domingo, 1 de julio de 2012

Feria del Libro 2012

A Maruja Torres y Elvira Lindo. Por tanto bueno

En casa de Ángeles Romero se conecta la radio despertador a las siete en punto de la mañana, y la imagen que ve en el espejo de la cómoda, con los primeros rayos de luz, es la de una mujer agradecida y en paz con la vida. Una mujer que no se abandona a pesar de tener muchas veces motivos para ello, que lucha con uñas y dientes por las causas justas, que tiene ilusión y empuje, se maquilla, es fiel a sus principios y se declara atea y de izquierdas. Una mujer que por edad está de vuelta de muchas cosas, aunque mantiene con intacta frescura la capacidad de sorprenderse. En definitiva, una mujer de sonrisa fácil, relajadas arrugas y cuya madurez se ha formado estando más cerca de la adversidad que de la fortuna.
          Mediados de junio, primavera. La agobiante sensación de calor se intensifica aún más, si cabe, con las ráfagas de viento plomizo que nos rozan. La estabilidad mundial, últimamente, oscila hacia noticias menos buenas, porque, además de los conflictos personales de cada uno, tenemos abiertos varios frentes –a cuál más delicado–: empobrecimiento de la enseñanza y sanidad pública, aumento de la franja que separa a ricos de pobres, crecimiento del paro sin precedentes, baja calidad de la clase política e incremento de ciertos trastornos mentales que derivan en depresión o suicidio, según el caso. Así como la espada de Damocles, ésa que ahora se llama prima de riesgo y apunta directamente a nuestras cabezas. Un panorama realmente desolador si no fuera porque a pesar de todo hay personas optimistas. Ángeles Romero lo es, aunque a veces, por circunstancias que no son relevantes, le cueste manifestarlo. Hace cinco años que se jubiló y se dedica, entre otras cosas, a leer y observar, algo que le gusta de manera apasionada. Nació en la misma calle donde aún vive, y ahí piensa permanecer mientras su salud no decida lo contrario. No se le conocen amigos, pero estoy por asegurar que en otros puntos de la ciudad los tiene.
          Cuando su madre, portera de la finca, falleció, quedaban pocos vecinos en el inmueble y, al no poder mantener un sueldo más alto a un nuevo empleado, decidieron arrendarle a ella la vivienda, con la condición de que corriera con los gastos de una contrata de limpieza que iría dos veces por semana. El piso, extremadamente pequeño, era oscuro y tenía más de medio metro de humedad sobre el nivel del suelo, pero estaba dotado de todos los elementos necesarios que forman los cimientos de un hogar. El suyo.
          Entre unas cosas y otras, se pone a cocinar pasadas las nueve de la mañana, dejando tras de sí, en el tiro de escalera, un olor inconfundible a pimientos fritos y filetes empanados que permanece aún cuando abandona el domicilio, que comparte con media docena de gatos callejeros en la calle del Ave María, para dirigirse al Parque del Retiro, donde está instalada la Feria del Libro. La actividad de la ciudad está a pleno rendimiento, y, como si fuera la primera vez que hiciera el trayecto, Ángeles disfruta de ella con ojos de turista, descubriendo tiendas y tentadores escaparates que invitan a entrar y comprar, rincones castizos nunca antes vistos o cafés de tueste globalizado. Todo ello junto hace del distrito centro un espacio peculiar para la convivencia. Montada en su bicicleta, y antes de bajar al Retiro, atraviesa por la calle del Calvario hasta la de Jesús y María, para llegar a Tirso de Molina, la plaza de las flores, donde compra a diario una rosa blanca. Una vez llegue al Parque, la meterá en un tubo de plástico transparente que rellenará de agua según el calor la vaya evaporando. A la noche, justo antes de abandonar el sitio, la dejará con delicadeza a la entrada del Pabellón Carmen Martín Gaite o cerca de donde haya firmado alguno de sus autores favoritos.
          En paralelo a las casetas, por la parte que tiene acceso Florida Park, busca una sombra donde quedarse. Tumba a un lado la bicicleta para que no entorpezca el paso, abre una silla de tijera con respaldo abatible, igual a aquellas que nuestras madres llevaban cuando íbamos de campo, y pone debajo la bolsa nevera bien cargada con bebidas gaseosas, y el libro que al azar cogió de su biblioteca particular. Esta vez le tocó el turno a Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós. Sin embargo, como ya ocurriera en ocasiones anteriores, no pudo leer más que unas pocas páginas, no tenía cuerpo para concentrarse en los amoríos de ambas mujeres con Juan Santa Cruz, ni trasladarse a finales del siglo XIX, porque una cronista del presente, como era ella, no podía perder detalle de la apasionante vida que discurría por allí. El peor momento del día se producía cuando el recinto ferial quedaba semivacío. Es decir, entre las dos y las cinco de la tarde. Tiempo que aprovechaba para comer, fumar un cigarrillo y trasladar a un cuaderno sus impresiones, con palabras y dibujos.
          Impresiones, que bien podían empezar así… Sin lugar a dudas, los paseantes de la Feria buscan la culminación de un sueño alimentado a lo largo de todo un año: mantener una breve conversación con algunos escritores, el tiempo que se tarda en firmar un ejemplar y poco más. Es probable que, según el grado de confianza y si el autor da pie para ello, intercambien opiniones, besos, apretones de manos, sonrisas… En definitiva, la instantánea de una mirada que, además de en reportaje digital, quedará para el recuerdo guardada en el corazón. Previo a todo esto están los nervios, la preparación, los complementos fetichistas que determinados lectores –menos comunes, desde luego– portan consigo: una bolsa concreta, un marcador de páginas pintado a mano o los tejanos que tanta suerte le dieron en la edición anterior. Los hay también que llegan cargados de regalos. Una caja de bombones, una botella de cava o una carta manuscrita agradeciéndole tantas vivencias al autor. Pero, fundamentalmente, lo que Ángeles Romero captaba eran experiencias individuales manifestadas en voz alta. Unas de decepción, otras de felicidad. Decepción, porque a veces cuando conoces al personaje se cae el mito. Felicidad, porque, en la mayoría de los casos, la calidad humana, cercanía y complicidad de la escritora o escritor son incuestionables.
          Después de la clausura oficial el último día de la Feria, cuando ya no quedaba nadie, la transitó de principio a fin, despidiéndose de ella hasta el año siguiente. Sabía que no era recomendable andar sola por aquellos caminos del interior, emboscados en el laberinto de la oscuridad, pero lo hizo. Lo hizo por una sencilla razón: encontrar un atajo que recordaba de su juventud, cuando faltaba algunas veces a clase e iba por él hasta el Estanque. No tardó en hallarlo. Se adentró hacia el interior y pronto reconoció el murmullo del agua, dejándose acariciar por él y por la luna llena. Se sentía plena, rebosante y agradecida a tantos y tantos autores que se le venían a la memoria en esos momentos, y a quienes tenía que agradecer tantas horas de aventura, tantos viajes, maravillosos unos, dolorosos otros, tanta pasión desinhibida, tantas ciudades en las que nunca había estado físicamente, pero que, en cambio, conocía como la palma de su mano. En resumen, tantos valores humanos, a disposición de quien los necesite y armados con los ropajes de las palabras. Autores humildes, con guiño, agradecidos, simpáticos, cercanos, grandes –distantes, también, los menos–, pero todos y cada uno de ellos tocados con una especial manera de entender la vida y ayudándonos a entenderla a los demás.
          Una vez en casa, contenidas todas las emociones en las entrañas, con la lámpara de la mesilla encendida y los gatos panza arriba tumbados a los pies de la cama, sacó de la mochila el diario de ruta que estaba haciendo. Lo puso sobre el colchón, abierto por la última página que contenía solamente la fecha presente y tomó el rotulador con la intención de empezar a escribir. El agotamiento la venció y entró en un sueño profundo. Es entonces cuando vive lo más importante: se ve a sí misma dentro de la caseta, firmando libros a sus lectores amigos y sacando lo mejor de sí para los golpes de flash que la sorprenden con cariño. Ni siquiera un sudor frío a mitad de la noche logró despertarla: siguió enmarañada en lo más hondo de aquella ilusión irrealizable. Entonces, junto a ella, encontró una rosa blanca medio marchita y un libro encuadernado en rústica, de algo más de seiscientas páginas y en cuyo título podía leerse: Ángeles Romero, biografía autorizada. Al despertar a la mañana siguiente experimentó en su interior un choque de sensaciones encontradas de felicidad y desconcierto.

5 comentarios:

  1. Pronto serás tú quien firme libros. Un beso

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  2. Manuel Verajulio 01, 2012

    Como siempre,un relato muy muy atrayente.Que final mas bonito¡¡ aunque tuviera sensaciones encontradas,Enhora buena .Un beso.

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  3. Miguel Ángeljulio 01, 2012

    A mi también me ha gustado mucho el final. Original. Y como soy del barrio retratado y he tenido de niño, y después también, muchas vivencias en el Retiro y en la Feria del Libro, me he identificado mucho con los espacios y las vivencias. No pasa nada especial en el relato; no hay sucesos extraordinarios. Es un retrato con mucha sensibilidad de una persona corriente, en un día cualquiera, con sus ilusiones, etc. Un abrazo.

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  4. Me ha encantado este relato, querida Mayte. Está muy bien escrito y refleja a la perfeccción tantas, tantas cosas... Yo, que estuve a un lado y al otro de las casetas, admirando a mis escritores favoritos y firmando a mis lectores, siento cercana las ilusiones de esta mujer, que, si lo llevásemos al cine, no podía ser otra que nuestra Charo López, ¿verdad?

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  5. La próxima vez que vaya a Madrid,me daré un paseo por el Retiro, estuve hace mucho tiempo y me han entrado ganas de volver. Es lo que tiene un buén relato, que despierta emociones y sentimientos.
    Lourdes

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