A Ana Guijarro
Siete horas después de empezar a
trabajar en la Galería
de Arte Malasaña, llamada así en
honor al emblemático barrio de Madrid, aunque ubicada en Cuatro Caminos, tenía
los pies hinchados como botas. La piel tirante del empeine, al rozar con las
costuras del zapato, me producía molestos pinchazos que mi rostro manifestaba a
través de un tímido gesto. A la vez que las pantorrillas, duras como piedras, y
un ligero tirón de riñones se empeñaban en torcerme de medio lado. Sin embargo
ahí estaba, doblando turno, haciéndole el favor a un compañero de Sala que
quería asistir a la fiesta de fin de curso en el colegio de sus hijas. Ahí
estaba, como digo, sonriendo y guardando la compostura, cuando lo que
verdaderamente deseaba con todas mis fuerzas era
que llegara mi día libre. Quedarme en la cama hasta las tantas, hacerme un té
verde, preparar las tostadas con relajo, llenar la bañera de agua caliente,
verter en ella sales relajantes, cerrar los ojos y olvidarme de la ropa que
dejaría la noche anterior, esparcida por el pasillo… En cambio, repetía una y
otra vez las mismas respuestas: Los aseos
a la izquierda. Exposiciones temporales en cuarta planta. Cafetería de frente…,
de nada. En pocas palabra, la sintaxis de la cortesía hecha explicación.
A la hora de la comida, cuando
intentaba bajar al comedor de personal, a calentarme una merluza en salsa que
había traído, me comunicaron que, a lo más tardar en treinta minutos, tendría
que incorporarme a la segunda Sala de la cuarta planta, al final del corredor,
la única que no es diáfana y va en zigzag. Como puede suponerse, la
notificación me contrarió, porque en ese ala
del recinto es donde se concentra más jaleo. Tiene demasiados escondites y has
de cuidar que el visitante no se acerque mucho a los cuadros, que no te busque
las vueltas para sacar fotos, y que no haya burlado los controles de seguridad con
cualquier objeto punzante que dañe, intencionadamente o no, alguna obra.
Las primeras horas de la tarde
solían ser tranquilas. En cada Sala, en una de las esquinas, entre el arco que
une, una con otra, teníamos un pequeño asiento donde recostarnos cuando no
había mucho público. En el preciso momento en el que yo iba a hacerlo, llegó un
grupo de japoneses que me saludó con una inclinación de cabeza. Atentos a las
explicaciones que daba su intérprete-guía, anotaban fechas, nombres y datos en un cuadernillo que llenaban de gráficos para mí
indescifrables. Les dejé, como quien dice, sin
vigilancia, porque la experiencia de tantos años en el oficio me decía que eran
respetuosos. Un poco más allá, antes de llegar a la frontera que me separaba de
las obras más visitadas, una mujer de estatura normal, manos firmes, cálidas,
expresivas…, admiraba con exquisita sensibilidad, Las hilanderas de Diego Velázquez, cedido por el Museo del Prado
durante un tiempo. Segura de haberla visto antes, aunque no sabría concretar
con seguridad dónde, la sonreí, mientras me agachaba a recoger el programa que
se le había caído. Me dio las gracias y continué haciendo memoria…
Semanas después, recién recogido
del tinte mi traje de chaqueta favorito, preparaba el resto de indumentaria.
Quería estar lo más elegante posible para asistir al Auditorio Nacional de
Música, donde una de las mejores pianistas, reconocida mundialmente así por
expertos y críticos, daba un excelente concierto. La invitación me llegó en
mano; mi jefa la había dejado para mí abajo, en recepción. Según bajé del taxi
en Príncipe de Vergara, junto a la puerta de entrada, reconocí a la mujer de
los carteles. Era la misma que estuvo en la
Galería de Arte Malasaña,
con aquella personalidad y sencillez que desprendía a su paso. Cuando bajaron
la intensidad de las luces y la expectación nos sobrecogió, la artista salió de
la parte izquierda del escenario. Vestía de negro. Un elegante vestido por
debajo de la rodilla, con mangas de encaje. Nos levantamos, aplaudimos, y, como
si aquella ovación no le correspondiera a ella sino al resto de músicos que la
acompañaban, tomó asiento, aproximó un poco el banco hacia delante, colocó el
pie derecho en el pedal correspondiente, el que liga el sonido, reservando el
izquierdo un poco por detrás para cuando tocara hacer pianíssimos. Segura de sí misma, posó las manos sobre el teclado
con delicado movimiento, y, con firme ejecución, empezaron a emerger de ellas
las primeras notas del Tercer concierto
para piano y orquesta de Beethoven, demostrando una
gran sensibilidad interpretativa, que yo ya había sospechado. Todo ello unido a
una absoluta naturalidad. Quedé atrapada en la melodía,
que me hizo tocar el cielo con la yema de los dedos. Salí de allí
convencida de haber vivido un momento único, memorable, histórico, irrepetible…
Pero el azar, el destino o la generosidad de la propia vida, me tenía reservada
otra sorpresa, muy grata también. Me fui a casa plena, satisfecha, exuberante
de dicha.
Transcurrió el tiempo y, aunque
aquello se instaló en el cuarto donde conviven las cosas inolvidables, parecía que había quedado muy atrás en el recuerdo. Hasta
que una mañana –teniendo en cuenta que la casualidad nunca es baladí–, a
primeros de septiembre, recién venida de vacaciones, subí al autobús de la
línea treinta y siete, con la esperanza de encontrar vacío alguno de los
asientos individuales. Sin embargo, como imaginaba, tuve que conformarme con
permanecer en la parte central del vehículo. Abrí por la página cien del libro
que estaba leyendo, Bel Ami de Guy de Maupassant (recomendado por mi
amigo César Rufino Sánchez, periodista y Premio de Novela Francisco Umbral por
su obra Títeres sin cabeza,), cuando, al tener que apretarnos aún más para dejar espacio a
nuevos viajeros, por ser hora punta, la vi. Era ella. Iba próxima a la puerta
de salida. Cruzamos miradas de complicidad. Yo sabía que ella era la pianista,
y ella que yo trabajaba en la Galería
de Arte Malasaña. A la mitad de mi
trayecto, y poco antes de que ella bajara, vi cómo ayudaba a descender a una
persona con movilidad reducida de la siguiente manera: se quitó la gafa de
cerca, colocándosela en el escote, agarró con firmeza la cartera de doble asa
en color rojo que llevaba, y, presta, sostuvo con irradiante amabilidad a la
persona que se apeaba. Coincidimos de manera irregular muchas veces más. Al
principio, tan sólo intercambiamos el saludo; después fuimos
entablando las cortas conversaciones que nos permite el breve trayecto en el
que coincidimos. Siempre, eso sí, llamándome la atención su elegancia y sensibilidad, valores que no se ven con mucha
frecuencia.
Nunca averigüé si nuestros encuentros fueron fortuitos o no, lo único
que sé es que, a partir de entonces, de lunes a viernes en horario laboral,
cuando voy en autobús a la Galería de Arte Malasaña, y
ella al Real Conservatorio Superior de Música de Madrid a impartir clases,
llevo los ojos bien abiertos. Y cuando comprendo que ha subido, validado su
billete y puede estar llegando a la parte central del vehículo, cierro el libro
y espero unos segundos, pero, al no verla, me digo: tal vez mañana, quizá,
coincidamos… Dicho lo cual, mientras construyo este relato, dotando al
personaje de la concertista con mimbres parecidos a la persona que en la vida
real es, pienso que si conocieran su calidad humana, si pudieran vibrar en la
butaca cuando ella convierte en vida las corcheas del pentagrama, si tuvieran
la ocasión de comprobar cómo reaparece el arco iris si es su generosidad la que
sale de paseo, el verdadero objetivo de este escrito estaría alcanzado. Por eso
me empeño en darle a esta historia un final coherente, redondo, certero… Pero
lo justo sería decir en estos momentos que sólo los grandes, como lo es Ana,
son capaces de viajar en transporte público, echar una mano física a quien lo
necesite, mantener los pies de la naturalidad bien pegados al suelo y levantar
a todo el aforo del Wigmore Hall de Londres, por ejemplo. Y todo, sin perder el
sentido común. Que no es poco.
Un escrito más amable que en otras ocasiones. Con la duda, en mi caso, de lo que es real y lo que es fruto de tu imaginación. Aunque, en literatura, ¡qué más da! Decía un pensador sirio -no recuerdo ahora el nombre- que "la verdad, el bien y la belleza son las tres grandes cualidades del ser humano". Aquí hay mucho de todo eso. Un abrazo.
ResponderEliminarDespués del primer comentario que hay publicado, sólo puedo decir que te vas consolidando. Un beso
ResponderEliminarEstoy con Miguel Ángel. Se agradece que sea más amable que en las últimas semanas, que nos dejaban con el corazón en un puño. Aquí no pasa nada, aparentemente, excepto la vida, que no es poco, como bien sabemos.
ResponderEliminarPrecioso relato en el que queda la duda si es vivido o imaginado, pero no importa, engancha y dá que pensar, como siempre, Mayte, estos minutos que leo tu blog, tambien me dejan un regusto a intensidad en los sentimientos , unas veces a paz y otras con el corazón en un puño, siempre siento que estoy más viva, que soy capaz de emocionarme en pocos minutos, tan solo con un relato. gracias.
ResponderEliminarSi no fuera por el final este relato seria el de un dia cualquiera.Por eso sorprende ver a personajes ilustres viajando en transportes publicos.Si me ha gustado.Un abrazo.
ResponderEliminarQueda leído, y como siempre, bajo mi humilde opinión, me ha parecido muy auténtico y cercano por la manera de narrarlo.
ResponderEliminarUn beso
Ya lo dijo Platón:"Solo sé que no sé nada". La grandeza de las personas es directamente propocional a su humildad. Por suerte hay personas así y son doblemente extraordinarias.
ResponderEliminarLourdes
Me imagino que seguirás encontrándote a Ana en el autobus, y siempre con la misma ilusión. Ya sabes que también yo la conozco y comparto contigo que es una persona estupenda.
ResponderEliminarUn beso