Faltaban cincuenta minutos para las catorce
treinta. Había quedado a comer con mis amigos en un conocido restaurante de la
Cava Baja, pero como suelo llegar siempre el primero, allá que estaba
yo, acodado en el extremo izquierdo de la barra, con una jarra de cerveza bien
fría, su correspondiente tapa –tajada de bacalao rebozado– y un periódico
deportivo que alguien se dejó olvidado. A la derecha de la cocina, justo al
otro extremo de la zona de lavabos, estaba el salón, donde los camareros
dejaban listos los últimos detalles, antes de la avalancha de clientes que se
les venía encima. Alcé la mano para pedir otra ronda al mismo tiempo que el encargado me dijo, en tono profesionalmente frío, que podía ocupar la mesa que
tenía reservada y esperar allí al resto de comensales, mucho más cómodo. Así lo
hice. Me coloqué en el mejor ángulo, desde el cual veía casi todas las mesas e
incluso una parte de la puerta de entrada. Poco a poco aquello se fue llenando.
Distinguí perfectamente, entre el barullo, a un grupo de italianos. A las
catorce y veinte, mis amigos, escandalosos como acostumbran, hicieron su
aparición. Tras saludarnos y bromear entre nosotros, seguí observando a una
pareja que había entrado poco después que yo. Me llamó la atención lo
diferentes que eran ambos. Él, un señor bastante mayor, entrado en carnes, de
aspecto no muy aseado, pero de ropas y alhajas caras. Ella, una mujer árabe, con la ropa tradicional del país,
de unos cuarenta años, desmejorada, aunque en su momento debió ser muy
atractiva. No levantaba la vista del plato, mientras su pareja se desgañitaba
haciéndole entender al camarero que lo único que querían era comerse unos
huevos revueltos con trigueros y lenguados a la plancha. Éste, impertinente, y
siguiendo las órdenes dadas por el jefe de comedor, dijo en tono despectivo que
tenían reservado el derecho de admisión y que lo único que querían era
que esa se largara del local, a la voz de ya. Entretanto, nosotros,
pedimos unos entrantes de ibéricos, unas croquetas de morcilla, caldo de ave y
cochinillo asado; un vino blanco Belondrade y Lurton (fermentado en barrica),
de Rueda; y un tinto Gran Coronas Mas La Plana Gran Reserva, del
Penedes. De postre, Biscuit con higos y nueces. Cafés y licores, por
cuenta de la casa, ya que somos buenos clientes.
Seguir el hilo de la conversación que transcurría
en mi mesa me resultaba difícil, pendiente como estaba de la pareja ninguneada,
y por la vergüenza ajena que sentía, al asistir como testigo al desagradable
espectáculo xenófobo que el personal del restaurante estaba dando. Y, aunque
fue un momento relámpago, estoy en condiciones de afirmar que la mujer cruzó su mirada con la mía, en un punto
del horizonte. Antes de marchamos de allí, tres horas más tarde, a seguir la
juerga en los alrededores del Mercado de San Miguel, vimos cómo el hombre acabó
por ceder al chantaje y echó a patadas a su acompañante, se metió el pico de la
servilleta por un lado de la camisa y sorbió el consomé, emitiendo un sonido
desagradable. Aunque participaba de la reunión distendida, no podía sacarme de la cabeza la imagen de aquella mujer sumisa, rota
por dentro de humillación y por fuera de llanto, menospreciada por los de aquí,
huyendo de los suyos, perseguida por la desgracia, por la explotación sexual y
esclava de un viejo que valoró su dignidad a precio de menú de cuarenta euros.
No me sentía orgulloso de mi comportamiento, ni del de mis amigos. Tampoco sabía dónde podría estar la mujer en esos
momentos, pero, seguramente, si me fuera posible trataría de averiguarlo.
Llegué a casa exhausto aunque no bebido. Hacía
meses que a lo sumo, en ocasiones puntuales, tomaba sólo un par de cervezas; el resto lo pasaba alternando con soda. Manuela, mi
perrilla guardiana y compañera incombustible, aguardaba en el recibidor de
entrada, olisqueando mis zapatillas como si así, por alguna fuerza extraña de
la complicidad, yo regresara más pronto. Abriendo la puerta, a través del
movimiento del rabo, golpeando contra el suelo de tarima flotante, presentí su
nerviosismo. Estaba sentada sobre las patas traseras y tenía urgencia de
evacuar cuanto antes. Me cambié de ropa, saqué del armario, al azar, un
pantalón de lino bastante cómodo y una camiseta de algodón en manga larga.
Parece mentira pero, a pesar de ser tan tarde, no hacía frío. Cuando llegamos
al paseo central, solté la correa del cuello de Manuela para que corriera a sus
anchas, pero, como es tan asustadiza y la intimida la falta de luz, no se
despegó de mi lado. Esa noche no pude dormir y las siguientes casi que tampoco,
pero, al final, el tiempo acaba por matizar la
intensidad de las cosas. Me serví un vaso de leche y añadí otra poca en el
cuenco de la perra. Conecté el reproductor de música, que tenía configurado en
modo aleatorio. Saltó un Nocturno de John Field. Manuela se tumbó a mis
pies. la sensación de disgusto que tenía conmigo mismo me delataba y ella
intuía que algo no funcionaba. Conforme avanzaban las semanas, fui desistiendo
en el propósito de buscar, entre las necrológicas de la prensa y demás páginas
de sucesos, alguna pista que aclarara la suerte que había corrido la mujer.
Pero algo hizo cambiar la situación, cumpliéndose la antigua máxima de que
“cuanto menos empeño pongas en dar con una cosa, antes aparecerá en tu camino”.
Casi me había olvidado de aquello, cuando una
mañana, paseando con Manuela alrededor de las ocho y diez, en el bulevar
central del Paseo de la Castellana, antes de abrir la tienda de complementos
que tengo, próxima a la Estación de Chamartín, la vi. Era ella, estaba
convencido. Achiqué la correa de la perra para que no se asustara y me acerqué
despacio, prudente, silencioso…, tanto
como me lo permitieron los restos de un botellón esparcidos por el suelo. Tomé
asiento a su lado y sujeté a Manuela entre mis piernas para que no la
importunara. Había estado a la intemperie, lo notaba en su cara: ojeras,
hinchazón de párpados, pelo desaliñado y ese olor tan característico que
desprenden quienes pasan la noche al relente. Hasta donde me alcanzaba la
vista, conté cuatro o cinco bolsas de plástico, cuyo nombre de supermercado
estaba ya borrado (supongo que llevara en ellas todas sus pertenencias), y un
bolso marrón, de bandolera, el mismo que colgó sobre el respaldo de la silla
aquella vez en el restaurante.
Una vez escuché decir: la confianza de un
mendigo te la ganas dándole de fumar, pero yo abandoné el vicio hacía años,
con lo cual necesitaba otra estrategia si mantenía el objetivo de hacerla
hablar. No hizo falta porque Manuela, que tiene muchas más horas de vuelo que
yo, en cuanto a conquistas se refiere, empezó a lamer la punta de sus zapatos.
Unas deportivas sin marca, rotas y cuarteadas por la parte del empeine. La
mujer árabe, vestida con las mismas ropas de entonces, alargó una mano hasta el
hocico de la perra; ésta, agradeciendo el
detalle, se dejó acariciar sin parar de mover
el rabo. A simple vista, se le daban bien los animales. Me preguntó por la
raza, los años, los manjares con los que la alimento, por tal o cual vacuna,
por el tiempo de celo...
Mientras Manuela jugaba con su pelota de goma, la
escuché atentamente; hablaba bien castellano.
En pocas palabras resumió su paso por occidente. Viajó desde Siria con destino a Berlín, en clase turista y con
documentación falsa, junto a un grupo de periodistas que la ayudaron a salir de
su país. Una vez en Alemania, le facilitaron otra identidad, le proporcionaron
algunos contactos y algo de dinero, así como un techo donde vivir y una
colocación con la que mantenerse. Pero a veces el destino tiene para nosotros
otros planes que nos alejan, y mucho, del
camino trazado. Algo, más o menos así, le ocurrió a ella cuando se enamoró y se
dejó embaucar. Perdió cuanto le habían dado, se quedó en la calle y, hasta llegar aquí, tuvo que peregrinar y prostituirse.
Un día, ejerciendo el oficio en la plaza de
Jacinto Benavente, se le acercó un viejo, sacó un fajo de billetes y dijo: si
haces todo lo que te diga, esto –agitó el dinero en abanico – y más
puede ser tuyo. Agarró sus bolsas, se puso su abrigo y le siguió, unos
pasos por detrás, como manda su cultura. En la casa sufrió todo tipo de
humillaciones, insultos, malos tratos… Sirvió al hombre en todo: como criada,
enfermera, prostituta, cuidadora, sin recibir a cambio un solo euro. Fue
utilizada, incluso, para servicios sexuales a los amigos de su explotador. Pero
ya estaba cansada; había ocurrido algo que
colmó el vaso y decidió dejarle. No aguantaba más desplantes, y mucho menos en
público. Se acabó. Yo sabía perfectamente que se refería al día del restaurante,
a la manera tan ingrata que tuvo de echarla de allí, pero me callé, lo
contrario habría sido reconocer que todos los presentes consentimos.
Me
despedí de ella sin saber cuál sería el destino que la esperaba. Me quedé con ganas de invitarla a desayunar, de
ofrecerle mi casa, mi ducha, mi confort, pero no lo hice porque soy un cobarde,
por el qué dirán y por respeto a su dignidad. A lo que sí me atreví fue a
hablarle de mi tienda, de la ilusión con la que la monté, del lugar
privilegiado donde estaba ubicada. En fin, simplemente, pinceladas de un
solitario. Ahora, cada vez que paseo con Manuela por la Castellana o abro la
tienda, creo que me la voy a volver a encontrar,
y así mantengo viva la esperanza de poder resarcirla, alguna
vez, de aquella ingrata complicidad que me mantuvo con el trasero pegado a la
silla de aquel restaurante.
Hay algo, entre otras cosas, que no puede comprar el dinero: la dignidad de una persona.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho y me ha dejado un regusto amargo,... la cobardía cotidiana, muy bien expuesta.
ResponderEliminarGracias
Cuando no hacemos lo que nos dicta el corazón, pienso, que lo pagamos caro. Remordimientos que pueden durar una vida. Nos llenamos de excusas cuando no hacemos lo que moralmente hay que hacer. Un relato para pensar. Gracias, Mayte.
ResponderEliminarVictoria González Olmos.
¡Qué historia tan tremenda! Ay, la vida, la vida...
ResponderEliminarLa cuestión de los prejuicios que tanto dolor ha causado y sigue causando a la humanidad. El miedo (y la discriminación y el odio y...) al diferente. El juzgar (y marginar) a los otros, no por lo que hacen, sino por características (color de piel, lugar de nacimiento,...) que no han sido elegidas, sino con las que uno ha nacido. ¿Tendrá esto solución alguna vez? Es muy difícil; lo tenemos metido hasta en los genes. Habrá que ir hablando más con "los otros", para ir conociendo y desterrando los dichosos prejuicios.
ResponderEliminarUn abrazo, Mayte.
Buenas noches Mayte Mejia Bejarano! como siempre, tu escrito tiene para rato, el poder dar una opinión, en lo que a mi me concierna, hay varíos tipos de circunstancias que se dan al mismo tiempo en estas circunstancias, solo, hoy voy a trat...ar de unirlas todas en mi siguiente opinión, la que creo que puede reunir todas esas vivencias con distintas culturas de la vida en nuestra sociedad, y en la cual he podido leer en tu maravilloso exposé. Para mi está basada en el miedo de todos los participes...El miedo es una emoción que poseemos todos los seres humanos el cual muchas veces lo vemos como un sentimiento y ni siquiera sabemos porque lo sentimos, que surge en determinadas condiciones y se manifiesta por ciertas formas de comportamiento". El miedo puede ser visto desde distintos puntos de vista un mecanismo de supervivencia y de defensa, surgido para permitir al individuo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. En ese sentido, es normal y beneficioso para el individuo y para su especie..Desde el punto de vista social y cultural, el miedo puede formar parte del carácter de la persona. Se puede por tanto aprender a temer objetos o contextos, y también se puede aprender a no temerlos, se relaciona de manera compleja con otros sentimientos (miedo al miedo, miedo al amor, miedo a la muerte , miedo al ridículo……………) . Espero que sigas tan maravillosamente escribiendo. Saludos.............Ver más
ResponderEliminarEl restaurante. Nosotros. Los rechazos. El diferente. Los ideales. Al menos, tienes algo claro: sabes del lado que no quieres estar. Un petò
ResponderEliminarEn tu estilo costumbrista de Madrid denuncias la verdad que no queremos agarrar por los cuernos, porque nos incomoda, y como dices, por cobardía. No deseamos mal a nadie, pero tampoco nos implicamos para mejorar sus desdichas.
ResponderEliminarEste relato explica perfectamente el miedo a lo desconocido y la maldad del que se cree superior.Solamente hay una inteligencia que se da cuentas de la situacion y es superior a la de los demas protagonistas.¡Manuela!
ResponderEliminarComo siempre,me ha gustado mucho.Sigue asi Mayte.Un beso.........de Manuel Vera.
¿Sería diferente si en lugar de aspecto árabe la mujer fuera de un pueblo español? ¿Y si fuera un hombre? ¿Verdaderamente hablas de individuos o de colectivos? Un relato que que hace reflexionar y que mantiene ese regusto "agridulce" que tan bién manejas.
ResponderEliminarCreo que el relato que has escrito dice muy bien lo que les pasa a la mayoría de las personas, somos cobardes ante esas situaciones y miramos para otro lado para no implicarnos; quizá también hemos conocido casos en los que han intentado ayudar y luego han salido mal parados (aunque hayan sido las menos veces), pero nos escudamos en eso.
ResponderEliminarUn beso