Recuerdo que cuando
bajé del avión llevaba una masa de nervios enredada entre las tripas. Había
dejado atrás todo lo conocido hasta entonces: la calle que me vio nacer, el
hogar que siempre fue para mí un refugio, los amigos que se han mantenido fieles
a pesar de no haber sido muy dado a la vida social, y la única marca de leche
que tolero y me gusta. Pero, sobre todo, lo que verdaderamente me tenía en
ascuas −un problema más mío que de los demás− y preocupado, por si llevaba escrito
en el empedrado de la frente que a partir de ahora dormiría con un hombre, era
la relación amorosa que iniciaba con Bean Howard, y el agobio que me removía
las entrañas por si no estaba a la altura. Por
la angustia de sentirme señalado con el dedo, de parecer un bicho raro en la
distribución encasillada de la sociedad, de no arriesgar por pudor al qué dirán,
de haber dado el paso equivocado, de que a continuación del relajo me salga la
pluma loca y, por supuesto, de no aceptar aquello que he venido negando desde la
adolescencia…
‘¿Nos
quedamos con esta lámpara o te parece atrevida?’ −digo, alzándola con la
mano, y cuya tulipa es el mapa de Asia, aunque al prender la luz lo que aparece
es la figura de Ava Gardner−. ‘Sí. Ok.
Nos la llevamos…’. Han bastado seis meses organizándolo todo, dos de ellos
con Bean allí, para realizar, por la vía legal, nuestro traslado a Toronto. Es
decir, que además de conseguir un “basement” −sótano− económico en el barrio
alternativo de “Kensington Market”, bohemio, hippie y con toque latino, también
ha obtenido ambos permisos de trabajo −lo cual no es fácil en estos tiempos− en
un establecimiento de comida rápida. Las escaleras que bajan a nuestra casa se
parecen a las de cualquier boca de metro, con idéntica inclinación e igual
fealdad. Eso sí, una vez dentro la cosa cambia. La cocina, como es costumbre en
Canadá, está pegada al salón y completamente amueblada, el resto de piezas no.
Pero, amarrados a los chispazos de
apasionamiento que se producen fletando la complicidad de un nuevo proyecto, las
iremos completando poco a poco.
En los “Dollar Stores” −tiendas con
artículos a muy bajo precio− encontramos desde
cubiertos a papel higiénico, y algo de
alimentación. Seleccionamos los productos que nos parecen, y cuando queremos
darnos cuenta salimos cada uno cargando dos bolsas grandes. Nos gustan los
muebles sencillos, por eso aprovechamos la posibilidad de adquirirlos en “Yard
sales”, ocasiones en las que los vecinos exponen en el jardín para su venta las
cosas de las que desean desprenderse. Suelen hacerlo un día concreto, anunciándolo en carteles que ellos diseñan,
distribuyen y cuelgan de las farolas por los alrededores. A veces encuentras
auténticas gangas que, de ser nuevas, costarían un ojo de la cara, pero otras…
Bean y yo hemos tenido suerte. Nos llevamos a buen precio un somier, una
brújula que colocaremos encima de la repisa de la chimenea, un taburete que
pondremos en el baño, con tres patas cortas, en verde claro, donde darnos sentados
crema en los pies, y algún que otro capricho más…
Toronto es una ciudad cosmopolita, muy
limpia, que se ha ido configurando dentro del sistema operativo de la
multiculturalidad, formada por una sociedad
tolerante, honrada, sin apenas picardía ni delincuencia, y que manifiesta un
respeto ejemplarizante y envidiable por el medio ambiente. Son múltiples las
cosas que me sorprenden y atraen de aquí, donde todo es a lo grande y parece
que nada tenga fin: los fríos hirientes para mi sangre habanera, las nevadas
intensas y copiosas, la hamburguesa de carne de búfalo, de alta calidad, más
gruesa y sabrosa del mundo, “Yonge Street”, que
empieza en el lago Ontario y acaba al final de la provincia, y que está
registrada como la calle más larga en el Libro Guinness de los Récords, que la
gente diga incansablemente “sorry” hasta cuando estornuda, que la preferencia,
esté el semáforo como esté, la tenga siempre el peatón y que al menos en una de
las intersecciones se pueda cruzar en diagonal … Un cambio de cultura y una
forma de vida a la que, cual esponja, pronto me adapto.
Cuando le conté a Bean mis planes por
correo electrónico todavía no tenía claro el lugar al que iba a trasladarme.
Fue él quien propuso Toronto y la posibilidad de venirse conmigo Estaba harto
de la vida que llevaba en Bath: acorralado en la rutina. Le apetecía innovar,
experimentar, cambiar determinados patrones que, como a tantas otras personas, le habían encasillado. Bueno, y que nos enamoramos
desde el primer momento, eso también cuenta. Es un estupendo compañero de viaje
que se deja empapar por aquello que vale la pena. Tenemos repartidas las tareas
domésticas, ocupándonos cada uno de lo que mejor
sabemos hacer. Desde que le vi vestido de mimo, con
aquel traje espantoso de Estatua de la Libertad , en el puente Pulteney, intuí que era
una persona llena de valores y que no retrocedería ante ningún reto. Lo corroboró
el hecho de haberlo dejado todo y venirse al otro extremo de sus orígenes, con
un desconocido del que no sabía más de lo que ha
querido contarle. No se me ocurre otra definición para explicar lo nuestro que decir
que deseamos compartir la vida porque nos
queremos, porque confiamos en que salga bien, porque vamos a echarle muchas
ganas, y porque si algo he aprendido de los míos es
a no rechazar ninguna oportunidad que me haga medianamente feliz. Recuerdo que,
entre los papeles de mami y del abuelo Miguel, que ahora guardo en uno de mis
cajones, hay una hoja arrancada de un libro de Dulce Chacón con estos versos que me aplico constantemente: “…Solo
allí, en lo más alto de nosotros mismos,/en lo más profundo de nuestras
inquietudes,/podremos separar los brazos, y volar…”.
Los canadienses tienen un sentido de
la puntualidad bastante potente. Por eso, a la hora del almuerzo, en esa franja
horaria que va entre las 12:00 Md y las 2:00 pm, cuando los trabajadores hacen
un alto para comer, los establecimientos públicos se ponen a rebosar de gente
haciendo fila de forma muy ordenada. Bean, que viene del sector de la
hostelería y se maneja al otro lado de la barra como anillo al dedo, despacha
con rapidez los pedidos: ensalada de arroz con champiñones y alverjas, sándwich
de ternera ahumada en pan de centeno o integral −según las preferencias− y, por
supuesto, café “Tim Hortons”, que como son tan celosos de lo nacional ha de ser
ese. Es muy común también aprovechar lo que ha quedado de la cena anterior, llevándolo
en envases reutilizables. Mi trabajo, que no es como para tirar cohetes, consiste
en, además de mantenerlo todo limpio, ir reponiendo lo que agotan los
camareros. Que no falten servilletas, vasos de cartón, azucarillos, sobres de
salsas… Bien abastecido cada compartimento. A veces pienso que debo haber
heredado esta cualidad de la abuela Olivia, porque, según contaban, en su
despensa siempre había de casi todo…
Nuestro barrio está justo detrás del
de Chinatown. En apenas seis o siete manzanas se concentra una de las zonas más
bonitas de Toronto, y donde uno siempre encuentra algún sitio abierto para
relajarse y tomar un pedazo de tarta casera. Una tarde, sentado en una pizzería
en Spadina Avenue −una de las calles más anchas de la ciudad−, mientras esperaba que Bean terminara su turno en el restaurante, leí en
el periódico una información que me atrajo: ‘Se busca personal para poner en marcha escuela de baile. Interesados
acudir mañana al casting. Gracias’. El abuelo Miguel decía que mami y yo
habíamos nacido para mover el esqueleto. Ella, que lo hacía francamente bien, me enseñó a llevar el ritmo de la salsa, el
bolero, el chachachá…, arrancando de mí el miedo al ridículo y la sosería que
tenía al principio. Ensayábamos en el comedor, y el abuelo, nuestro fan número uno, aplaudía con idéntico entusiasmo al que
ponen los admiradores de las estrellas del rock. Dudo por un momento, pero recorto
el anuncio y lo guardo en el bolsillo. Igual me
acerco…
Dicen unos amigos que hemos hecho
aquí, una pareja simpatiquísima de orientales, con dos niñas encantadoras en
plena adolescencia, que este invierno está siendo uno de los más suaves que
recuerdan desde que se instalaron en estas tierras. Sin embargo, a mí me parece
brutal. Bean lleva varios días pegado a la calefacción. Está de baja a
consecuencia de una hernia de disco que arrastra de atrás. Me apena verle retorcido
de dolor. Yo tampoco salgo más que lo imprescindible. Así que, cuando no estoy
atendiéndole a él, puesto que necesita ayuda hasta para ir al baño, barnizo una
cajonera que abandonaron junto a la basura y que nos gustó mucho por su diseño
antiguo, pensando que sería rompedor con
nuestra decoración. Conversamos poco, su estado
le tiene muy callado, pero nos abrazamos mucho, porque
eso nos da la fuerza para seguir luchando.
Es jueves por la tarde, ha oscurecido
completamente y apenas hay un alma por la calle. El padre de mi novio acaba de
ponerle una videoconferencia, y creo que le hace chantaje emocional para que
vuelva. Mientras tanto, he bajado a la sala comunitaria de lavandería, y ando
seleccionando la ropa: primero las prendas delicadas, como hacía el abuelo
Miguel, después lo blanco, y lo de color para
más tarde. Acabo de sacar la segunda tanda de la secadora y, antes de poner la
última colada donde van los pantalones, camisas gordas −incluyendo también los
uniformes de trabajo− y demás cosas de abrigo, reviso los bolsillos, no sea que vaya algún dólar canadiense y la liemos.
Introduzco los dedos en el de mi sudadera, y saco el recorte de prensa… Esta
melodía: “¡Óigame Compay! No deje el camino por coger la vereda”, traída
directamente desde “Buena Vista Social Club” −local muy popular de La Habana −, me regala el oído con
las palabras que quiero escuchar… Respiro hondo, me río a carcajadas y tomo la decisión
de presentarme a la selección de candidatos… Cuando subo a casa Bean me espera
sonriente, toma mis manos, me conduce hasta el dormitorio, enciende la lámpara,
le guiña un ojo a Ava Gardner y, entonces, el universo se desliza con fogosidad
entre los pliegues temblorosos de mis dedos…
Que sorpresa tan agradable ver el rumbo que toman tus narraciones, me niego a llamales de otra manera.
ResponderEliminarSe intuye que, además de viajar con ellas, nos vsmos s introducir en un mar de vivencias amenas y enriquecedoras.
La pena es la espera, pero como en las relaciones a distancia, se cogen con mas gusto.
Muy inteligente, nena. "Cambios" promete adentrarnos en un terreno delicado que sabrás alisar como tú haces. No te pares. Te quiero. Un besao, amor.
ResponderEliminarBuen regalo por San Jordi. Sin olvidar los orígenes del relato, nos vas desviando hacia otras vivencias. Gracias.
ResponderEliminarMe envuelve la magia como cada quince días. Ya eres imprescindible, amiga. Te camelo.
ResponderEliminarya friso por leer lo que sigue, me tienes subyugada, describes Toronto como si estuvieses ahí, brava!
ResponderEliminarUn habanero en Toronto. Octava entrega del relato encadenado de Mayte, un texto precioso.
ResponderEliminarMe encanta Mayte. Andy va encontrando estabilidad .Muy actual.
ResponderEliminarEl viaje continua sorprendiendo al lector, enganchado a las vivencias de tus personajes q ya son parte de una historia q no queremos q termine... Lo mismo q ocurre con las cosas buenas. Esperando próxima etapa...
ResponderEliminarComo siempre que te leo, te acompaño cogida de tu mano a donde me quieras llevar, así de fácil es seguirte y leerte. Un placer que quiero seguir dándome. Gracias por escribir así.
ResponderEliminarLa he compartido con una amiga que recientemente estuvo en Vancouver y dice que es exactamente igual, tal cual!!
ResponderEliminarAl leer la primera frase de este capítulo "Recuerdo que cuando bajé del avión....." pensé que de alguna manera ponías a tu personaje a salvo. Nada más lejos de la realidad, comprobamos enseguida que transitas de manera firme por un enamoramiento y una cotidianidad cautivadores y apostando por la rotundidad y el riesgo que merece la historia, la que brota del pasado que lleva Andy consigo. Madrid terminó con una mirada al suelo de la madre y un despegue que ha puesto definitivamente en el centro al auténtico protagonista de todo lo leído hasta ahora. Creo Mayte que nos regalas literatura de altos vuelos. Seguiremos la ruta.
ResponderEliminarBesos.
Gracias por invitarme e integrarme en este breve viaje por la Habana.
ResponderEliminarGenial tu nuevo escrito, porque,como dice una lectora tuya,"te acompaño cogida de tu mano a donde me quieras" Un abrazo desde Málaga, Mayte.