la
desprecinta antes de dármela−. ¿Cuéntame
cómo has llevado la semana?’. ‘Bueno,
un tanto rara. No creas que me siento cómoda en el trabajo, he tenido un
desencuentro con el encargado. El muy idiota dice que ya estoy mayor para
seguir de cara al público, que mejor me quede en el almacén clasificando la
mercancía. ¿Acaso sabe él cómo tratar a mis clientes? Cuáles son sus gustos,
sus marcas favoritas o lo que les preocupa. No, ¿verdad? −E. J. sonríe y abre el cuaderno donde supongo que desmenuza con
palabras parte de mis emociones−. ¿Te he
dicho que a pesar de los años que llevo aquí todavía no se me ha ido del olfato
el olor a leche recién ordeñada, ni la imagen de las manos grandes de mi padre
aliviando el peso de las ubres? Nuestra vaquería era un negocio pequeño, de corto
recorrido, no te vayas a pensar que facturábamos como hacen ahora las
industrias lácteas, que no. Nosotros abastecíamos a un área minúscula de la Comarca del Ebro. Con padre a pie de obra, madre luchando con el ganado y las faenas domésticas, y mis
hermanos en la cadena de reparto, yo reivindicaba con firmeza un espacio común
junto a ellos. Se me daban bien los números, y por fin empezábamos a obtener algunos
beneficios. Alguien tenía que ocuparse de las cuentas, ¿no?’. ‘¿Y qué pasó?’ −pregunta E.J. haciéndose
de nuevas, aunque lo sabe de sobra−. ‘Pues
nada, que la mancha de la desigualdad se expande como la lava… ¿Sabes lo que
decía mi abuelo cuando alguna mujer destacaba en determinados campos que él
consideraba de hombres?: “hembra espabilada mejor atada”. ¡El muy cabronazo!’.
‘¿Y cómo reaccionabas ante la negativa a
que entraras en el mundo laboral? ¿Tu madre, por aquello de ser mujer, se
solidarizaba contigo…?’. ‘¿A ti qué
te parece, coño? Pues mal, lo encajaba fatal, lógico. Y no, mamá no estaba para
esos menesteres tan plañideros…’. ‘Bueno,
por hoy hemos terminado. Trabájalo. Anota aquello que consideres importante y
luego lo comentamos, y si necesitas adelantar la sesión no dudes en llamar.
¿Fijamos en principio mismo día y hora para la siguiente semana?’. ‘De acuerdo. Pero el ejercicio que me pides…
No prometo nada, ¡eh…!’.
E.J. abre una caja de madera que
simula el lomo de un libro y saca del interior tabaco de liar. Aparta la
cortina. Apenas media docena de niños, sentados
en un escalón de la calle, solitarios y silenciosos, desplazan de un lado a
otro un balón tan desganado como lo están ellos. El cielo, oculto tras una capa
gruesa de niebla, dibuja en las aceras empobrecidas de luz artificial siluetas
que en la oscuridad parecen siniestras. Apaga el cigarrillo después de haberle
dado dos caladas profundas, y sube despacio las escaleras que le separan de su
otra realidad. La sanitaria que atiende a Michelle aguarda junto a la cabecera de la cama el inminente
traslado en ambulancia a una residencia de mayores donde recibirá cuidados
especiales. Cuando Eric entra en el dormitorio, apenado por haber tenido que
tomar esa decisión, ella aprovecha para ir al
baño y así dejarles a solas. Se queda casi en la puerta, con las manos en los
bolsillos del pantalón y pintando en la alfombra una media luna con la punta
del zapato. Vuelve abajo y pasa a limpio sus notas, asegurándose
de hacerlo en el cuaderno donde pone Maura… Desde el otro lado de la isla se
acerca el ronquido seco de una sirena que parpadea, y
todo parece quedar muy lejos… ‘Mr.
Coleman, han llegado los camilleros. ¿Les acompaño, o
lo hace usted?, −dice la enfermera−. ‘No
se preocupe, márchese, yo me ocupo. Gracias por todo. Tenga: una carta de
recomendación. Mañana le ingreso en cuenta el salario del mes y lo acordado del
despido’.
Pasa el metro elevado a gran velocidad
haciendo temblar todos los edificios colindantes, incluido el nuestro, que parece como si fuera a desplomarse. Carlota,
asustadísima y a punto de darle una taquicardia, me salta encima hasta que, haciéndola hueco, consigue
enroscarse. Son algo más de las cuatro de la madrugada. Ya no duermo ocho horas
seguidas. Ahora me despierto durante la noche
conciliando un sueño envejecido y transformado en un ligero vaivén, o roto
también por el trasiego de los aeropuertos de la ciudad: John F. Kennedy y
LaGuardia Airport. Suena el microondas, han terminado de salir todas las
palomitas, pongo dos puñados en My cat's
dish, y el resto en un cuenco, que coloco junto a una Coca-Cola.
Leo las primeras palabras conjugadas y sigo escribiendo según sugerencia de E.
J. “Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre. En casa nunca
funcionó el lenguaje del tacto. Por más que trato de encontrar alguna caricia
que me transporte a la infancia soy incapaz. Sí, en cambio, las miradas severas
de mis padres marcando el camino, dando importancia a lo que para mí carecía de
ella, y obviando aquello que yo deseaba. A menudo me he preguntado qué escala
de valores era la más adecuada, si la suya o la que yo empezaba a conformar.
Dicho de otra manera: era significativo que
pusieran el grito en el cielo ante el hecho de
quedarme entre documentos en la oficina improvisada en el corral, desoyendo
cualquier posibilidad que me hiciera medianamente feliz, y, sin embargo, no tuvieran en cuenta lo peligroso de
ir sola hasta el pueblo vecino, a la escuela, por un sendero estrecho (a un
lado el acantilado, al otro la montaña rocosa…). Aquel día me entretuve más de
lo acostumbrado. Apenas un gajo de luna alumbraba el campo. Según pisaba, en el
suelo crujían las chinas entremetidas en el barrizal de tierra. El miedo
aumentaba las ganas de hacer pis. De repente… La siguiente imagen que me
aparece es que uno de mis hermanos me sacaba en brazos del bosque, mientras que
el otro quitaba pegotes de maleza adheridos a los bajos de mis ropas…”. Carlota
se ha despertado y continúa panza arriba.
Eric se acuesta en el mismo diván
donde lo hacen sus pacientes. Ha acondicionado unas almohadas y tiene echadas por encima
algunas mantas de viaje. Está agotado y se siente vacío. Ha sido una jornada
desgarradora, muy dura, de grandes cambios, pero con tanta presión le es
imposible cerrar los ojos. Prende la lámpara de la mesita auxiliar y ojea una
revista. “El psicoterapeuta: verdades y mentiras de un hito”.
Salgo rápidamente de
la ducha, hoy me toca hacer en el primer turno part time (media jornada) compensatoria a la pensión que por sí
sola no me alcanzaría ni para comer poco más que hamburguesas diarias. Tras
abandonar el apartamento dejando a Carlota de guardia, que por cierto se está
poniendo las botas con un pienso nuevo rico en proteínas, me encamino hacia el
vecindario latino donde se ubica el supermarket
en el que trabajo de cajera. Un par de mujeres abandonan la cafetería de la
esquina, a una de ellas todavía le quedan restos de croissant en el labio inferior. Las conozco, son conductoras de la
línea Q de autobús y clientas de la misma peluquería a la que yo también voy…
Eric se prepara para dar una conferencia en Columbia University. Después visitará a
su esposa y, por último, atenderá las visitas
programadas para la tarde. ‘Háblame del
bosque, Maura’, −dice E. J., sacando de la cajonera un puñado de pañuelos
de papel…
Ya se te echaba de menos, nena. Respiras muy bien el ambiente neoyorquino, presiento que la historia promete.
ResponderEliminarYo también pienso que este relato promete, la entrada en acción engancha aunque aún tengamos a Andy en la memoria.
ResponderEliminarBuen comienzo de temporada. Gracias y que te vaya bien.
ResponderEliminarEsta nueva historia tiene muy buena pinta, seguro que me va a gustar.
ResponderEliminarUn beso grande y sigue con mucha ilusión
Gracias por volver con una escritura valiente, madura. Nueva York, Maura y su gata, Coleman y su diván, prometen... Ya espero la siguiente entrega.
ResponderEliminarSe esperaba con ganas, un regalo de nuevo para los domingos.
ResponderEliminarUn beso
Me alegro mucho de que tengas listo un nuevo relato.
ResponderEliminarYa lo comentaron más arriba. Este relato promete.
Abrazos desde Málaga.
Me ha encantado tiene unos ingredientes interesantes. Al principio una descripción muy neoyorquina, espero las próximas entregas con impaciencia. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarEl nuevo relato empieza de maravilla, enhorabuena. Espero con ganas la siguiente entrega. Besos.
ResponderEliminarDe nuevo las historias vitales con idas y venidas en el tiempo, las descripciones detalladas, de lugares y de emociones, el análisis (auto y psico, en este caso) profundo,...Seguiremos disfrutando el relato. Un beso.
ResponderEliminarYa "enganchado", prendido, absorbido, sintiendo... ¡VIVO!
ResponderEliminarGracias Mayte, he "llegado" tarde pero ya aquí, contigo, con la piel dispuesta a ser alterada... Te camelo.
Me encanta como lo explicas, yo estaré por aquí también en la segunda quincena de noviembre y espero inspirarme al menos como tú-
ResponderEliminarMe ha encantado y enganchado, se ve una historia interesante de la que se puede aprender mucho. Gracias Mayte!!!espero impaciente la siguiente!!
ResponderEliminarMari Carmen.
De la historia de Maura, de la Comarca del Ebro a Queens, NYC. Una lectura corta y desintoxicante de tanta cataluñidad...
ResponderEliminarMayte, lo he leído y me atrapó desde el mismo principio. Incluso me trajo muchos recuerdos de mi hijito, que también vivía en Queens, en uno de sus edificios. He llegado hasta el final, deseando que lleguen ya nuevos relatos con la historia de Maura. Desde ya te garantizo el éxito de esta nueva historia.
ResponderEliminarUn beso grande,
Tere