‘Seré sincero contigo, ya que así lo deseas: contando con que la cirugía
que realicemos funcione, que los ciclos de quimioterapia y radioterapia también
lo hagan, que tus hábitos de vida cambien a mejor, que la suerte nos mire un
poco de frente y que la metástasis a distancia no aparezca pronto, podríamos ganar algunos
meses de normalidad. Pero, como sabes muy bien, este tipo de cáncer, poco común, tiene
un desarrollo bastante virulento y, a partir del diagnóstico, la expectativa de
vida no va más allá de los dos años. Como te comenté en su momento, existe
también la posibilidad de un trasplante… Se te realizarían las pruebas de
compatibilidad imprescindibles e iniciado el protocolo entrarías en lista de espera…
Todo esto contando con que no se infiltre rápidamente el epicardio y provoque
un derrame pericárdico, desencadenando el taponamiento cardiaco. El tiempo no
cuenta a nuestro favor, tienes que tomar ya una decisión, Borja’ −dije. Se
quedó pensativo unos segundos, e inmediatamente, con ese tonillo irónico que
tanto me sacaba de mis casillas, preguntó−: ‘¿Quieres decir, doctor, que, antes de acabar conmigo, el cáncer de las pelotas
me dejará hecho unos zorros, con los sueños a medio camino y la dignidad a
prisión incondicional y sin fianza? −La respuesta era obvia, había sido muy
claro con él−. Te propongo algo −continuó−. Hagamos un
viaje, los dos solos. Tómate unos días libres y vayámonos lejos, como hicimos
de jóvenes, cuando cogimos el dinero que mamá estaba ahorrando en un bote para
arreglar el baño y la cocina, y nos largamos dos semanas a Oporto. ¿Te acuerdas?’
−Me acordaba. Y me dolía tanto porque, aunque estaba acostumbrado a ver la
enfermedad de cerca, esta vez era diferente. Era algo muy mío quien sufría la invasión de células con comportamiento
rebelde. Volví de mis pensamientos y le respondí−: ‘¡Vaya si lo recuerdo, cabronazo! Sobre todo
porque, al ser tú el pequeño, me
tocó reponerlo con mis primeros sueldos. −Reímos a carcajadas−. Tampoco se me olvida, no te vayas a creer
−proseguí−, la cara que puso papá cuando, muy serio una
noche cenando, se te ocurrió decir que empezábamos a trabajar de aparcacoches
en el Hotel Ritz. Ahí hundiste mi reputación de chico serio y responsable
delante de la abuela… −Dejé un breve espacio de silencio y seguí−. Pero ahora es diferente. Tengo obligaciones
y algunos pacientes muy graves. No sería ético por mi parte desaparecer y
dejarles así. Tampoco sabemos cómo evolucionará lo tuyo y, además, están Carmen
y las niñas… Bueno, ya no lo son tanto. Han ingresado en el mundo universitario por
la puerta grande… ¡Es que hace muchísimo que no vienes por casa…! La mayor hace
Virología. Le gusta esa rama de la Microbiología. Itziar ,
que cada vez se parece más a ti, en todos los sentidos, va para Veterinaria…
Pero supongo que todo eso lo sabes por
ellas’.
Diez madrugadas después del día que hablamos, y
tres horas antes de tocar el despertador para ir a trabajar, nos sobresaltó el
sonido del teléfono. Era un compañero del hospital. Mi
hermano había entrado en estado crítico por urgencias,
desde donde fue trasladado a la unidad de cuidados intensivos. Mientras
me vestía con lo primero que encontré en el armario y Carmen hacía un Nespresso, pensaba en mis padres y cómo
habrían sufrido viendo al hijo fortachón y vitalista tener ese final tan
lamentable. En el seno del fregadero dejé la taza casi llena. De no haber tenido tanta prisa la habría aclarado y
metido al lavavajillas, como hacía siempre. Entré a la UCI con guantes de látex,
bandana grande cubriendo todo el pelo de la cabeza, mascarilla quirúrgica y
bata desechable sobre pijama sanitario. Le encontré adormilado pero consciente,
cogí su mano y busqué el pulso. Era ya muy
débil. ‘¿Cómo estás, viejo?’ −Dijo
con voz ronca.
Desde que la novia con quien se iba a
casar murió en accidente de coche, cuando regresaba a la ciudad después de
pasar unas cortas vacaciones en la sierra, Borja llevó una vida bohemia durante
cinco años. Quedó destrozado. Nunca llegó a superarlo del todo. Un buen día,
muy tranquilo, acabada la sobremesa, antes de retirarnos para descansar un
poco, dijo que se marchaba un año a Argentina, a recorrer el país en bicicleta.
Mi padre, de pura impotencia, con el puño cerrado y una subida de sangre en el
blanco de los ojos como si de fuegos artificiales se tratara, dio un golpe en
la puerta y dijo que, mientras estuviéramos
bajo su mismo techo, ahí se hacía lo que a él le salía de los cojones. Mi madre
sollozaba silenciosamente. Ninguno de los dos fueron los mismos, la pena les
fue consumiendo lentamente. Al cabo de un tiempo contactó conmigo, confesando que no había llegado más allá de Burgos,
pero que ese distanciamiento le había servido para ver las cosas claras y
priorizar. No tuve valor para echarle en cara lo que pensaba, o sí, tal vez, ya
que no se lo puse nada fácil. Regresó a la casa
familiar simulando absoluta normalidad, tanto en sus finanzas −que no lo eran−,
como en su relación sentimental −que no existía−… A mis padres aquello les
cogió mayores y cansados. Casi no pudieron
disfrutar entre los tres de la compañía. A regañadientes, por no disgustar a
nadie, accedí a hablar con el cuñado de Carmen, que
tenía una herboristería y buscaba a alguien de confianza que, de momento, se
quedara por las tardes al frente de la tienda. Poco a poco, encontrando el
sentido que necesitaba dar a su vida, Borja se
introdujo en el mundo de las plantas, haciéndose
buen experto en infusiones y tratamientos contra la obesidad.
Todo marchaba con normalidad. Le
apasionaba el trabajo que desempeñaba, formaba parte de un grupo de amigos muy
consolidados y, aunque nosotros apenas le veíamos, sabíamos de él porque
llamaba todas las noches para hablar con las niñas, acabando la conversación con la misma promesa de siempre: ‘A ver si voy a recogeros y comemos juntos’.
Uno de los fines de semana que salía de una guardia de veinticuatro horas, me
esperaba en el aparcamiento del hospital. Le vi mala cara. Me dijo que no se
sentía bien. Observé que, aunque había perdido bastante peso, el abdomen y los
tobillos estaban hinchados. Le pregunté qué síntomas notaba. Dijo que a veces fiebre y sudor de noche. La jefa de
urgencias era muy amiga mía. Hablamos con ella
y nos facilitó las cosas para que le hicieran algunas pruebas. El resultado de
la ecocardiografía empezó a levantar mis alarmas, pero, como quería estar muy
seguro, pedí una tomografía computarizada, que vino a corroborar el diagnóstico que temía: mi
hermano desarrollaba un angiosarcoma cardiaco, lo que para entendernos viene a
ser: cáncer de corazón.
Como médico sabía que el tumor, tal y
como mostraban las imágenes, por lo violento que había irrumpido ya en otros
órganos, era irresecable. Pero como pariente necesitaba agarrarme a las tablas
de la esperanza, esas mismas que en un porcentaje infausto también naufragaban.
La guerra declarada del juramento hipocrático contra la promesa hecha a Borja
de no alargar inútilmente su agonía ponía
dentro de mí un dilema de difícil solución. Sin lugar a dudas, los siete días
que llevábamos así, se estaban convirtiendo en los más largos y dolorosos de
toda mi existencia. Siempre que algún compañero o Carmen se quedaban con él,
aprovechaba para salir un rato de la
UCI , darme una ducha y visitar a los pacientes que tenía en
planta. La dirección estaba siendo muy benevolente conmigo, dándome absoluta libertad a la hora de atender mis
responsabilidades. Ahora, más que nunca, comprendía la angustia en los rostros
de los familiares a los que a veces −no todo el personal sanitario es así−
contamos que las posibilidades de recuperación son ínfimas,
y nos damos la vuelta para coger una gráfica distinta que nos conduce a otro
número de cama…
Ignoro por completo si, en la recta final de su vida, Borja se resistía a
separarse de nosotros, pero yo sí lo hacía para no quedarme sin él. Una vez
más, el amor de hermano solapaba la sensatez que debía mantener como cirujano.
Caía la noche, calurosa, igual que las pasadas. Subí hasta la azotea a fumar un
cigarrillo −el primero después de quince años− y tomar una lata de cerveza.
Llevaba el pijama empapado en sudor, me senté en el suelo y lloré, lloré
desgarradamente, abrazado a las piernas y con la sensación de que una bolsa de
agua acabara de romperse en mi estómago. ‘Respira
despacio’ −me oí. Lo hice y me puse a ordenar recuerdos en la memoria,
porque no quería dejar escapar ni uno solo. Cuando estuve más calmado, volví y
le dije a Carmen que se marchara. Besó la frente de Borja y acarició mi mejilla
−siempre intuí que se atraían−. ‘Intenta
dormir algo’ −dijo, antes de irse−. ‘Lo
intentaré…’. Sus constantes vitales eran ya muy débiles. Decidimos sedarle
para que no sufriera, y así me quedé, cogido de su mano, hasta la mañana
siguiente que despuntó el día amenazado de tormenta…
Nota: Agradecimiento a la
doctora Marta Fuentes, por su ayuda en los conceptos médicos y documentación al
respecto.
Nena, hoy me dejas sin palabras. Me quito el sombrero ante ti. Un beso.
ResponderEliminarCon el corazón en un puño, lo he leído de un tirón y lágrimas en los ojos.
ResponderEliminarA pesar de lo desgarrador, es muy bonito Mayte. Buen relato.
ResponderEliminarIntenso, real y muy triste...... Muy emotivo......
ResponderEliminarDe qué manera sintetizas lo que sucede cuando te toca a ti. Relato muy duro pero muy bien llevado.
ResponderEliminarNunca mejor dicho, cuando te toca es cuando se comprende a los demás,muy bien escrito y sentido,un beso
ResponderEliminarQuerida Mayte, una vez más ayudándome a seguir, a pesar de estar herido de silencios, a pesar de la rabia ante la agonía de la luz. Eres hermosa y hermoso es lo que escribes.
ResponderEliminarBesos.
Mayte: Muy emotivo. Y parece escrito por alguien profesional de la medicina. Un abrazo.
ResponderEliminarEnhorabuena Maite, el entender y describir esa situación, es una realidad muy dura, sólo lo podemos saber las personas que hemos pasado por ella. Pero hay que hablar de ello sin ataduras, tu lo has hecho muy bien
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