domingo, 9 de abril de 2017

Madrid

Recoge el cuarto, Andy. Y lo que tengas para lavar ponlo en el cesto de la ropa sucia. Ordena el armario, mijito, que parece una leonera. Vamos, por favor. Date prisa’, habría dicho mami si viera que lo tengo todo manga por hombro, con cajas y paquetes invadiendo las habitaciones. Hacer maletas es una aventura donde los participantes son las cosas que hemos decidido llevar con nosotros, pero embalar un hogar es guardar las caricias en el tejado abuhardillado de la memoria, incorporando también el fracaso, el desengaño, los restos de pintura desprendida de las paredes y los cimientos que, debilitados por la adversidad, sin firmeza han tambaleado. Entre libros, en las estanterías de la galería que ya en su momento la abuela Olivia mandó acristalar para ganarle espacio al comedor, encuentro un tesoro incalculable de material recopilado de viajes que Miguel y mamá realizaron, y que yo recibo como el mejor patrimonio que podían dejarme. Un panel compuesto por entradas a museos, billetes y planos de metro, pasajes de avión, programas de actividades culturales, mapas urbanos, tiques de mercadillos, facturas de hostales, hoteles y muchas fotos, destacando una muy arrugada, amarillenta, con las puntas comidas, y en cuyo pie hay escrito: “Hari Babu. El sabio de Goa”. Lo guardo todo en una mochila de colorines, junto con cuadernos y demás documentos que más adelante revisaré, porque estoy convencido de que eso va a reforzar mi vida de aquí en adelante. Aunque no queda más remedio, por cuanto complicaría el traslado, duele dejar bajo la tutela del papel burbuja otros objetos que contienen un enorme valor sentimental: las tazas de porcelana que nunca se usaron, algunos muebles antiguos y los que nosotros incorporamos de segunda mano o de Ikea, la máquina de coser en la que el abuelo arreglaba nuestra ropa con mucha destreza, el carro de la compra donde me montaba de pequeño hasta llegar a la frutería y el teatro de guiñoles, a tamaño natural, que alguien me regaló unas navidades.
          Emparejado con los barrios de Malasaña y de Ríos Rosas está el de Justicia −llamado así porque acoge las sedes del Tribunal Supremo y el de Cuentas−. Recorrerlo es como volver a los columpios de la infancia, al tostado de las palomitas deslizándose por la superficie de la lengua, a la película de los viernes alquilada en el videoclub, que los tres veíamos con los pies metidos casi en la estufa, y a los domingos soleados en la plaza Santa Bárbara cambiando cromos de la liga de fútbol con los amigos. También íbamos a la calle San Mateo con Hortaleza, a “La tapita del Cantábrico”, un bar donde trabajaba de camarero nuestro vecino. Ahí solían sentarme en el taburete próximo a una especie de pecera redonda llena de cacahuetes sin cáscara que había encima de la barra, y en la que, aprovechando cualquier descuido de los mayores, yo metía la mano. A pocos metros de allí, a la altura del número diez de la calle de San Lorenzo, vivía una modista, amiga de mami, también cubana, a la que visitábamos una tarde de cada mes, y que, en agradecimiento, nos obsequiaba con ensaimadas que después nosotros mojábamos en chocolate espeso y caliente. Su hija, una niña guapísima, responsable, algo empollona y extremadamente delgada, se empeñaba a toda costa en decir que éramos novios. Nada más alejado de la realidad. Perdimos todo contacto cuando fijaron su residencia en Alcañiz, un municipio de la provincia de Teruel, adonde fueron a abrir un taller de costura. Poco a poco dejamos de frecuentar la zona. Ahora que lo hago para despedirme, ha cambiado tanto que apenas me reconozco en pantalón corto correteando por ella.
          Estos últimos días apuro lo que queda en la nevera, pero me doy cuenta de que me faltan todos los ingredientes para hacer un caldo castizo, cuya textura perdure dentro de mí por largo tiempo. En el mercado, al pasar por delante del puesto de flores donde mamá tuvo su primer trabajo, alguien me reconoce: ‘Tú eres el hijo de Alina, ¿verdad?’. ‘Si, lo soy’, contesto. ‘¿Sabes?, fuimos compañeras y nos llevábamos muy bien. ¡Qué buena persona era! Me apené muchísimo cuando supe que había muerto. Lo siento de verdad, hijo’. ‘Gracias, señora’. ‘¿Qué te trae por aquí?, no te había visto antes’. ‘He venido a comprar zanahorias, puerro, apio, morcillo y un cuarto de gallina, es que me hace falta para preparar un consomé’. ‘Espera que eche el cierre y te acompaño, hoy ya he vendido todo el bacalao…’. Se agarra de mi brazo y no para de hablar. ‘Desde que ahí −señala enfrente− abrieron el centro comercial nos han jodido de lo lindo. Ya nadie apuesta por este tipo de plazas de abastos, dicen que solo los viejos y los que todavía se resisten al “todo envasado” siguen comprando aquí. ¡Qué tontería!’. Continúa su monólogo eligiendo los mejores puestos donde debo adquirir la mercancía, presentándome como si fuera de su familia y achuchándome a cada rato. ‘Anda que no lo pasó mal tu madre cuando el cabrito de tu padre la dejó. Pero como yo digo: ¡Más vale humo que escarcha!’.  ¿Te apetece un helado?’. Me excuso y la emplazo quizá para otra ocasión, pero la verdad es que no me gusta lo que transmite, porque mami nunca habló mal de papá, todo lo contrario. He crecido sin rencor hacia él, teniendo muy claro que las decisiones de las personas merecen respeto, porque hasta lo más inverosímil tiene explicación. Contribuyó a darme la vida, y siempre tuve claro que, en el momento en que yo lo quisiera, pondrían a mi alcance todas las herramientas de búsqueda para dar con su paradero. Una noche que cenamos solos el abuelo y yo le pregunté: ‘¿Por qué nosotros no tenemos marido?’. Me miró como a punto de acabar conmigo y respondió: ‘Pues porque entre lo blanco y lo negro hay más colores…’.
          Mientras se cuecen los fideos y reinicia el ordenador, me pongo una copa de vino blanco y leo estos versos de Walt Whitman: “No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,/ sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños./ No te dejes vencer por el desaliento./…No dejes de creer que las palabras y las poesías/sí pueden cambiar el mundo”. Nunca imaginé ni por asomo que me vería en la tesitura de dar un giro radical al mío, pero ha llegado la hora de cerrar la casa de Madrid. Quizá esta migración no sea un adiós definitivo, pero sí el ánimo indefectible de salir del acotado espacio sentimental que, de manera puntual, ha bloqueado mis fuerzas con vivencias que, de tanto escucharlas, hice mías. Que nadie piense que dicho lo anterior voy a olvidarme de mis antepasados. Por mi parte sería muy desagradecido hacerlo, ya que sin ellos no habría sido nadie. Es sólo que necesito otro escenario para cambiar las cortinas por estores, la lumbre de gas por una de inducción, las sábanas de hilo por las que no se planchan, los sillones estampados por pufs desiguales, los perfumes a lavanda por uno con más cuerpo, y las cañerías de plomo por la cualidad de volver a ilusionarme… Que no estoy acostumbrado a beber se sabe, así que, muy confundido, entre un sobrante de alcohol agrietado en mis labios y el paño de vaho que cubre los azulejos, creo haber oído el timbre de la puerta. Son las sobrinas de Miguel, a las que he citado para comunicar mi partida inminente y poner a su disposición el inmueble, ya que al menos dos de ellas, seguramente malmetidas por terceros, consideraban que mami y yo éramos inmigrantes hambrientos, aprovechados y sin escrúpulos a la caza de la fortuna del viejo. Hasta que tuve conocimiento de los parentescos de sangre, que no tienen que ver en absoluto con los del corazón, las consideré mis tías. Fui al mismo colegio que sus hijos, pasamos algunas gripes juntos −eso une mucho− y defendí ante los compañeros la integridad de nuestros coches de bomberos teledirigidos. Al margen de los rencores y desprecios padecidos, creo que en el fondo me quieren…
          Miro el reloj nervioso, están dando las seis de la mañana. Faltan pocas semanas para que llegue la primavera y todavía las temperaturas a primera y última hora descienden bastante. En breves minutos despega mi avión, cierro los ojos y me digo: ‘Si pudiera dormir un poco’. Me dejo llevar… Parece que estoy viendo a mami conmigo en brazos delante de las carteleras de los cines de la Gran Vía decidiendo cuál iría a ver el siguiente miércoles, día del espectador. Al abuelo Miguel con las manos manchadas de grasa arreglando la cadena de mi bicicleta, a Eloy pixelado de ternura cuando me tuvo cerca, a Mirta manejando los fogones y a Olivia trazando rutas a lo desconocido… Empezamos a tomar altura y, en cuanto la ciudad que me lo ha dado todo va quedándose pequeña, comprendo que ya no hay vuelta atrás. El pasajero que ocupa el asiento contiguo al mío diseña vestidos de fiesta en un cuaderno de dibujo, y no pierde detalle de las notas que subrayo sobre el país multicultural al que me dirijo. Debajo de nosotros, majestuosa y con inigualable personalidad, la lengua del Atlántico Norte se va ensanchando. Entonces pienso en Alina Rodríguez, mi madre, aquella muchachita que, desde La Habana, con una maletica insignificante, lo cruzó en sentido contrario al mío, con los mismos miedos e idénticas emociones, seguramente, que ahora llevo yo encima. ‘Abróchense los cinturones. Iniciamos descenso’, me coge desprevenido y con lágrimas. Bean Howard, que ha viajado desde Painswick, Inglaterra, me espera impaciente en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson, Canadá…

9 comentarios:

  1. Nena, me ha encantado recorrer las calles de Madrid contigo. Pero no he podido acceder al relato hasta ahora. ¡Sigue! Un beso.

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  2. Andy nos va a llevar de Madrid al frío Canadá, tu pluma (u ordenador) hace milagros y nos transporta sin darnos cuenta a la velocidad del rayo. Se me hace corto el relato y larga la espera. Muchas gracias

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  3. Isabel Mirandaabril 09, 2017

    Precioso, profundo, sentido...cortísimo.
    Gracias, Mayte.

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  4. "Mientras se cuecen los fideos y reinicia el ordenador, me pongo una copa de vino blanco y leo estos versos de Walt Whitman:

    “No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,
    sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.
    No te dejes vencer por el desaliento.
    No dejes de creer que las palabras y las poesías
    sí pueden cambiar el mundo”.

    Séptima entrega del maravilloso relato encadenado de Mayte Mejia Bejarano. Imperdible.

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  5. Mayte, igual que en otras ocasines. Que bonita narrativa....me gusta!!!! Lo haces muy bien, transportas al que esta leyendo a tu escritura.

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  6. Nuevo relato escrito desde las tripas y los recuerdos. Andy despidiendose nos invita a seguir el camino, Toronto nos espera. Gracias por el viaje literario y humano.

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  7. Antonio Álvarezabril 11, 2017

    Amiga, eres muy generosa al invitarnos a ese paseo por Madrid. Esos versos de Whitman acarician mi parte más noble e íntima, eso que otros llaman el alma...
    ¿De ti? Que has llegado a mi vida y te has instalado. Gracias, Mayte. Gracias, escritora.

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  8. Como siempre, todo lo que escribes me toca, toca mi sensibilidad, me transporta a lo que cuentas. Es inevitable. Es tu maravillosa forma de escribir. Gracias. Es de corazón darte siempre las gracias.

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  9. Lo he leído y me ha fascinado .Como vas deslizando todas la vida de Miguel a través de las vivencias de su familia elegida. Eloy es el símbolo de tantos jóvenes que tienen que cambiar de vida,y de lugar.

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