Dedicado a Javier. Un pirata de dos años
y medio.
Para que se ponga pronto bueno y
comience a hacer travesuras.
Al día siguiente de enviudar el
abuelo, mis padres decidieron traerlo una temporada a vivir con nosotros,
asegurando que no sería por mucho tiempo, solamente el necesario –decían–,
hasta que fuera asimilando la repentina pérdida de la que había sido su
compañera en los últimos sesenta años. Pero en realidad sabíamos muy bien que
aquello no iba a ser así, por tanto más me
valía armarme de paciencia y tomarlo de la mejor manera posible, porque aquel
señor con sombrero color crema, cargado de hombros y andares que parecían tirar
de las pantorrillas hacia atrás, era todo un desconocido para mí, un extraño
callado y enjuto que se expresaba con monosílabos, un intruso que había venido
para quedarse. Un hombre que miraba no sólo al fondo de las cosas, sino al de
las personas, como juzgándote, aunque después la realidad vino a demostrar que
nada tenía que ver con esto. Por esa razón, y por el cabreo monumental que
tenía, obligado a compartir habitación, le recibí dos pasos por detrás de mamá.
El primero de mis sufrimientos partía precisamente de ahí: ceder espacio. ¿Por
qué yo? ¿Por qué aquí, en mi universo, y no en el sofá cama del comedor?,
pregunté bastante enfadado, rabioso e impotente. No recuerdo la respuesta que
dieron, siquiera si la hubo, pero supongo que lo harían para que se sintiera
más cómodo, más integrado, menos estorbo. ¡Menuda faena me había hecho la
abuela con morirse!, aunque, pensándolo bien, enseguida comprendí que debía
manejar el asunto a mi manera, y tener al abuelo de aliado en lugar de enemigo.
A
los días de escuela que pasaban veloces, pronto les sucedieron los de
instituto, y, tanto para unos como para otros, el abuelo resultó ser una pieza
fundamental para mi educación y crecimiento. De pequeño no eres consciente de
la riqueza humana que te transfieren algunos mayores –y con cierta edad, a
veces, casi que tampoco–. Andas ocupado, lógicamente,
en el mágico mundo de los juegos, en coleccionar gusanos de seda, en explorar y
descubrir los tesoros enterrados en los descampados, o en canjear cromos con
los compañeros –al menos son cosas que se hacían en mi época, ahora las cosas
han cambiado tanto...–. Sin embargo, es probable que todo mi interés se
centrara en la disponibilidad económica del abuelo, ya que, sin necesidad de insistirle, satisfacía todos los
caprichos que me asaltaban.
Me
gustaba encontrarlo aguardándome cada tarde, recostado en la verja del colegio,
fumando aquellos cigarrillos finos y extra largos que olían a menta, con su
porte elegante aunque triste, con la camisa blanca, sin arrugas, y el cuello
perfectamente planchado que dejaba mamá. Venía con el bocadillo de la merienda
recién hecho, a mi gusto. Otros días traía alguno de los dulces que nunca me
dejaban comer, y que a mí me sabían de maravilla. Yo salía, le besaba, me cogía
de su mano y emprendíamos el camino hacia el parque, donde no paraba de
vigilarme aunque simulara tener la mirada perdida. Aprovechando que el abuelo
estaba en casa y al cargo de mí, mis padres salían a diario y regresaban tarde.
Me enseñó a compartir y repartir tareas: él preparaba la cena y yo recogía los
platos. Nos gustaba irnos pronto a la cama a hablar de nuestras cosas. Primero
empezó por contarme cómo conoció a la abuela. Lo hacía con exquisito cariño y
con la ternura que ponemos cuando nos referimos a alguien que está vivo dentro
de nosotros. Después contaba episodios sueltos de su infancia, tardes enteras perdido por los montes, rellenando
pequeñas libretas con dibujos que, aún siendo
ya adulto, parecían hechos con trazo infantil. Según fui creciendo nuestras
conversaciones alcanzaron otro tono más comprometido, más político, más humano.
El
abuelo era una persona que no molestaba ni invadía la intimidad ajena. Amaba la
libertad de los pueblos por encima de todas las cosas, la tolerancia en la
opinión del otro, el sentido de la responsabilidad, la defensa de lo común. Con
él fumé mis primeros cigarrillos, lloré en su hombro el desengaño de la primera
novia, y siempre se prestó a ser mi coartada cuando quería llegar tarde a casa.
Me inculcó la lealtad que hay que tenerle a los amigos y los principios
fundamentales de honradez y de solidaridad. Me ayudó a madurar, a convertirme
en la persona que hoy soy; me enseñó que las
cosas había que llamarlas por su nombre y a aclarar los malentendidos con las
personas que interesan para vivir más tranquilo. Cuando enfermó y tenerlo en
casa se hizo insostenible, yo ya no vivía con ellos, y
mis padres decidieron llevarlo a una residencia asistida. Meses atrás me había
independizado con otros compañeros que también estudiaban Arquitectura. Al
principio procuraba visitarlo cada día, pero luego vinieron los exámenes, el
compromiso político, la pareja, el primer trabajo en prácticas y distancié
aquellos encuentros para el domingo, aunque esto también lo dejé después
por..., ¡yo qué sé!
Murió
solo y en silencio una noche de agosto. Desde entonces tengo reparos en entrar
a la habitación que habíamos utilizado juntos, me da nostalgia, pellizco en el
corazón, ¡qué se yo! A veces, por diversas circunstancias de la vida, nos da
pereza regresar a ciertos sitios, aunque luego
nos vaya bien. –Esta frase no es mía
pero la tomo prestada–. Lugares, quizá,
donde el tiempo se ha detenido en el interior de un retrato, en la cajetilla de
tabaco a medio vaciar que uno de los dos dejamos olvidada, o en las arrugas de
la última sábana que utilizó el abuelo. Son muchas las cosas que aprendí de él,
incluso después de su muerte, a través del legado de cuadernillos que me dejó:
unos con los sentimientos puestos con palabras, otros con dibujos de mi propia
persona jugando en el parque, mirando por la ventana, tomando un vino junto a
él. Era un hombre de izquierdas, prudente, respetuoso, tolerante… Un gran ser
humano que me enseñó a disfrutar de la vida con muy poco, que no se cansaba de
repetir que la felicidad es como una raya discontinua cuyo adelantamiento es
peligroso. Hoy, gracias a él, sé que la felicidad también es detener por
un minuto las máquinas, sentarse frente a un paisaje que relaja, y compartir
aunque sea sólo con el pensamiento, unas olivas de Jaén recién aliñadas y un
vino del Priorat. Así era el abuelo: un hombre de gran riqueza con muy pocas
cosas.
Publicado por InfoLibre. Pincha aquí.
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La figura de los abuelos retratada tan bien bajo tus tintes de melancolía, hacen que piense en los míos, a los que no conocí.
ResponderEliminarGracias por escribir con el sentimiento.
Precioso mi amiga, besos
ResponderEliminarEs una maravilla, Mayte.
ResponderEliminarMe conmueve , como de costumbre , tu relato, cuantas cosas aprendimos los que dejamos a esas personas sabías que son los mayores, tan solo con dedicarles un poco de nuestro tiempo y un mucho de nuestra atención, cuanto enriquecen sus historias y cuanto agradecen poder rememorarlas con alguien que de verdad les interesen, a veces no por repetitivas son menos interesantes, siempre hay algo mas...
ResponderEliminarFelicidades Mayte por hacer sentir de nuevo esos momentos, que para algunos tenemos guardados en nuestra memoria como autenticas joyas. Ojalá pudiera seguir escuchandolos.
Vuelta a tu especialidad, la melancolía agridulce. Estupendo ese maridaje de los celos infantiles con la riqueza humana que nos dejan como mejor herencia los mayores.
ResponderEliminarGracias por el regalo.
ResponderEliminarMayte, gracias por compartir, por regalarnos este relato tan maravilloso. Te confieso que has removido mis 'adentros', -estoy llorando-. Sucedió casi igual: ella murió en silencio una noche de agosto; cerró los ojos y descansó. Un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarGracias por este precioso relato, una caricia para los recuerdos y una preciosa invitación a disfrutar de todo lo que las personas pueden aportarnos, especialmente nuestros mayores. Con frecuencia tendemos a despreciar lo que pueden enseñarnos, por haber vivido en otra época, por "estar pasados", pero al final te das cuenta de que han vivido todo lo que podamos contarle, que siempre tienen una respuesta sabia entre los labios... y de que cuentan con la mejor formación que jamás podríamos soñar: la vida.
ResponderEliminarYo también conservo un gran recuerdo de mi abuelo que he rememorado hoy con tu relato, Gracias Mayte.
ResponderEliminar¡Cuántas cosas se pierden a veces los niños que, por múltiples motivos, no pueden pasar tanto tiempo con sus abuelos!
Un beso, Tere
Mi madre acaba de leer tu relato y me ha leído a mi tu dedicatoria , gracias Mayte .
ResponderEliminarPrecioso Mayte.
ResponderEliminarUn beso
Lourdes
Es bonito tener un sentimiento de recuerdo y añoranza así de un abuelo. Yo no tuvo una relación tan cercana. Tiene que enriquecer. Y como siempre, eres hábil consiguiendo que el lector dibuje en su cabeza e imprima en sus sentimientos esas emociones que tu quieres expresar.
ResponderEliminarHoy has introducido ternura en los corazones de la gente.Por eso te queremos.Un beso.
ResponderEliminarGracias Mayte por dedicar tu relato a mi nieto que como sabes ya está bastante mejor. No sé si me podré comparar con ese abuelo tuyo, desde luego si es verdad que tratamos de pasarles todo nuestro cariño, andar la vida con ellos y casi siempre proporcionarles todo lo que nos piden y que nosotros no tuvimos cuando teníamos su edad. (Quizás nosotros tampoco tuvimos tan próximos a los abuelos)
ResponderEliminarBueno no quiero ser "pesao", Un Beso muy fuerte
Muy enternecedor Mayte.
ResponderEliminarUn beso
Yo no conocí a mis abuelos; sólo a una abuela muy poco tiempo. Así que... Pero puedo entender los sentimientos que describes, y disfruto con la lectura. Pienso que hoy siguen existiendo, quizá incluso más que antes, abuelos así; y, en muchos casos, por culpa de la dichosa "crisis", desempeñan un papel fundamental en todos los sentidos incluso para sus hijos. Un beso fuerte y hasta el próximo.
ResponderEliminarMayte, eres todo dulzura, besos
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