Dos años después del
accidente que costara la vida a sus padres, octogenarios, cuando regresando de un viaje a Portugal el autobús se fue por un
terraplén dando varias vueltas de campana, León Torres
entraba por primera vez en la casa donde
crecieron sus antepasados. Al cabo de nueve
días con veintitrés horas encerrado en el dormitorio principal, revisando
papeles amarillentos que encontró en una caja de puros dentro del armario, cayó
en la cuenta de que no conocía del todo a su familia, que había páginas
escritas de aquella dinastía que, de no haberlas descubierto ahora, nunca
habrían salido a la luz. Lo dejó todo sobre la cama revuelta, cerró los ojos
por un instante, apoyó las manos en los muslos, se puso en pie, y atravesó la
pequeña sala que comunicaba con la cocina, donde
se sirvió un vaso de agua. Mientras bebía, recreándose en cada sorbo, como si fuera un
placer que tardaría mucho en volver a disfrutar, tomó la decisión de viajar a la República Popular
China, concretamente a la ciudad de Zhuzhou, en la provincia de Hunan, para
tratar de dar con el paradero del autor de la carta que, con el matasellos
lleno de caracteres chinos, dirigida a su madre y fechada en 1955, no paraba de
dar vueltas en su memoria: ‘Querida
Matilde. Os extraño mucho, y me duele conocer el estado tan delicado en el que,
según cuentas, se encuentra padre. Transmíteles mi cariño, y diles que en
cuanto me sea posible volveré a España, pero que deben comprender que tanto mi
situación política como personal no es la adecuada para hacerlo en estos
momentos. Siempre tuyo, tu hermano Fermín Lobo’.
A León le costó encajar aquellas
piezas en su sitio. Desconocía la existencia de ese pariente, que su abuelo
estuvo procesado por robar una canasta de manzanas −cosa que no era verdad− y a
punto de aplicarle la pena de muerte, que sus raíces eran más republicanas de
lo que siempre sospechó… Que al enviudar su abuela se lió con el tabernero del pueblo de al lado, dándole muy
mala vida, y que ahora entendía las palabras de
su madre siempre que le preguntaba cómo estaba
y ella respondía: ‘¡Ah, si yo te contara!’.
Pero nunca lo hizo, al menos delante de él…
Días después, con toda la información estructurada en su cabeza, anotó en una
hoja pequeña de cuadrícula varias cosas a hacer: Anular la cita con el dentista
para la limpieza de boca −total pensaba comer solo arroz−, asegurarse de que el
pasaporte estaba vigente y sacar el visado, hacerse
un seguro médico con cobertura para un tiempo determinado, iniciar en su centro
de salud lo necesario para las vacunaciones de Hepatitis A y B, cólera y
paludismo −recomendaciones dadas por los conocidos de un amigo que volvían de
allí−, comprarse un diccionario de inglés actualizado y dejar a la vista su
testamento, por si las moscas…
Casi diecinueve horas −tiempo más que
suficiente para pensar− separaban a León del Aeropuerto Internacional de
Changsha Huanghua, y unos cincuenta minutos más para llegar a su destino final, en Zhuzhou… Fermín
huyó del país en 1954, acusado, junto a otras personas, de conspirar contra el
régimen. Eran agricultores, de Madarcos, un municipio de la Sierra Norte , a 94 kilómetros de
Madrid. Vivieron en una casa no muy grande, para ser de pueblo, hasta que, a
los pocos meses de fallecer primero el abuelo, y después la abuela, su madre se
trasladó a la ciudad a emprender una nueva vida, la que él conocía y tenía como
única… Pero, ahora, al aparecer la llave que abría presuntamente aquel pasado,
necesitaba atar todos los cabos sueltos…
Dentro del taxi que le llevaba al
hotel, León Torres sintió ahogo. Aunque procedía de Madrid, donde la contaminación también era elevada, jamás
había visto semejante capa espesa de esmog como la que tenía delante. El atasco
en las calles era monumental y la conducción caótica, sin
parar de tocar el claxon continuamente. Agarrado con ambas manos al borde del
asiento, cerró los ojos, pareciéndole que así
llegaría antes. Tras instalarse, bajó a recepción, donde, haciéndose entender en un inglés muy básico sobre el
verdadero motivo de su visita y mostrando el remite de la carta de Fermín, le
proporcionaron un guía de confianza que a veces trabajaba para sus clientes y
que le ayudaría a realizar su periplo emocional. A la mañana siguiente, con lo
imprescindible en la mochila, el barbijo colocado y la mejor de sus sonrisas,
Kun −que significa universo− y él, emprendieron camino hacia la capital de
Guangzhou, en la provincia vecina de Guangdong, donde se hallaba el consulado
español más cercano. Reconocida la amabilidad con la que le recibieron, es
justo decir también que no sacó nada en claro. No le dieron norte a las
preguntas tan elementales que hizo: Si oficialmente su tío seguía residiendo en
la misma dirección que aportaba Fermín, si estaba vivo y si había posibilidad
de facilitar una cita entre ellos. Pero salió de allí igual que entró, con todo
por empezar…
Así que, retornando a Zhuzhou, con Kun
pegado a su costado, inquieto porque le daban mal fario los sitios oficiales,
fueron a la comunidad Qingxia −ubicada en un suburbio de la ciudad− donde el
paisaje que se ve, fundamentalmente, son fábricas fundidoras con sus miles de
chimeneas febriles, plantas químicas, de preparación de carbón y de energía… No
fue demasiado complicado dar con la casa que buscaban. Les recibió Shan −que
significa coral−, una anciana de pasos cortos pero
con gracia, algunas costumbres muy occidentales y ese tono de voz, cóncavo, que
solo tiene quien ha amado mucho. Le saludó en castellano, preguntando primero
por el viaje, el motivo que le trajo hasta allí, dónde se hospedaba, cómo había
dado con ella y, quizá esto fuera lo que más descolocó a León, por Matilde, su
madre. Sin embargo, antes de responder, quiso saber de Fermín, quien murió
hacía cinco años, abducido −según su mujer− por el dragón de la contaminación
−así definía el aire que le fue afectando durante los años que trabajó en el
mundo de la siderurgia−.
Kun observaba a cierta distancia de
ellos. León, entendiendo que iban a entrar en terreno familiar delicado, le indicó que se marchara tranquilo, y que a la mañana siguiente se verían en el hotel.
Shan preparó sopa de langosta muy especiada, arroz glutinoso relleno de judías
y envuelto en hojas de bambú y pato laqueado cortado en finas rodajas. Todo
elaborado siguiendo el protocolo de la cultura milenaria que tanto caracteriza
a China. ‘Fermín fue buen esposo
−aseguró, mientras le ponía la comida con servidumbre, molesta para alguien
como él que defendía la igualdad en su amplia expresión−. No tuvimos una vida fácil. Que me escapara a vivir con un occidental
provocó el
rechazo de los míos, sintiéndonos abatidos y al borde de la pobreza en
múltiples ocasiones, sin posibilidad de acudir a nadie. Antes de morir tu
abuela, cuando hermana Matilde escribió para decir que estaba muy enferma,
quiso ir a visitarlas, pero salir de China le habría complicado mucho las cosas, y entrar en su
país más aún −dijo, eligiendo delicadamente cada palabra−’. ‘Yo no sabía... Nunca imaginé que tuviera un
tío −manifestó, mirándola a los ojos−.
De hecho, tampoco me constaba que existiera la casa de pueblo donde nacieron. Gracias a eso,
y a todos los documentos que mi madre guardaba allí, he llegado hasta aquí’.
Permanecieron breves minutos en silencio. Shan amontonaba lo utilizado en la
comida en una especie de barreño desgastado, y secaba
sus manos con la esquina de su delantal. Y hablaba mucho, sin respiro, concentrando
en las frases los avatares de toda su experiencia. Desapareció, y al poco vino
con una bolsa de plástico atada con un cordón que en su tiempo debió de ser
blanco. Se la entregó a León porque Fermín pensaba habérsela enviado a Matilde.
‘¿Cómo murió? −preguntó,
emocionado−’. ‘Se le apagó la luz en un
golpe de tos. −soltó…’.
Cuando regresó a España visitó a su
madre en la residencia donde llevaba meses desde que el Alzheimer se agudizó.
No conocía ni reaccionaba a ningún estímulo, pero él, convencido de que ella se
sujetaba aún de un hilo a la realidad, llevó consigo el paquete que le dio Shan
con fotografías, con cartas para Matilde que nunca se enviaron, con los visados
y permisos de residencia que fue apilando a lo largo de los años, y un pasador
para el pelo, hecho a mano, con una nota manuscrita que decía: ‘Siempre tuyo, tu hermano’. La mujer, con
la mirada distraída y sentada en una butaca frente al ventanal con vistas al
jardín, se dejó coger las manos por el hijo que empezó a contarle cosas del viaje,
de Kun, de su amabilidad y dedicación para hacerle la estancia más agradable, y
de su cuñada, esa anciana encantadora que le trató con infinito cariño… Omitió
que Fermín rozó casi la indigencia y murió de “fibrosis pulmonar con patrón
restrictivo severo”. Igual también algo de nostalgia al echar de menos el calor
de los suyos…
Un años después, a punto de cerrar la
casa del pueblo para ponerla a la venta, mientras recogía los pocos objetos
personales que quedaban, León cayó en la cuenta de algo que hasta entonces
había pasado por alto: El respeto por conservar
las cosas que apuntalan la historia de cada uno. Shan, las vivencias con el tío Fermín. Éste, sujetando con
un prendedor artesano la tristeza de no haber visto nunca más a sus parientes,
y a la vez la fuerza que sacaba de ellos para seguir adelante y quizá poderlo
hacer algún día. Y de Matilde, su madre, la inteligencia de guardar la carpeta donde
se hallaba el mejor regalo que podía recibir León: las verdaderas memorias de
su familia. Salió afuera y ajustó la puerta. Y quitó el cartel de la
inmobiliaria, llamando después por teléfono para comunicar que, de momento, no tenía
intención de deshacerse de aquel hogar. Ya que,
tal vez, en un futuro no muy lejano, podría ser el suyo, e invitar a los amigos
a sopa de aleta de tiburón.
Nena, qué bien tenerte de nuevo. Qué potente tu regreso oriental. Bien escrito. Besos
ResponderEliminarSi no podemos saber a donde vamos,al menos es bueno saber de donde venimos.Un bonito relato.Esperamos más.
ResponderEliminarUn beso.
La importancia de conocer nuestras raíces, aderezada con un toque de sofisticación. Gracias por volver Mayte.
ResponderEliminarSiempre me sorprendes con las incógnitas de tus relatos. Al final todo se resuelve de una forma muy interesante que siempre me sorprende. Bienvenida
ResponderEliminarHola, Mayte. Sorprende una vez más, aparte de la variedad de tus historias, el conocimiento de los ámbitos geográficos donde transcurren. Te seguimos disfrutando. Un abrzo.
ResponderEliminarValora el momento que vives te ayuda a saber qué quieres. El protagonista León Torres, se había marcado un camino claro, pero encontró historias desconocidas a las que seguir la pista, por lo que quitó el cartel de se vende para replantearse las cosas.
ResponderEliminarlos diplomaticos son siempre tan politicamente correctos que terminan comportandose como los propios lideres politicos: hablan muy bien, y en ocasiones tienen buenos sentimientos -como los psicologos-, pero rara vez solucionan problemas. Nosotros lo resumimos asi: "mucho lirili, pero poco lerele". Emotivo relato, como todos los tuyos Mayte. Felicitaciones de nuevo, somos pocos pero suficientemente agradecidos. (Twitter: Roldanet)
ResponderEliminarCuánto rigor previo y qué capacidad de emocionar. Gracias por hacerme sentir siempre. Gracias, muchas gracias.
ResponderEliminarPrecioso relato me recuerda a Retahílas de Carmen Martin Gaite. Ese hurgar en las nostalgias del pasado, la vinculación al lugar a la casa, que ya estaba olvidada. Tal vez no sea así pero a mi me lo ha parecido.
ResponderEliminarGracias por compartirlo conmigo.
Beso Mayte