Minutos
antes de efectuar su entrada el tren de las 11.45, cogí mi equipaje de mano,
que consistía en algunos regalos que traía de fuera, y me situé delante de la
puerta de salida. Disponía de una estancia de pocas horas y no quería perder el
tiempo. Alcancé el andén echando primeramente el pie izquierdo; siempre lo hago así, no sabría precisar si es una
manía o un ritual que sigo, heredado de alguno de mis antepasados. Apenas diez
o doce personas, apresuradas también, salieron de otros vagones a la carrera.
Afuera, en el recinto de llegadas, hombres y mujeres aguardaban nerviosos la
aparición de los viajeros, probablemente tan deseosos como yo de templar la
soledad en el lugar que más reconforta: a la lumbre de los abrazos. Busqué un
punto de información y me dirigí hacia él. Una vez en la calle, crucé hacia el
lugar que me habían indicado.
La parada de autobús donde tenía
que bajarme estaba a la vuelta de una curva. Unos metros más allá, la
marisquería que me habían dado como referencia no era más que un local
deshabitado, tanto como mi interior en aquellos momentos. Sin embargo, no
quería entristecerme, porque hoy era un día para el reencuentro. Avancé poco a
poco y, al final de una cuesta tan empinada
como la angustia, no tuve más remedio que sentarme en el borde de una fuente
sin agua. A mi lado, una mujer de apariencia taciturna, vestida con ropas de
poco abrigo, dibujaba un paisaje indefinido en un cuaderno. Más allá, un grupo
numeroso de niños le ponían música al silencio, con sus risas y sus juegos de
pelota. Respiré con determinación y reanudé el camino, confiando en llegar a
tiempo a la comida.
Había salido
la mañana con uno de esos cielos azules que, de cuando en cuando, generosamente Madrid nos regala. Traía memorizadas
en la cabeza, una a una, las palabras con el diagnóstico del cáncer que
acababan de detectarme y cuyo protocolo para iniciar el tratamiento estaba
activado. Imaginé la cara de perplejidad que pondrían mis amigos cuando les
dijera lo que pasaba; cuando entendieran, igual que lo había entendido yo a golpe de lágrimas, que la
vida iba a cambiar e iba a cambiarme en los próximos largos meses de
incertidumbre que me quedaban por delante.
Seguí caminando y pensando en mis cosas. El campo a mi derecha ya estaba
primaveral, florecido. Sabía que me haría bien interiorizar la sabiduría de la
naturaleza, que eso me ayudaría a encarar la enfermedad, como lo haría dentro
de muy poco el contacto con mis amigos porque, aunque me considero fuerte y sé
que voy a salir de ésta, no hay nada malo en reconocerse vulnerable y pedir
ayuda cuando se necesita.
Pero, curiosamente, cuando a lo
lejos localicé a mis amigos, supe que, al menos por hoy, no diría nada. Entonces pensé en la mujer de la fuente, en su
rostro pálido, en sus manos huesudas, en aquel paisaje que dibujaba y que,
ahora, reconozco muy bien. Pensé en los niños, en la vitalidad con que corrían
por la arena detrás de la pelota. Y en aquel
tren, ay, aquel tren que me llevaría de vuelta, tan diferente a los trenes de
mi infancia. Y también recordé un dicho catalán que dice: Qui dia passa, any empeny, (quien día pasa, año empuja). Así que,
empujada por las buenas energías, llegué hasta la puerta del restaurante, donde
me fundí en un abrazo con una de las amigas que
me esperaban.
Pronto se hizo de noche.
Apareció la lluvia, llegaron las despedidas y
cada cual emprendió su camino de vuelta. En la zona establecida de la Estación de Puerta de Atocha una hilera de taxis esperaba
sus clientes. Al poco arrancaba, y yo en él, el último AVE al sur. Recosté la cabeza y cerré
los ojos, había sido un largo día cargado de emociones. Pero me llevaba la
fuerza, el apoyo, el calor y la complicidad de los míos, porque, aun sin ellos
saberlo, habían sido para mí, por un día, la mejor de las terapias. Y con esos
sentimientos respiré hondo y, de regreso a casa, tuve el presentimiento de que
todo iba a salir bien.
Me ha gustado mucho, Mayte. El optimismo, las ganas de encarar la vida, de tirar hacia delante, sobre todo, sobre todo... ¡Salud, amiga! Y a seguir escribiendo.
ResponderEliminarComo persona operada de cáncer, agradezco el escrito. Sigue así.
ResponderEliminarAunque la palabra "cáncer" va asociada para muchos a sufrimiento y muerte, en muchos otros casos ha significado un cambio de vida a mejor, a centrarse en lo realmente importante. Aparte de esto, de los dos tipos de escritos que sueles publicar (los centrados más en los sentimientos de las personas, en distintas situaciones, y los más de opinión o reivindicativos)a mi me gustan los primeros. Pero los escritores, aparte de escribir ficción y relatos, también escriben artículos de opinión. A veces, entremezclando ambas cosas. Un abrazo.
ResponderEliminarUn relato muy emotivo y apropiado en el Dia Mundial de la Salud.
ResponderEliminarYo con mis tres sten en el corazón,te lo agradezco 'de corazón'.
Muy reconfortante. Gracias.
ResponderEliminarMe sorprende mucho las frases que utilizas para describir una situación o un estado de ánimo.
ResponderEliminarFelicidades, un beso.
Muy bonito relato sobre el poder de la amistad y sus benéficos efectos. Un beso.
Me he sentido muy identificada, has reflejado en pocas palabras sentimientos y emociones muy íntimos. Grácias.
ResponderEliminar