No sé si la abuela
Olivia, de la que tanto he oído hablar y a
quien imagino cercana, cariñosa, con suaves tonos de maquillaje realzando su
belleza y prendas muy sencillas, hubiera querido conocer el sudoeste de
Inglaterra, y más concretamente la ciudad de Bath, fundada por los romanos como
un complejo termal en el condado de Somerset, pero por si acaso la traigo
conmigo en el corazón, como al resto de los que ya no tengo al lado. Siguiendo
la tradición familiar que nos define con espíritu algo nómada, extiendo sobre
la tabla donde se trazan las rutas el mapa configurado con los sitios que voy a
visitar, haciendo acopio de cuantas notas he recopilado respecto a costumbres,
cultura y lugares más emblemáticos, que no
famosos. Destacando, por supuesto, el Teatro Royal, en Saw Close, donde pienso
disfrutar del mejor Shakespeare −soy de gustos bohemios− y del impresionante
salón en el que, a su hora, sirven el té
mayordomos idénticos a los que había en el siglo XIX.
Me muevo por las calles de esta ciudad
con suelo de adoquines en las peatonales y amuralladas por edificios prácticamente
de tres alturas, de estilo georgiano y característicos por sus piedras color
miel extraídas de las canteras de la región. Casi todo el cielo en Reino Unido
es una película gris aislante que no deja penetrar el buen humor que aportan
los rayos del sol. Quizá de ahí venga el hermetismo británico que, según mi
opinión, les hace ser tan rancios. En el tiempo escaso que llevo he comprobado
que los botanienses son de trato seco, chocante para un tipo como yo que ha
crecido en lo coloquial y rodeado de calorcito. Antes de hacer el “check-in” en el albergue
Backpackers −que no está mal para pasar algunas noches si no eres muy
exigente−, la parada obligatoria, según me indicaron en el aeropuerto, es
deleitar el paladar con un manjar típico de esta tierra: los “Sally Lunn buns” −bollos cuya receta de horneado mantienen en
secreto−. ¡Cómo le habrían gustado a mi vieja! Sé que estoy preparado y abierto
a cuanto me depare esta aventura. Hoy mis circunstancias son muy distintas a
cuando viajé solo por primera vez para cumplir los últimos deseos de mamá. Sin
embargo, por miedo a que la adrenalina que segregan las emociones solape el recuerdo de los míos, traigo una serie de
amuletos que harán mi periplo mucho más ligero: La navaja multiusos de Miguel,
la foto de El Malecón en la que Mirta aparece con una postura como si estuviera
flotando, la funda billetero de tela impermeable donde mami, cuando salía por
ahí, guardaba la documentación y el dinero por si le robaban el bolso, una
carta que me escribió Eloy estando ya muy malito y el prendedor para el pelo de
la abuela Olivia.
He madrugado bastante. En el desayuno sirven “baked bens” −tostadas que llevan por
encima alubias cocinadas en salsa de tomate−. A mí, que soy de chocolate con
churros, me dan ganas de salir corriendo al váter
y regalarle los jugos de mis últimos lustros, pero me adapto si no quiero
desfallecer. Siento gran curiosidad por conocer el puente Pulteney, que se hizo para atravesar el río Avon. Así que,
ataviado con el equipo completo de caminante, me dirijo hacía él. Fue diseñado
por Robert Adam y finalizaron sus obras allá en
1773. Es habitable, y forma parte de los únicos cinco existentes en el mundo que también lo son.
Visto desde el lado norte parece un suburbio suspendido por grandes columnas
que surgen del fondo del agua, tan distinto de la cara sur que, si se mira de
lejos, da la impresión de ser un pequeño pueblo
elegante con torreones y campanarios. La realidad es que atravesarlo es
impresionante, ya que a lo largo de toda la
estructura hay tiendas de antigüedades, un bar de zumos y diversos comercios de
los que al abuelo Miguel y a mami tendríamos que haber sacado a empujones. Me quedo un
rato mirando a un mimo transformado en Estatua de la Libertad. ¡Qué bien lo
hace! Y cuando cae una moneda en su cajón de hojalata parpadea una luz en la
antorcha.
Con una botella de agua y dos
recipientes de comida asiática que he comprado en un punto de venta callejera,
me siento en el césped frente al “Royal Crescent”, que
es un conjunto de viviendas pareadas como en cuarto creciente y con una fachada que crea una instantánea que da aspecto de
palacio. Después de esa franja reservada al “Afternoon Tea” −té de la tarde− con “scones” −panecillos típicos de
Escocia con “clotted cream” una nata densa
típica de Inglaterra−, visito el “Postal Museum”, que está alojado en el sótano
de la oficina de correos. Contiene exposiciones de plumas y sellos, buzones,
vestidos de época y toda clase de complementos del cartero. Mientras que un
guía trata de despertar el olfato a tinta y papel que allí planea, por alguna
extraña razón, delante de la vitrina que protege los sellos de caucho, me viene
a la memoria La Habana
y el abuelo Eloy. Mamá contaba que en el Hospital Universitario General Calixto
García, donde trabajaba como enfermero, los
pacientes pedían que fuera él quien los bajara a las pruebas médicas, porque decían que deslizaba la camilla con tanta
delicadeza como lo haría un trasatlántico de seda a toda máquina por los
pasillos. Cada semana el abuelo nos escribía, a veces para contar chismorreos y
otras para insistir que se encontraba animado, pero sabíamos que no era así. De
pequeño, en el colegio, fantaseaba con mis compañeros afirmando que algún día
me iría a mi castillo en el imperio de Cuba…
Costwolds es
un distrito no metropolitano cuya zona típicamente inglesa se halla ensamblada
entre lomas verdes y pequeños pueblos. De todo su perímetro elijo la aldea lanera
de Painswick −desde Bath merece la pena hacer el trayecto en tren−, estampada
sobre una colina que mira a los valles Stroud. Antes de introducirme por los
prados, en honor de mami que tan presente la tengo en este viaje, hago un alto
en “The Royal Oak”, un pub restaurante del siglo XVI con decorados medievales y
una chimenea de leña que invita a quedarse. Bean
Howard es el hijo del encargado. Calculo que sea
aproximadamente de mi edad, o puede que algo mayor. Es educado, solo bebe
cerveza y se maneja bien al otro lado de la barra. No hay más clientes, así que le hago un par de preguntas, y por suerte
para mí la conversación se prolonga. Descubro a una persona misteriosa, inconformista,
que se lo guarda todo para sí −mi carácter latino-caribeño es más dado a
expresar−, con un desagradable a veces humor ácido que a mí desde luego me
descoloca y desvela, desde mi punto de vista, esa imagen tan anglosajona de
creerse superiores al resto de la humanidad. Aunque claro, después uno
profundiza y…
Es la primera vez que me emborracho y, para ser del todo sincero, no
sé por qué lo hago. Claro que, a quien se le diga que con media pinta de
cerveza rubia estoy al borde del coma etílico, se parte de la risa. En casa
siempre había una botella de ron de la marca “Legendario. Añejo Blanco”
−producido en Santiago de Cuba−, que mamá mantenía precintada y tan sólo en
ocasiones especiales ponía de adorno en la mesa junto a unos platicos −muy a su
manera− con picadillos de queso, jamón, aceitunas, y a veces, dándome gusto,
añadía unos saliditos con pedacitos de pizza. Recuerdo que el abuelo Miguel,
guiñándome un ojo e imitando el acento cubano, decía, señalando
con un dedo al frasco de vidrio: ‘Mijita,
¿pero que tú no comprendes que esto es una tentación para las tripas y una pena
dejarlo así, echadito a perder?’. Entonces, pasados unos minutos de
silencio, nosotros dos rompíamos a carcajadas,
mientras que ella, enfadadísima, refunfuñaba llamándonos tontos de remate.
Painswick invita al recogimiento, o eso es lo que yo percibo. Me impresiona la
belleza de la antigua iglesia de St. Mary, con sus 99 árboles del tejo −cuentan
que cada septiembre se recortan y que las partes más frescas se utilizan para
elaborar el “paclitexel”, fármaco para el tratamiento del cáncer− entre tumbas
que datan del siglo XVIII. Y no me voy sin visitar Art Couture Gallery, donde
encuentro una amplia gama de cerámica de artistas locales, joyas hechas a mano
y muchas obras de arte “wearable” −vestidos que
cambian de color y de tamaño, por ejemplo−.
Horas antes de abandonar Reino Unido, y con síntomas de estar incubando un fuerte
resfriado, regreso a Bath entrada la media
noche. He dejado para el final una de las visitas estrella que ofrece esta
ciudad: los jardines Parade Gardens, donde me sorprenden unas bellísimas estatuas
florales. Sentado en una hamaca, bien abrigado, a pie de césped y a nivel del
río Avon, repaso tramo a tramo lo que ha dado de sí el viaje. Las cosas que
inevitablemente van a quedar atrás y cuantas me llevo instaladas por debajo de
la piel en pequeñas partículas. Ahora no sabría
precisar en cuál de mis cumpleaños el abuelo
Miguel, que entonces salía poquísimo a la calle, no me compró ningún regalo
material. Pero cuando llegué del colegio tenía en los pies de la cama un
paquete. Lo abrí y corrí a darle un abrazo. Con lágrimas en los ojos dijo que
era uno de los libros de poesía preferidos de la abuela Olivia, y que a ella le hubiese encantado que lo tuviera yo.
Así que sin grandes esfuerzos vienen frescos a mi memoria los siguientes versos
de la estadounidense Elizabeth Bishop, poetisa laureada nacida en 1911 en
Massachusetts: “Perdí mi tierra, mi rumbo y aguanto/de lo más bien tanta
pérdida. Es cosa/de acostumbrarse: no, no es para tanto”. Cierro los ojos y
reflexiono sobre mi futuro, ultimando detalles hasta dar el paso definitivo que
cambiará mi vida por completo. Cuando los vuelvo a abrir tengo a Bean Howard
delante, maquillado y pidiéndome ayuda para ponerse el traje que le convertirá
en Estatua de la Libertad …
La vez que mami volvió de La Habana de enterrar al
abuelo Eloy, la sorprendí con la nariz rastreando los muebles, las cortinas,
las servilletas, las estanterías a rebosar de revistas, de papeles que llevan
ahí siglos, de discos de vinilo… Fue también al
cajón de las servilletas, al otro donde guardamos la ropa de cama, a la
despensa y por último a la cocina… ‘¿Pero,
¿qué haces?’, pregunté alarmado y pensando que había perdido la cabeza. Me
contestó muy sería: ‘Reconocer los olores
del hogar es volver a los instantes de amor y de diferencias que se establecen
en toda relación’. No dudo que sea así, pero en
cualquiera de los casos acabo de abrir la puerta de mi casa y de momento solo
huele a cerrado…
Gracias amiga por llevarnos al sur de Inglaterra, viajar con tus relatos es mágico!
ResponderEliminarConozco la parte de Inglaterra que describes y te ajustas bastante a la realidad. ¡Sigue, nena!
ResponderEliminarEn este relato encadenado, cada personaje tiene su propia historia, y su paisaje, bien documentado, como vemos de nuevo en esta ocasión. Un beso.
ResponderEliminarDe nuevo un relato muy elaborado pero en esta ocasión me ha faltado la magía que encontré en los anteriores. De todas las maneras gracias por llevarme a unos lugares donde no he estado y donde seguramente no estaré.
ResponderEliminarMayte, hoy nos has llevado con tu relato a Inglaterra y es como si estuvieramos
ResponderEliminaralli. Lo haces tan real....escribes muy bien, siempre te lo digo.
Un beso grande.
Muchísimas gracias por tus hermosos relatos.Un abrazo.
ResponderEliminarHasta hoy no he podido aceptar tu invitación al "viaje" de cada quince días. Te agradezco una vez más el regalo, querida amiga. Más que los medicamentos me ha entonado volver a sentir y emocionarme con tus personajes y esos paseos a lugares tan entrañables. Te camelo, escritora.
ResponderEliminarHoy me he sentido en Inglaterra me ha encantado el relato hay que ver el trabajo de documentarte enhorabuena Maite
ResponderEliminarAndy, en el sur de Inglaterra. Una nueva entrega del relato, apasionante en su sencillez.
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ResponderEliminarPrecioso viaje veo que sigue la tradiciòn familiar.Me ha emocionado lo del regalo de cumpleaños que le hizo Miguel.Un libro de poesías.