El centro de Madrid
estaba colapsado. Los trabajadores de las empresas concesionarias encargadas de
realizar la limpieza municipal habían convocado
manifestaciones reivindicando mejoras salariales, así como la paralización de
los despidos inmediatos que se rumoreaban, y que de ser ciertos pondría el
futuro de muchas familias en peligro. Ese día tenía una cita importante, y me
encontraba retenida en la
Glorieta de Bilbao, entre las calles de Sagasta y Fuencarral.
Conecté la radio para que se me hiciera más corta la espera. Por el retrovisor
vi que mis labios necesitaban una mano de carmín, pero
los nervios agarrados al estómago no me dejaban perfilarlos con perfección.
Faltaban tres semanas para que diera
comienzo la entrega de premios ‘El Teclado’. Una gala sencilla, de bajo
presupuesto y organizada por la agrupación de autores −escritores y
periodistas− freelance. Entre los
galardonados de las diferentes categorías estaba
una vieja gloria de la televisión extranjera. Era la primera vez que
celebrábamos algo así; la excusa perfecta para
destinar los fondos que recaudáramos a personas que, habiendo estado vinculadas
profesionalmente con el mundo de las artes, ahora, por diversos avatares de la
vida, se encontraban por debajo del umbral de la pobreza. Mi trabajo consistía
en entrevistarme con los candidatos para adelantarles lo fundamental de la
ceremonia, las razones que nos movían, la butaca que se les asignaba y el orden
en el que subirían al escenario.
Carlos Pueblo −ya retirado− había sido
un famoso presentador de las noticias en la BBC. Nacido en Las
Grajeras, a 11
kilómetros de Alcalá la Real , provincia de Jaén, acabó sus estudios en
Granada y Madrid. Después, por mediación de uno de nuestros más influyentes
comunicadores, trasladó su residencia a Londres, donde estuvo hasta que regresó
con 76 años −de eso hace cinco−, entre otras cosas para recuperar la
nacionalidad que perdió al adquirir la británica. Me citó en el café de Ruiz,
en el barrio de Malasaña. Pedí lo mismo que tomaba él: un té granizado de
canela, especialidad de la casa. Aunque pronto se llenaría de clientes, fieles
a las buenísimas cervezas artesanales que servían, la mesa que eligió para la
ocasión, redonda y arrinconada, parecía ensamblada, con nosotros también, como atrezzo de un reservado. Carlos Pueblo
tenía un aspecto bastante común. Conservaba casi todo el pelo, ahora cano, que
llevaba muy rapado. Estatura normal: ni alto ni bajo. Brazos cortos, manos con
manchas en la piel y venas muy marcadas, uñas cuidadas, sin padrastros,
dentadura blanca y perfecta −propia o implantada, no sé muy bien− y una barriga
desproporcionada al resto de su conjunto, que le
obligaba a llevar los pantalones con tirantes elásticos. Traje en tono canela, corbata
y pañuelo verde musgo y zapatos de ante, en crema oscuro, le daban un aspecto
anticuado, acorde con su persona.
Al principio de la conversión, con esa
facilidad tan suya de saberse superior al resto, me hizo sentir como si yo
fuera una escritora del tres al cuarto con tintes de periodista trepa, lo cual
traté de desmontar destacando la dignidad y el respeto por el trabajo que
realizo y por las personas que lo ejercen. Por eso, haciendo oídos sordos a sus
salidas de tono, empecé a explicarle en qué consistía nuestro proyecto y los
motivos que nos embarcaban en semejante
singladura… Repentinamente levantó las manos, haciendo que yo me callara de golpe.
Al instante sacó una chequera de piel y una
estilográfica de las que nunca había visto tan cerca y, mirándome por encima de
la gafa, me preguntó cuánto queríamos por dejarle en paz. ‘Habrá de perdonarme, señor Pueblo, pero nosotros no funcionamos así
−dije−. Somos
un grupo de gente que, a través de este evento, y contando con la generosidad
de personas que se prestan a colaborar gratuitamente, como espero haga usted,
ayudan para que la recaudación de taquilla vaya a parar a compañeras y
compañeros del mundo de la cultura cuya situación actual, por reveses de la
vida, se encuentra por debajo del umbral de la pobreza’. ‘Oiga, eso es muy
bonito y muy idílico, pero a mí no me incumbe, ni es mi problema. ¡Bastante que
usan mi nombre como gancho…!’. ‘Y no
sabe cuánto se lo agradecemos −continué−…’. Me miró incrédulo, sorprendido
y desafiante, y llamó al camarero. Pidió dos cócteles, cuyo sabor trajo a mi
memoria un viaje recorriendo México en una caravana donde me hinché a tomar margaritas.
Habló del hándicap del idioma que tuvo que superar los primeros meses de
estancia en Inglaterra. Como también educar su
estómago −acostumbrado al puchero casero− al cornish pasty −empanada con relleno de carne y vegetales−, a mucho
beicon y al custard
−parecido a las natillas−, y a desacostumbrar su organismo a la tradición tan
nuestra de la siesta. Las copas vacías se amontonaban sobre la mesa; las suyas,
claro, porque la mía seguía siendo una. Extendimos la conversación por los
vericuetos de su carrera, hasta que, como la cosa más natural del mundo, dijo: ‘Yo facilité
los datos y detalles para realizar uno de los secuestros más largos que hubo en
este país. Nunca salió a la luz. La
familia lo mantuvo en secreto por miedo a que tomaran represalias contra el
cautivo, y porque las órdenes a seguir eran esas’.
Aquello cayó sobre mí como jarro de agua fría. Se
me puso mal cuerpo, la cara muy pálida y un dolor tremendo en el costado
izquierdo, como cuando estoy de muy mala leche. Me repugnaba tener al lado a
aquel témpano de hielo, al que más tarde califiqué como alguien que sufre
alexitimia. Mas no me quedó otro remedio que realizar el esfuerzo de separar
mis opiniones personales, por lo que realmente nos interesaba: que acudiera a
la gala. ‘¿No preguntas quién fue, chica?
−prosiguió− ¿Ni siquiera te alcanza
la curiosidad de conseguir un off the record con el que después puedas presumir
con tus amantes en la cama? −Se carcajeaba− De joven, en tu lugar, habría sobornado para conseguirlo’. ‘Seguro que sí, señor Pueblo, pero da la
casualidad de que no somos iguales, no nos mueven los mismos intereses y,
afortunadamente, contamos con instintos contrarios’. ‘Te equivocas, querida. En estos momentos también corrompes tus
principios éticos con silencio, el mismo que frena tus ganas de mandarme a
tomar por culo, pero no puedes hacerlo porque te intereso, soy vuestro diamante
en bruto, la herramienta que dará publicidad a eso que estáis preparando. No es
tanta la bajeza que nos separa como la que nos une…’.
Horas antes había declinado el
ofrecimiento para presentar a Carlos Pueblo, y hacerle entrega del premio de
honor a toda una vida. No soportaba tenerle delante, y no reunir los arrestos
suficientes para romper el mito, desenmascararle en público, acabar con mis
remordimientos y decirle a la cara que ni su nombre, su
posición y su dinero eran suficientes
para callarme. Pero se me fue la lengua a un desierto seco y callado que me
convertía directamente en cómplice de un delito que, aunque prescrito, no
resuelto nunca, ni aparecido el cuerpo del empresario navarro, vivo o muerto,
era un clarísimo atentado contra la humanidad. Y yo viviría con ello el resto
de mis días, sin haberlo buscado; una mancha que enturbiaría mi calidad como
persona.
Meses después, el director de un
periódico digital, amigo mío, me hizo llegar una carta. Carlos Pueblo se
dirigía a mí en tono correcto. Me autorizaba a publicar su historia, porque le
quedaba muy poco de vida. Saqué seis reportajes que calaron muy bien en la
opinión pública. Recibí muchas muestras de agradecimiento y de apoyo, tanto de la profesión como de los
lectores. Entré a formar parte de la plantilla donde publiqué, lo cual garantizaba
que empezaría a pasar menos calamidades, pero nada de eso era suficiente para
desempañar la gasa de tristeza que enturbiaba mi mirada y que solo
desaparecería conmigo…
Nota: Agradecimiento al abogado -y amigo- Pedro Bermejo Moya por el asesoramiento jurídico.
Nota: Agradecimiento al abogado -y amigo- Pedro Bermejo Moya por el asesoramiento jurídico.
Has dirigido muy bien el guión. Buen enfoque, preciosa fotografía, profundos personajes y..., una creadora que llegará lejos.
ResponderEliminarTe felicito por tu texto. Creo que es una nueva visión del tema. Aprender siempre es positivo. Gracias por tus párrafos. Un saludo.
ResponderEliminarUna historia íntima muy pegada a los tiempos que corren (y muy bien medida, se ve que dominas las "distancias cortas").
ResponderEliminarParece que hasta las personas con cierta integridad tienen que ¨tragarse algún sapo¨ de vez en cuando. Un abrazo, Mayte.
ResponderEliminarHas tocado una vez más las bajezas del ser humano....
ResponderEliminarArrancas tu historia poniendo de relieve una huelga de trabajadores de limpieza, buena metáfora en dos sentidos, uno, la acción propia de limpiar, que se obstaculiza con frecuencia y dos, el contexto en que estos trabajos se vienen subcontratando hoy en día, añadiendo espacios oscuros donde conseguir desviar beneficios.
ResponderEliminarNecesitamos limpieza porque el paso del tiempo deja una capa de polvo que desdibuja los ideales, las purezas, esas que se erosionan al contacto con los elementos.
La conciencia es el lugar reservado para depurar los despojos que van quedando como consecuencia del vivir. Buen planteamiento en tu relato. El consagrado descargando la suya con la autorización para que todo se sepa y la autora que aprovecha el tren del éxito, al reconocer que la conciencia sólo desaparece con uno mismo. Brillante.
Me encanta como describes situaciones, sentimientos, hechos...
ResponderEliminarExcelente narradora.
Saludos desde Málaga, Mayte
Felicidades amiga Mayte por tu excelente relato.., un beso
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