domingo, 23 de abril de 2017

Cambios

Recuerdo que cuando bajé del avión llevaba una masa de nervios enredada entre las tripas. Había dejado atrás todo lo conocido hasta entonces: la calle que me vio nacer, el hogar que siempre fue para mí un refugio, los amigos que se han mantenido fieles a pesar de no haber sido muy dado a la vida social, y la única marca de leche que tolero y me gusta. Pero, sobre todo, lo que verdaderamente me tenía en ascuas −un problema más mío que de los demás− y preocupado, por si llevaba escrito en el empedrado de la frente que a partir de ahora dormiría con un hombre, era la relación amorosa que iniciaba con Bean Howard, y el agobio que me removía las entrañas por si no estaba a la altura. Por la angustia de sentirme señalado con el dedo, de parecer un bicho raro en la distribución encasillada de la sociedad, de no arriesgar por pudor al qué dirán, de haber dado el paso equivocado, de que a continuación del relajo me salga la pluma loca y, por supuesto, de no aceptar aquello que he venido negando desde la adolescencia…
          ¿Nos quedamos con esta lámpara o te parece atrevida?’ −digo, alzándola con la mano, y cuya tulipa es el mapa de Asia, aunque al prender la luz lo que aparece es la figura de Ava Gardner−. ‘Sí. Ok. Nos la llevamos…’. Han bastado seis meses organizándolo todo, dos de ellos con Bean allí, para realizar, por la vía legal, nuestro traslado a Toronto. Es decir, que además de conseguir un “basement” −sótano− económico en el barrio alternativo de “Kensington Market”, bohemio, hippie y con toque latino, también ha obtenido ambos permisos de trabajo −lo cual no es fácil en estos tiempos− en un establecimiento de comida rápida. Las escaleras que bajan a nuestra casa se parecen a las de cualquier boca de metro, con idéntica inclinación e igual fealdad. Eso sí, una vez dentro la cosa cambia. La cocina, como es costumbre en Canadá, está pegada al salón y completamente amueblada, el resto de piezas no. Pero, amarrados a los chispazos de apasionamiento que se producen fletando la complicidad de un nuevo proyecto, las iremos completando poco a poco.
          En los “Dollar Stores” −tiendas con artículos a muy bajo precio− encontramos desde cubiertos a papel higiénico, y algo de alimentación. Seleccionamos los productos que nos parecen, y cuando queremos darnos cuenta salimos cada uno cargando dos bolsas grandes. Nos gustan los muebles sencillos, por eso aprovechamos la posibilidad de adquirirlos en “Yard sales”, ocasiones en las que los vecinos exponen en el jardín para su venta las cosas de las que desean desprenderse. Suelen hacerlo un día concreto, anunciándolo en carteles que ellos diseñan, distribuyen y cuelgan de las farolas por los alrededores. A veces encuentras auténticas gangas que, de ser nuevas, costarían un ojo de la cara, pero otras… Bean y yo hemos tenido suerte. Nos llevamos a buen precio un somier, una brújula que colocaremos encima de la repisa de la chimenea, un taburete que pondremos en el baño, con tres patas cortas, en verde claro, donde darnos sentados crema en los pies, y algún que otro capricho más…
          Toronto es una ciudad cosmopolita, muy limpia, que se ha ido configurando dentro del sistema operativo de la multiculturalidad, formada por una sociedad tolerante, honrada, sin apenas picardía ni delincuencia, y que manifiesta un respeto ejemplarizante y envidiable por el medio ambiente. Son múltiples las cosas que me sorprenden y atraen de aquí, donde todo es a lo grande y parece que nada tenga fin: los fríos hirientes para mi sangre habanera, las nevadas intensas y copiosas, la hamburguesa de carne de búfalo, de alta calidad, más gruesa y sabrosa del mundo, “Yonge Street”, que empieza en el lago Ontario y acaba al final de la provincia, y que está registrada como la calle más larga en el Libro Guinness de los Récords, que la gente diga incansablemente “sorry” hasta cuando estornuda, que la preferencia, esté el semáforo como esté, la tenga siempre el peatón y que al menos en una de las intersecciones se pueda cruzar en diagonal … Un cambio de cultura y una forma de vida a la que, cual esponja, pronto me adapto.
          Cuando le conté a Bean mis planes por correo electrónico todavía no tenía claro el lugar al que iba a trasladarme. Fue él quien propuso Toronto y la posibilidad de venirse conmigo Estaba harto de la vida que llevaba en Bath: acorralado en la rutina. Le apetecía innovar, experimentar, cambiar determinados patrones que, como a tantas otras personas, le habían encasillado. Bueno, y que nos enamoramos desde el primer momento, eso también cuenta. Es un estupendo compañero de viaje que se deja empapar por aquello que vale la pena. Tenemos repartidas las tareas domésticas, ocupándonos cada uno de lo que mejor sabemos hacer. Desde que le vi vestido de mimo, con aquel traje espantoso de Estatua de la Libertad, en el puente Pulteney, intuí que era una persona llena de valores y que no retrocedería ante ningún reto. Lo corroboró el hecho de haberlo dejado todo y venirse al otro extremo de sus orígenes, con un desconocido del que no sabía más de lo que ha querido contarle. No se me ocurre otra definición para explicar lo nuestro que decir que deseamos compartir la vida porque nos queremos, porque confiamos en que salga bien, porque vamos a echarle muchas ganas, y porque si algo he aprendido de los míos es a no rechazar ninguna oportunidad que me haga medianamente feliz. Recuerdo que, entre los papeles de mami y del abuelo Miguel, que ahora guardo en uno de mis cajones, hay una hoja arrancada de un libro de Dulce Chacón con estos versos que me aplico constantemente: “…Solo allí, en lo más alto de nosotros mismos,/en lo más profundo de nuestras inquietudes,/podremos separar los brazos, y volar…”.       
          Los canadienses tienen un sentido de la puntualidad bastante potente. Por eso, a la hora del almuerzo, en esa franja horaria que va entre las 12:00 Md y las 2:00 pm, cuando los trabajadores hacen un alto para comer, los establecimientos públicos se ponen a rebosar de gente haciendo fila de forma muy ordenada. Bean, que viene del sector de la hostelería y se maneja al otro lado de la barra como anillo al dedo, despacha con rapidez los pedidos: ensalada de arroz con champiñones y alverjas, sándwich de ternera ahumada en pan de centeno o integral −según las preferencias− y, por supuesto, café “Tim Hortons”, que como son tan celosos de lo nacional ha de ser ese. Es muy común también aprovechar lo que ha quedado de la cena anterior, llevándolo en envases reutilizables. Mi trabajo, que no es como para tirar cohetes, consiste en, además de mantenerlo todo limpio, ir reponiendo lo que agotan los camareros. Que no falten servilletas, vasos de cartón, azucarillos, sobres de salsas… Bien abastecido cada compartimento. A veces pienso que debo haber heredado esta cualidad de la abuela Olivia, porque, según contaban, en su despensa siempre había de casi todo…
          Nuestro barrio está justo detrás del de Chinatown. En apenas seis o siete manzanas se concentra una de las zonas más bonitas de Toronto, y donde uno siempre encuentra algún sitio abierto para relajarse y tomar un pedazo de tarta casera. Una tarde, sentado en una pizzería en Spadina Avenue −una de las calles más anchas de la ciudad−, mientras esperaba que Bean terminara su turno en el restaurante, leí en el periódico una información que me atrajo: ‘Se busca personal para poner en marcha escuela de baile. Interesados acudir mañana al casting. Gracias’. El abuelo Miguel decía que mami y yo habíamos nacido para mover el esqueleto. Ella, que lo hacía francamente bien, me enseñó a llevar el ritmo de la salsa, el bolero, el chachachá…, arrancando de mí el miedo al ridículo y la sosería que tenía al principio. Ensayábamos en el comedor, y el abuelo, nuestro fan número uno, aplaudía con idéntico entusiasmo al que ponen los admiradores de las estrellas del rock. Dudo por un momento, pero recorto el anuncio y lo guardo en el bolsillo. Igual me acerco…
          Dicen unos amigos que hemos hecho aquí, una pareja simpatiquísima de orientales, con dos niñas encantadoras en plena adolescencia, que este invierno está siendo uno de los más suaves que recuerdan desde que se instalaron en estas tierras. Sin embargo, a mí me parece brutal. Bean lleva varios días pegado a la calefacción. Está de baja a consecuencia de una hernia de disco que arrastra de atrás. Me apena verle retorcido de dolor. Yo tampoco salgo más que lo imprescindible. Así que, cuando no estoy atendiéndole a él, puesto que necesita ayuda hasta para ir al baño, barnizo una cajonera que abandonaron junto a la basura y que nos gustó mucho por su diseño antiguo, pensando que sería rompedor con nuestra decoración. Conversamos poco, su estado le tiene muy callado, pero nos abrazamos mucho, porque eso nos da la fuerza para seguir luchando.
          Es jueves por la tarde, ha oscurecido completamente y apenas hay un alma por la calle. El padre de mi novio acaba de ponerle una videoconferencia, y creo que le hace chantaje emocional para que vuelva. Mientras tanto, he bajado a la sala comunitaria de lavandería, y ando seleccionando la ropa: primero las prendas delicadas, como hacía el abuelo Miguel, después lo blanco, y lo de color para más tarde. Acabo de sacar la segunda tanda de la secadora y, antes de poner la última colada donde van los pantalones, camisas gordas −incluyendo también los uniformes de trabajo− y demás cosas de abrigo, reviso los bolsillos, no sea que vaya algún dólar canadiense y la liemos. Introduzco los dedos en el de mi sudadera, y saco el recorte de prensa… Esta melodía: “¡Óigame Compay! No deje el camino por coger la vereda”, traída directamente desde “Buena Vista Social Club” −local muy popular de La Habana−, me regala el oído con las palabras que quiero escuchar… Respiro hondo, me río a carcajadas y tomo la decisión de presentarme a la selección de candidatos… Cuando subo a casa Bean me espera sonriente, toma mis manos, me conduce hasta el dormitorio, enciende la lámpara, le guiña un ojo a Ava Gardner y, entonces, el universo se desliza con fogosidad entre los pliegues temblorosos de mis dedos…

12 comentarios:

  1. Que sorpresa tan agradable ver el rumbo que toman tus narraciones, me niego a llamales de otra manera.
    Se intuye que, además de viajar con ellas, nos vsmos s introducir en un mar de vivencias amenas y enriquecedoras.
    La pena es la espera, pero como en las relaciones a distancia, se cogen con mas gusto.

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  2. Muy inteligente, nena. "Cambios" promete adentrarnos en un terreno delicado que sabrás alisar como tú haces. No te pares. Te quiero. Un besao, amor.

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  3. Buen regalo por San Jordi. Sin olvidar los orígenes del relato, nos vas desviando hacia otras vivencias. Gracias.

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  4. Antonio Álvarezabril 23, 2017

    Me envuelve la magia como cada quince días. Ya eres imprescindible, amiga. Te camelo.

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  5. ya friso por leer lo que sigue, me tienes subyugada, describes Toronto como si estuvieses ahí, brava!

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  6. Un habanero en Toronto. Octava entrega del relato encadenado de Mayte, un texto precioso.

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  7. Me encanta Mayte. Andy va encontrando estabilidad .Muy actual.

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  8. El viaje continua sorprendiendo al lector, enganchado a las vivencias de tus personajes q ya son parte de una historia q no queremos q termine... Lo mismo q ocurre con las cosas buenas. Esperando próxima etapa...

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  9. Como siempre que te leo, te acompaño cogida de tu mano a donde me quieras llevar, así de fácil es seguirte y leerte. Un placer que quiero seguir dándome. Gracias por escribir así.

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  10. La he compartido con una amiga que recientemente estuvo en Vancouver y dice que es exactamente igual, tal cual!!

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  11. Al leer la primera frase de este capítulo "Recuerdo que cuando bajé del avión....." pensé que de alguna manera ponías a tu personaje a salvo. Nada más lejos de la realidad, comprobamos enseguida que transitas de manera firme por un enamoramiento y una cotidianidad cautivadores y apostando por la rotundidad y el riesgo que merece la historia, la que brota del pasado que lleva Andy consigo. Madrid terminó con una mirada al suelo de la madre y un despegue que ha puesto definitivamente en el centro al auténtico protagonista de todo lo leído hasta ahora. Creo Mayte que nos regalas literatura de altos vuelos. Seguiremos la ruta.
    Besos.

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  12. Gracias por invitarme e integrarme en este breve viaje por la Habana.
    Genial tu nuevo escrito, porque,como dice una lectora tuya,"te acompaño cogida de tu mano a donde me quieras" Un abrazo desde Málaga, Mayte.

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