Bean lleva siete días
en Reino Unido, y la casa se me cae encima. Las baldosas supuran tristeza por
las juntas, desencolando el cemento cuarteado,
y la soledad enrarece tanto el ambiente, que ni siquiera pasando la aspiradora
por los rincones soy capaz de devolver la armonía a mi persona. Hiroshi, un apasionado
del bricolaje, muy perfeccionista en el acabado de lo que arregla, viene, con
la excusa de desatascar el fregadero, a ver cómo estoy. En la despensa busco un
paquete de té verde para hacernos una infusión, pero sólo veo galletas
dietéticas, que detesto tanto. ‘¿Cómo estás, Andy?’. ‘Raro’, −contesto−.
‘¿Por qué no te vienes de vacaciones con
nosotros a Japón? Mizuki y Keiko tampoco han estado. Será divertido, lo
pasaremos bien. Aquí realmente no haces más que dar vueltas a las cosas.
Piénsalo, y nos dices. Partimos dentro de un mes y hay que prepararlo todo’.
‘Uf, no sé qué decirte, mijito. Para
entonces habrá vuelto el inglés y… Pero bueno, deja que lo consulte con la
almohada. Me apetece muchísimo…’. A estas alturas de la historia sabemos que
he aprendido del abuelo Miguel a trazar una ruta en el mapa, coger cuatro
trapos, algo de dinero, unas buenas botas y lanzarme a la aventura cuando la
melancolía viene desbocada a agarrarme por las pelotas…
Kōbe es una ciudad exótica e industrial, de las
más pobladas del país. Bastaron 20 segundos para que un terremoto de 7,2 grados
en la escala Richter la destruyera. ‘¿Veis ese espigón de ahí, el que está
destrozado junto al nuevo?, −señala Naoko−. Lo han dejado tal cual para que no olvidemos lo que pasó. Nuestra
zona, adinerada y residencial, fue una de las
menos afectadas. Sin embargo, el barrio de Nagata estuvo muy castigado’. Hiroshi traga saliva, se limpia las
lágrimas y dice: ‘Nosotros por suerte no nos encontrábamos en la isla de Awaji, sino en Tokio, por un asunto familiar,
de lo contrario…’. Las niñas, que ya
no lo son tanto, me abrazan compungidas. ‘Vamos al Earthquake Memorial Museum −propone
Naoko−. Hay grandes pantallas donde
reproducen el seísmo’. Mizuki y Keiko están agotadas, pero resisten porque
saben que para sus padres es importante compartir esas experiencias. “Dejé por
ti un temblor, dejé una sacudida,/un resplandor de fuegos no apagados,/dejé mi
sombra en los desesperados/ojos sangrantes de la despedida”, susurro casi al
oído estos versos de Rafael Alberti. ‘Entonces
ese mismo año os conocéis en el festival de Jazz, ¿no?’, −pregunto−. ‘Qué va, fue al siguiente’,
−contesta Hiroshi−.
Las chicas se han quedado atrás,
enganchadas a las redes sociales. Nosotros esperamos pacientes en el jardín
Sorakuen, donde se ubica la residencia de un antiguo alcalde que, al igual que
las viviendas contiguas, fue derribada durante la Segunda Guerra Mundial,
siendo reconstruido todo el conjunto posteriormente. En medio hay un estanque
rodeado de arbustos tropicales llamados sotetsu.
Estamos en Kitano-chō, distrito a los pies de la cordillera de Rokko. ‘¿Y vuestra boda?’. ‘En realidad nos casamos por lo civil un año antes de que naciera Mizuki,
y lo hicimos en Toronto, −dice Naoko−.
Para mis padres he sido la hija díscola que iba contra las normas de esta
sociedad tan estricta con las mujeres: caminar dos pasos por detrás del hombre,
no opinar abiertamente en público, desposarse con alguien del mismo entorno y posición
social…, características que pueden darse también en otros países, sin duda…’.
‘Nunca fui de su agrado −continúa él−, creían que me movía sólo por dinero: un
cazafortunas muerto de hambre. Los míos tampoco admitieron que no me dedicara
al campo, siguiendo la tradición. Nos gustaría tanto cambiar el criterio de
unos y otros que… Pero hay cosas imposibles. Nuestro mayor deseo era casarnos
rodeados de los nuestros, pero cuando lo comunicamos fue tal el desprecio que
nos volvimos a Canadá. Aquello supuso para nosotros la ruptura definitiva. Ya no existían
puentes, porque lo estricto y encorsetado acababa de cargarse el sentido común. De
repente nos sentimos intrusos en el país que nos vio nacer…’.
El día ha dado para mucho. Me duelen
los pies y tengo ganas de llegar al hotel para meterlos en agua caliente. Sin
embargo, no puedo ser descortés y acompaño a Hiroshi a la cafetería giratoria
de la Torre del
Puerto de Kōbe, donde se alcanza a ver hasta la bahía de Osaka. ‘Aquí veníamos Naoko y yo al principio de
conocernos para mezclarnos entre los turistas y pasar desapercibidos. En Japón
no solo se estremece la tierra, lo hacen también las entrañas de quienes tienen
que irse fuera. A mí se me ha tachado de oportunista en lugar de
enamorado. No te voy a engañar −añade, eligiendo muy bien las palabras−, a veces en Toronto echo de menos espacios
acogedores como éste en el que ahora estamos, pero después comprendo que con el
ser humano se mueve también el paisaje propio que incorpora cada uno, donde
cabe lo bueno y lo malo, el éxito y el fracaso, el cariño y el desconsuelo…’.
Las luces de neón brillan a lo lejos, parpadeando como ramos de colores
distribuidos por la ciudad para que nadie se sienta solo. Estoy vivo. Percibo
el fuerte olor, que el viento deja caer como gasas, al salitre del mar de esta
manga del Pacífico, que me recuerda a otros muelles donde, para no extraviarlos
en las mudanzas, guardé momentos de amor y de despedida. ‘Le echas de menos, ¿verdad?’, −pregunta Hiroshi de repente−. ‘¡Muchísimo, mijito!’. −Ambos bebemos un
trago largo de sake−. ‘A veces es difícil
querer sin que parezca lo contrario. Bean no es un tipo fácil de tratar. Modula
una manera de ser que puede resultar crispante para los de fuera. Imagino cómo
será para ti. Hay quienes no encajan por más que lo intentan. Quizá se
precipitó yendo a Toronto, igual no estaba preparado para un cambio de vida tan
radical… No sé, conquístalo una vez más…, y ten muy claro que mañana el sol
volverá a salir por el Este…’.
Mizuki y Keiko esperan a su padre en recepción con dos bolsas llenas de
bocadillos y botellas de agua. Se van al Museo Anpanman, héroe con la cabeza de
pan, protagonista de las aventuras de libros
infantiles, escritos e ilustrados por Takashi Yanase, que leyeron de pequeñas,
y por quien sienten curiosidad de ver cómo es a tamaño real. Naoko y yo iremos
a hacer senderismo por el Mount Maya. ‘¿Lo
estás pasando bien? −me pregunta en pleno contacto con la Naturaleza , pero no
puedo contestar porque retoma la conversación−. Espera aquí un segundo, te quiero presentar a alguien. −Viene
acompañada de una mujer mayor que ella. Me saluda con una leve inclinación de
cabeza, y yo respondo igual−. Fue mi profesora de ética y la primera
persona que me abrió los ojos a Occidente…’. Me pareció alguien
interesantísimo, muy preparada y absolutamente actual. Dice no haber salido del
país, pero a mí se me antoja que ha dado más de una vuelta al mundo…
El taxi que nos lleva al Aeropuerto
Internacional de Kansai, ubicado en una isla artificial de la bahía de Osaka,
no tiene una sola mota de polvo, y las manos del taxista están cubiertas con
guantes de algodón blanco impoluto. Naoko, sentada a mi lado, va muy triste. ‘¿Qué ocurre, mijita?. −Con la cabeza me
dice que nada−. ¿Qué te preocupa? Sabes que me lo puedes contar’. −Se apoya en mi hombro y rompe a llorar−. ‘Daría lo que fuera por abrazar a mi familia…’. Un tiempo después
supe que tanto ella, por su lado, como Hiroshi, por el suyo, lo intentaron,
pero una vez más se impuso la torpeza del
desencuentro… ‘Tío Andy, ¿me dejas el
lado de la ventanilla?’, dice Keiko poco antes de despegar nuestro avión.
Los vahos que despiden por sus bocas
las alcantarillas se cuelan en mi nariz provocando estornudos. Hace algo más de
una semana que he regresado a Toronto y todavía no hemos coincidido un rato a
solas Bean y yo. A consecuencia de un virus gripal varios compañeros suyos
están de baja, lo que obliga a los demás a cubrir turnos escandalosamente
largos. Así que, cuando no trabaja, duerme. He ido un par de noches a buscarle,
pero, intencionadamente o no, siempre volvemos con gente. ¿Dónde han quedado
las semillas de aquél cómico disfrazado de Estatua de la Libertad , y de la luz que
prendía, la suya propia, si una moneda caía dentro de la caja de hojalata? Me
pregunto: ¿cuál ha podido ser el motivo que
tanto ha turbado la ilusión del principio, la emoción de sentirse uno conmigo? ¿Qué
riada ha desbordado la cubeta de los sueños, el propósito de crecer juntos y
envejecer a la vez? ¿Cuál de todos los tsunamis ha arrancado de nuestro atlas
el archipiélago configurado para comprender al otro? ¿Dónde ha ido a parar el
detalle de regalarnos rosas frescas cada final de mes…?
Hoy celebro mi cumpleaños. Vienen los japoneses
a comer a casa y estoy preparando arroz con frijoles y un poquitico de puerco.
¡Ya lo sé!, tengo que perfeccionar el guiso hasta darle el toque especial del
abuelo Eloy. Recuerdo a mami y a Miguel cuando en fechas señaladas decían que
las cosas había que festejarlas a lo grande: yendo al cine y a la ópera. Las
chicas me han regalado una pajarita para el esmoquin que en ocasiones alquilo,
y sus padres un vale para una cena de dos en uno de los restaurantes más
lujosos de la ciudad que está en la planta cuarenta y cinco de uno de los
edificios del centro. Me noto muy habanero, por
eso he colocado en la mesa unos platicos con aperitivos típicos de allí, así
hacemos tiempo hasta que estemos todos. Suena el timbre de la puerta, y Mizuki
dice: ‘¡Vaya, otra vez se ha olvidado el
tío Bean de coger las llaves!’, pero, cuando abre, es un mensajero que trae
una carta sin matasellos para mí…
Nena, gracias por invitarme a una ciudad que no conozco y que tras leerte visitaré. ¡Que bien lo haces, jodía! Te quiero. Besos.
ResponderEliminarNo me hace falta viajar físicamente a Kobe, en este momento estoy llegando de allí. Con tus relatos me siento como cuando de niña leía La Isa del Tesoro, me siento parte de la trama. Muchas gracias.
ResponderEliminarBrillante! Bss
ResponderEliminarGracias Mayte : esta entrega me ha llevado de tu mano a unas,emociones ,que creía superadas.¿Porque se desgasta todo ? Espero por el bien de Andy, vuelva la primavera
ResponderEliminarUn abrazo
Lo mejor de esta historia y tus relatos es que siempre veo proyectadas mis propias emociones o sentimientos, es como la vida misma, genial, pero ya sabes se me hace larga la espera, un beso.
ResponderEliminarViajes tan maravillosos a los que me invitas, personas tan extraordinarias que me presentas, las emociones que me provocas... Gracias, amiga. ¡Eres muy especial!
ResponderEliminarComo siempre nos transportas a esas ciudades maravillosas "no se si lo son o no lo son", pero haces tan bonita tu escritura y tan real que lo vivimos como si estuvieramos alli.
ResponderEliminarGracias por ello me haces pasar un rato muy agradable.
Un beso
Cuando te leo me concentro tanto que luego me cuesta volver a la realidad porque me gustaría seguir leyendo, más y más. ¡Gracias!
ResponderEliminarUndécima entrega del precioso relato encadenado de Mayte Mejia Bejarano: Andy, en Japón: "Las luces de neón brillan a lo lejos, parpadeando como ramos de colores distribuidos por la ciudad para que nadie se sienta solo. Estoy vivo. Percibo el fuerte olor, que el viento deja caer como gasas, al salitre del mar de esta manga del Pacífico, que me recuerda a otros muelles donde, para no extraviarlos en las mudanzas, guardé momentos de amor y de despedida...".
ResponderEliminar