‘Recoge el cuarto, Andy. Y lo que tengas para lavar ponlo en el cesto de
la ropa sucia. Ordena el armario, mijito, que parece una leonera. Vamos, por favor. Date prisa’,
habría dicho mami si viera que lo tengo todo manga por hombro, con cajas y
paquetes invadiendo las habitaciones. Hacer maletas es una aventura donde los
participantes son las cosas que hemos decidido llevar con nosotros, pero
embalar un hogar es guardar las caricias en el tejado abuhardillado de la
memoria, incorporando también el fracaso, el desengaño, los restos de pintura
desprendida de las paredes y los cimientos que, debilitados por la adversidad,
sin firmeza han tambaleado. Entre libros, en las estanterías de la galería que
ya en su momento la abuela Olivia mandó acristalar para ganarle espacio al
comedor, encuentro un tesoro incalculable de material recopilado de viajes que
Miguel y mamá realizaron, y que yo recibo como el mejor patrimonio que podían
dejarme. Un panel compuesto por entradas a museos, billetes y planos de metro,
pasajes de avión, programas de actividades culturales, mapas urbanos, tiques de
mercadillos, facturas de hostales, hoteles y muchas fotos, destacando una muy arrugada, amarillenta, con las
puntas comidas, y en cuyo pie hay escrito:
“Hari Babu. El sabio de Goa”. Lo guardo todo en una mochila de colorines, junto con cuadernos y demás documentos que más
adelante revisaré, porque estoy convencido de que eso va a reforzar mi vida de
aquí en adelante. Aunque no queda más remedio, por
cuanto complicaría el traslado, duele dejar bajo la tutela del papel burbuja
otros objetos que contienen un enorme valor sentimental: las tazas de porcelana
que nunca se usaron, algunos muebles antiguos y los que nosotros incorporamos
de segunda mano o de Ikea, la máquina de coser en la que el abuelo arreglaba
nuestra ropa con mucha destreza, el carro de la compra donde me montaba de
pequeño hasta llegar a la frutería y el teatro de guiñoles, a tamaño natural,
que alguien me regaló unas navidades.
Emparejado con los barrios de Malasaña
y de Ríos Rosas está el de Justicia −llamado así porque acoge las sedes del
Tribunal Supremo y el de Cuentas−. Recorrerlo es como volver a los columpios de
la infancia, al tostado de las palomitas deslizándose por la superficie de la
lengua, a la película de los viernes alquilada en el videoclub, que los tres
veíamos con los pies metidos casi en la estufa, y
a los domingos soleados en la plaza Santa Bárbara cambiando cromos de la liga
de fútbol con los amigos. También íbamos a la calle San Mateo con Hortaleza, a
“La tapita del Cantábrico”, un bar donde trabajaba de
camarero nuestro vecino. Ahí solían sentarme en el taburete próximo a una
especie de pecera redonda llena de cacahuetes sin cáscara que había encima de
la barra, y en la que, aprovechando cualquier
descuido de los mayores, yo metía la mano. A
pocos metros de allí, a la altura del número diez de la calle de San Lorenzo,
vivía una modista, amiga de mami, también
cubana, a la que visitábamos una tarde de cada mes, y que, en agradecimiento,
nos obsequiaba con ensaimadas que después nosotros mojábamos en chocolate
espeso y caliente. Su hija, una niña guapísima, responsable, algo empollona y
extremadamente delgada, se empeñaba a toda costa en decir que éramos novios.
Nada más alejado de la realidad. Perdimos todo contacto cuando fijaron su
residencia en Alcañiz, un municipio de la provincia de Teruel, adonde fueron a
abrir un taller de costura. Poco a poco dejamos de frecuentar la zona. Ahora
que lo hago para despedirme, ha cambiado tanto que apenas me reconozco en
pantalón corto correteando por ella.
Estos últimos días apuro lo que queda
en la nevera, pero me doy cuenta de que me faltan todos los ingredientes para
hacer un caldo castizo, cuya textura perdure dentro de mí por largo tiempo. En
el mercado, al pasar por delante del puesto de flores donde mamá tuvo su primer
trabajo, alguien me reconoce: ‘Tú eres el
hijo de Alina, ¿verdad?’. ‘Si, lo soy’,
contesto. ‘¿Sabes?, fuimos compañeras y
nos llevábamos muy bien. ¡Qué buena persona era! Me apené muchísimo cuando supe
que había muerto. Lo siento de verdad, hijo’. ‘Gracias, señora’. ‘¿Qué te
trae por aquí?, no te había visto antes’. ‘He venido a comprar zanahorias, puerro, apio, morcillo y un cuarto de
gallina, es que me hace falta para preparar un consomé’. ‘Espera que eche el cierre y te acompaño, hoy
ya he vendido todo el bacalao…’. Se agarra de mi brazo y no para de hablar.
‘Desde que ahí −señala enfrente− abrieron el centro comercial nos han jodido
de lo lindo. Ya nadie apuesta por este tipo de plazas de abastos, dicen que
solo los viejos y los que todavía se resisten al “todo envasado” siguen
comprando aquí. ¡Qué tontería!’. Continúa su
monólogo eligiendo los mejores puestos donde debo adquirir la mercancía,
presentándome como si fuera de su familia y achuchándome a cada rato. ‘Anda que no lo pasó mal tu madre cuando el
cabrito de tu padre la dejó. Pero como yo digo: ¡Más vale humo que escarcha!’. ‘¿Te
apetece un helado?’. Me excuso y la emplazo quizá para otra ocasión, pero
la verdad es que no me gusta lo que transmite, porque
mami nunca habló mal de papá, todo lo contrario. He crecido sin rencor hacia
él, teniendo muy claro que las decisiones de las personas merecen respeto,
porque hasta lo más inverosímil tiene explicación. Contribuyó a darme la vida,
y siempre tuve claro que, en el momento en que yo lo quisiera, pondrían a mi alcance
todas las herramientas de búsqueda para dar con su paradero. Una noche que
cenamos solos el abuelo y yo le pregunté: ‘¿Por
qué nosotros no tenemos marido?’. Me miró como a punto de acabar conmigo y
respondió: ‘Pues porque entre lo blanco y
lo negro hay más colores…’.
Mientras se cuecen los fideos y
reinicia el ordenador, me pongo una copa de vino blanco y leo estos versos de Walt Whitman: “No dejes que termine el día sin haber
crecido un poco,/
sin haber sido feliz, sin haber
aumentado tus sueños./ No te dejes vencer por el desaliento./…No dejes de
creer que las palabras y las poesías/sí pueden cambiar el mundo”. Nunca imaginé
ni por asomo que me vería en la tesitura de dar un giro radical al mío, pero ha
llegado la hora de cerrar la casa de Madrid. Quizá esta migración no sea un
adiós definitivo, pero sí el ánimo indefectible de salir del acotado espacio
sentimental que, de manera puntual, ha bloqueado mis fuerzas con vivencias que,
de tanto escucharlas, hice mías. Que nadie
piense que dicho lo anterior voy a olvidarme de mis antepasados. Por mi parte sería muy desagradecido hacerlo, ya que sin ellos no habría sido nadie. Es sólo que
necesito otro escenario para cambiar las cortinas por estores, la lumbre de gas
por una de inducción, las sábanas de hilo por las que no se planchan, los
sillones estampados por pufs desiguales, los
perfumes a lavanda por uno con más cuerpo, y las cañerías de plomo por la cualidad de volver a
ilusionarme… Que no estoy acostumbrado a beber se
sabe, así que, muy confundido, entre un
sobrante de alcohol agrietado en mis labios y el paño de vaho que cubre los
azulejos, creo haber oído el timbre de la puerta. Son las sobrinas de Miguel, a las que he citado para comunicar mi partida
inminente y poner a su disposición el inmueble, ya que al menos dos de ellas,
seguramente malmetidas por terceros, consideraban que mami y yo éramos
inmigrantes hambrientos, aprovechados y sin escrúpulos a la caza de la fortuna
del viejo. Hasta que tuve conocimiento de los parentescos de sangre, que no
tienen que ver en absoluto con los del corazón, las consideré mis tías. Fui al
mismo colegio que sus hijos, pasamos algunas gripes juntos −eso une mucho− y
defendí ante los compañeros la integridad de nuestros coches de bomberos
teledirigidos. Al margen de los rencores y desprecios padecidos, creo que en el
fondo me quieren…
Miro el reloj nervioso, están dando
las seis de la mañana. Faltan pocas semanas para que llegue la primavera y
todavía las temperaturas a primera y última hora descienden bastante. En breves
minutos despega mi avión, cierro los ojos y me digo: ‘Si pudiera dormir un poco’. Me dejo llevar… Parece que estoy viendo
a mami conmigo en brazos delante de las carteleras de los cines de la Gran Vía decidiendo cuál
iría a ver el siguiente miércoles, día del espectador. Al abuelo Miguel con las
manos manchadas de grasa arreglando la cadena de mi bicicleta, a Eloy pixelado
de ternura cuando me tuvo cerca, a Mirta manejando los fogones y a Olivia
trazando rutas a lo desconocido… Empezamos a tomar altura y, en cuanto la
ciudad que me lo ha dado todo va quedándose pequeña, comprendo que ya no hay
vuelta atrás. El pasajero que ocupa el asiento contiguo al mío diseña vestidos
de fiesta en un cuaderno de dibujo, y no pierde
detalle de las notas que subrayo sobre el país
multicultural al que me dirijo. Debajo de nosotros, majestuosa y con
inigualable personalidad, la lengua del Atlántico Norte se va ensanchando. Entonces pienso en Alina Rodríguez, mi madre,
aquella muchachita que, desde La
Habana , con una maletica insignificante, lo cruzó en sentido contrario al mío, con los mismos
miedos e idénticas emociones, seguramente, que ahora llevo yo encima. ‘Abróchense
los cinturones. Iniciamos descenso’, me coge desprevenido y con lágrimas.
Bean Howard, que ha viajado desde Painswick, Inglaterra, me espera impaciente
en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson, Canadá…
Nena, me ha encantado recorrer las calles de Madrid contigo. Pero no he podido acceder al relato hasta ahora. ¡Sigue! Un beso.
ResponderEliminarAndy nos va a llevar de Madrid al frío Canadá, tu pluma (u ordenador) hace milagros y nos transporta sin darnos cuenta a la velocidad del rayo. Se me hace corto el relato y larga la espera. Muchas gracias
ResponderEliminarPrecioso, profundo, sentido...cortísimo.
ResponderEliminarGracias, Mayte.
"Mientras se cuecen los fideos y reinicia el ordenador, me pongo una copa de vino blanco y leo estos versos de Walt Whitman:
ResponderEliminar“No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.
No te dejes vencer por el desaliento.
No dejes de creer que las palabras y las poesías
sí pueden cambiar el mundo”.
Séptima entrega del maravilloso relato encadenado de Mayte Mejia Bejarano. Imperdible.
Mayte, igual que en otras ocasines. Que bonita narrativa....me gusta!!!! Lo haces muy bien, transportas al que esta leyendo a tu escritura.
ResponderEliminarNuevo relato escrito desde las tripas y los recuerdos. Andy despidiendose nos invita a seguir el camino, Toronto nos espera. Gracias por el viaje literario y humano.
ResponderEliminarAmiga, eres muy generosa al invitarnos a ese paseo por Madrid. Esos versos de Whitman acarician mi parte más noble e íntima, eso que otros llaman el alma...
ResponderEliminar¿De ti? Que has llegado a mi vida y te has instalado. Gracias, Mayte. Gracias, escritora.
Como siempre, todo lo que escribes me toca, toca mi sensibilidad, me transporta a lo que cuentas. Es inevitable. Es tu maravillosa forma de escribir. Gracias. Es de corazón darte siempre las gracias.
ResponderEliminarLo he leído y me ha fascinado .Como vas deslizando todas la vida de Miguel a través de las vivencias de su familia elegida. Eloy es el símbolo de tantos jóvenes que tienen que cambiar de vida,y de lugar.
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