1.
Big Timber es una bonita ciudad ubicada en el condado de Sweet Grass, en Montana, un estado fundamentalmente agrícola, de la región oeste, situado en las Montañas Rocosas, esparcidas entre Canadá y Estados Unidos. A veinte millas, hacia el norte, rodeado de naturaleza agreste, está el rancho de los Maxwell, una familia de ganaderos cuyo sustento son la cría de caballos de la raza Rocky Mountain Horse y de reses pastando en las tierras heredadas de sus antepasados. Un total de docena y media de empleados fijos, abarcando el cuidado del ganado, mantenimiento de cercas y labores de campo, entre otros quehaceres, sacaban adelante el duro trabajo. Los domingos, el matrimonio, con las hijas e hijos que aún estaban con ellos y las respectivas parejas de cada uno, luciendo las mejores ropas, Biblia en mano, se dejaban ver en Boulder Valley Baptist Church donde eran respetados y considerados patrones muy generosos. Aparentemente todo iba bien en casa de los Maxwell, sin embargo, el destino les tenía preparada una situación bastante turbulenta que marcaría su reputación y, según para quien, su honestidad. El pastor, en algún momento del sermón y de las alabanzas, siempre introducía algún comentario poniéndoles de ejemplo a seguir, a pesar del alcoholismo del primogénito y de la rebeldía de Susan, la pequeña de la saga, atractiva, de cabellos rubios y ondulados, con las ideas muy claras y una personalidad bastante sólida, sin ajustarse al perfil de las chicas de su edad, ocupadas en la caza para encontrar marido. Vive en una habitación en The Grand Hotel, en McLeod St con 2nd Ave. Realiza trabajos de investigación por encargo respecto a ganadería, minería y demás temas, aparte de ayudar con los visitantes en Crazy Mountain Museum a recorrer y conocer biografías de muchas familias locales, en su interior encontramos un tipi o una cabaña de granja Fjare, por ejemplo. En cambio, de un tiempo a esta parte, la inquieta y preocupa todo lo relacionado con el rumbo que ha tomado el mundo y lo inhóspito que resultará aguantar el calor dentro de pocos años, en determinadas zonas costeras o de climas cálidos y secos, lo que obligará a migrar a aquellos que tengan posibles cuanto más al norte del Planeta, mejor.
–¡Alabado
sea Dios! –proclamó el pastor elevando los brazos al cielo.
–¡Amén!
–respondieron imitando
el mismo gesto.
–Nuestro
hermano, ahí presente –señaló a un hombre abrazado a dos pequeños.
–¡Amén!
¡Aleluya! –dijeron puestos en pie.
–Acaba
de perder a su bebé y su esposa se debate entre la vida y la muerte –marcaba el tono de sus
palabras balanceándose de un pie a otro.
–¡Aleluya!
–todos los asistentes también lo hicieron.
–Recemos
por él –concluyó.
–¡Alabado
sea Dios! –entonaron una canción a la vez que Susan Maxwell abandonaba la sala
respondiendo una llamada en el móvil.
–Dime,
Paul, ¿está de parto? –preguntó un poco alterada.
–Sí
–debió de contestar el otro.
–Vale,
voy enseguida. Esperemos que el cuello del útero empiece a dilatar y avisa a
Larry –arrancó la camioneta, pisó el acelerador y, a toda velocidad, fue por la
Interestatal 90 para llegar antes que la familia. El reflejo del sol por
el lado derecho del vehículo pixeló en mosaicos pequeños la suciedad de la
ventanilla trasera. Pronto se derretirá la nieve y tendremos problemas, pensó
mientras conducía segura de sí misma.
Larry
Erickson hacía una década que estableció la clínica veterinaria en una casa
abandonada en el centro de la ciudad, acondicionando la planta de arriba para
uso personal, decorada con sencillez y la baja dotada del material necesario
para atender a los pacientes. Traía el rodaje de las principales universidades
del país y de las más prestigiosas europeas, también la base de algunos
descubrimientos en laboratorios muy importantes. Era innovador, inclusivo,
dialogante, conciliador, testarudo y buen profesional. Su esposa Diane, era
periodista freelance, especializada en Inteligencia Artificial, Biología
y Medioambiente, pero también al resto de temas específicos que abarquen
cualquier rama de la ciencia. La integración de la pareja en Big Timber no
resultó nada fácil al principio, acostumbrados a que el viejo herrero tan
pronto sacaba una muela como amputaba la pata al perro cazador, chocaba que
aquel tipo, de gafa redonda de culo de vaso y bata blanca, impoluta, con pinta
de sabiondo, se hiciese cargo de la salud del ganado, aunque gracias al don de
la perseverancia, que tan bien manejaba, ahora sus jornadas eran largas y
agotadoras. No obstante, seguía sin ser bien visto por los ancianos del lugar,
máxime desde que comenzó a contradecir argumentos negacionistas sobre COVID,
crisis climática y consumo excesivo de carne por parte de los seres humanos y
el gasto de recursos que eso genera. Susan Maxwell rápidamente se hizo amiga de
los Erickson, coincidían en gustos, opiniones e inquietudes, a pesar de la
diferencia de edad. Llegar al viernes era para ellos un festival de relajo
donde la cena antecedía a la apasionante tertulia bañada con moonshine
de elaboración propia.
–¿Cómo
está nuestra amiga, Paul? –dijo Susan apeándose de la camioneta y refiriéndose
a la vaca.
–Tendremos
que armarnos de paciencia, la cosa va para largo –aseguró él mientras guardaba
la silla de montar.
–Al
menos esta vez no parece que esté agresiva –opinó ella ayudándole a llevarla.
–Pues
no sé qué decirte, me ha dado una coz aun reconociendo mi voz –expresó
sarcástico.
–En
fin, vayamos dentro –ella suspiró.
–¿No
es aquel el coche de Larry? –preguntó el capataz haciendo visera con la mano
sobre las cejas para enfocar así mejor la vista.
–Sí,
se ha dado prisa. ¿Has observado cosas extrañas últimamente en ella? No sé,
cambios bruscos en el comportamiento.
–Alguno,
por ejemplo ha lamido mucho su propia orina, he llegado a pensar incluso que
padecía del mal de las vacas locas, pero no lo creo. –Larry se apeó de su auto
limpiando la gafa con un pañuelo de papel.
–Lo
siento, no he podido llegar antes –dijo sofocado. Los tres desaparecieron en el
establo tras de sí.
Paul
Carter Junior, el capataz del rancho Maxwell, llegó a sus vidas mientras bebía
una cerveza bien fría y le hincaba el diente a su hamburguesa preferida de
carne de buey. En la cantina escuchó comentar lo del cartel en el que ofrecían
una suculenta recompensa a quien lograse atrapar al caballo de color chocolate
escapado de la zona de pastoreo, con cuyo paradero todavía nadie había dado. El
ejemplar era elegante, apacible y manso, de melena y cola rubia, lo utilizaban
para tirar del arado y, a veces, de un carro cargado de sacos de moras negras,
pero de un tiempo a esta parte se le notaba muy cansado y tremendamente
sediento, aunque había dejado de beber del abrevadero cercano, puesto que las
últimas veces que lo hizo vomitó de manera espectacular por los ollares. En el
horizonte rojizo caía el Sol y según regresaban los hombres, frustrados, la
esperanza de encontrarlo mermaba. Tanto en la casa principal, como en las otras
donde habitaban los vaqueros, peones y encargados de cultivar los campos, el ruido
de platos y cubiertos se oía de fondo, además del suave murmullo contándose lo
que había dado de sí la jornada y algún llanto desconsolado de bebé recién
destetado. Expectantes y agudizando el oído todo quedó en silencio hasta que,
sobresaltados, oyeron el relinchar del caballo con el peculiar sonido de los
cuatro golpes de sus cascos. Junto a él, montando un Mustang salvaje de
Norteamérica que ganó en una partida de póker, iba un cowboy.
–¿Dónde
está el dueño de este bello ejemplar? –pregunto a quienes salieron afuera.
–Mr.
Maxwell se encuentra dentro de la casa –contestaron.
–Tranquilos,
muchachos, estoy aquí –intervino el amo.
–Me
parece que esto le pertenece –dijo alargándole las bridas.
–Así
es –llevaos a Charly al establo y comprobad que todo esté bien –ordenó.
–Lo
que mandé, patrón –desaparecieron en la oscuridad.
–Vamos
al despacho, le daré la recompensa –desmontó con elegancia y, caminando tras
él, observó que arrastraba más uno de los pies–. Siéntese, por favor. ¿Dónde
estaba?
–Vagaba
asustado y desorientado al
borde casi de un desfiladero, es un caballo
caprichoso, bellísimo y pueden robárselo –comentó
sacudiéndose el polvo de las botas.
–Aquí
tiene su dinero –sacó del cajón un sobre lleno de billetes y se lo dio.
–No
lo quiero –ante la incredulidad de su interlocutor lo retiró hacia el otro lado
de la mesa–. He oído por ahí que se ha quedado sin capataz, me gustaría el
puesto.
–¡Vaya,
vaya! ¡Cómo corren las voces, eh! ¿Tiene experiencia? ¿Qué van diciendo de
nosotros? –Preguntó mientras valoraba si darle el trabajo o no.
–He
aprendido de los más veteranos el manejo del lazo, dirigir al ganado en zonas
abiertas atravesando grandes valles, acantilados, terrenos peligrosos y todo
cuánto se necesita para mantener a flote este tinglado. Si le parece me quedo
unos días, observa cómo me desenvuelvo y
después usted decide –por la rendija de la puerta asomó el hocico Susan que por
entonces tenía apenas diecisiete años, desde ese mismo momento comprobaron que
tenían mucho en común.
Durante
tres meses y medio Larry Erickson, el veterinario, asistió a partos difíciles
en las granjas de toda la comarca incluyendo el rancho Maxwell. Esa vez el
ternero venía de nalgas y la bolsa de la placenta se había roto. Horas antes
Paul acondicionó un espacio limpio para la vaca, estaba muy inquieta y no había
forma de que se tumbara sobre el suelo mullido. A simple vista, y hasta la
exploración del experto, tenía la vulva inflamada y la cisterna del pezón
todavía no se había dilatado. Todos estaban a la expectativa. Susan la
acariciaba evitando hacerlo en la barriga a pesar de sospechar que el ternero
no tenía bien colocado el hocico entre las patas delanteras para salir por el
útero. La jornada iba a ser pesada y dolorosa para la parturienta y todo
apuntaba hacia una intervención quirúrgica, así que Larry repasó mentalmente el
instrumental que necesitaría: bisturí, guantes de brazo largo, separadores,
sutura, cadenas obstétricas, fórceps… Abrieron el portón y aparecieron el señor
Maxwell junto a dos de sus hombres de confianza y el resto de la familia que se
tomaban aquello como un acontecimiento festivo.
–¿Cuál
es el diagnóstico, Erickson? –preguntó con contundencia.
–Estamos
ante un parto distópico, algo va mal y aún no sé muy bien cuáles pueden ser las
causas, pero la complicación está asegurada –respondió el veterinario.
–¿Tiene
relación con los otros partos y las vacas que hubo que sacrificar?
–Es
muy similar –fue Paul quien intervino.
–Tenéis
veinticuatro horas, si mañana no está resuelto yo mismo cortaré por lo sano.
–¡Papá!
–exclamó Susan.
–No
adelantemos acontecimientos, señor, déjenos hacer a nosotros –continuo el
capataz aun sabiendo que en el fondo el patrón tenía razón–. ¿Qué le parece si
aguardan en la casa y así no la ponemos más nerviosa?
–De
acuerdo, pero recordad: no quiero héroes, especialmente tú –refiriéndose a su
hija. Salieron malhumorados, la gente menuda porque les privaban del
espectáculo de verla parir y el patrón calculando cuánto le costarían los
servicios del veterinario y la pérdida de la res.
La
vaca, de raza Angus Negro, característica al no tener cuernos y ser de carne
terneza y jugosa, mugía doblada de dolor. Avanzaba el reloj muy lentamente y la
mantenían vigilada en todo momento, pendientes de cualquier cambio anunciando
la inminente llegada del ternero. A las 2:00 a.m. se desencadenó una fuerte
tormenta, los ventanales de la casa grande se agitaron de tal manera saltando
los cristales en mil pedazos; afuera corrían los hombres para sujetar a los
caballos levantando con las suelas de las botas porciones de barro. El viento
era cada vez mayor, alcanzando ráfagas de hasta 40 millas por hora y, aunque
nadie manifestaba preocupación en cuanto a quedarse aislados, se temía que la
nieve superase las 40 pulgadas de la última vez. Larry, Paul y Susan revisaron
el generador por si hubiese cortes de energía, mientras Mr. Maxwell rezaba para
que no cayesen ramas de árboles sobre sus propiedades. Entre tanto se oyó un
golpe tremendo y a varias mujeres chillando por la presencia de una manada de
lobos hambrientos buscando tajada. Casi de madrugada Larry Erickson la
administró anestesia general y, cuando ya hizo efecto realizó una incisión en
el abdomen y otra en el útero, extrajo al ternero y los tres se miraron
impresionados contemplando que había nacido con dos cabezas y un solo ojo en el
centro. A continuación vio restos de placenta mezclándose con los tejidos. El
veterinario recogió muestras de los órganos del feto muerto para enviarlas al
laboratorio en Helena, capital de Montana.
–¿Qué
opinas? –preguntó Susan.
–Me
consta que existen casos raros y aislados de malformaciones congénitas, pero
jamás había visto ni oído nada parecido –dijo Larry.
–Habrá
que decírselo a tu padre, ¿no? –soltó de repente Paul.
–Sí,
–respondió ella acariciando a la vaca mientras seguía dormida.
–Primero
voy a coserla y limpiamos un poco esto –indicó Larry. Le pidió al capataz una
nevera portátil donde guardó parte del hígado del ternero, los sesos, algo del
pulmón, muestras de las patas delanteras y del diafragma. Arrodillado ante la
vaca terminó de suturar la incisión y dio por terminada la intervención.
–¿Tú
crees que hay que sacrificarla? –preguntó ella.
–Está
en muy mal estado, el amo no la va a mantener con vida –respondió el capataz.
–¿El
ganado sigue bebiendo del abrevadero? –preguntó Susan.
–Sí,
claro, –respondió el responsable del rancho–, pastan muy cerca de él –la joven
se quedó muy meditativa.
–Chicos,
en cuanto ponga en marcha el protocolo llevaré las vísceras a analizar, pero
antes he de dejar el automóvil en el taller para que revisen los frenos.
–No
te preocupes, yo puedo llevarte. Mañana iré a recoger unas revistas que tengo
encargadas, escriben dos científicos muy interesantes sobre clima y
alimentación –anunció toda emocionada.
–Como
se enteren en casa que sigues a vueltas con lo de que los cambios bruscos de
clima alteran la vida de los animales, la van a liar gorda –dijo el capataz.
–¡Va,
me da igual! Y, para que sepáis, una jueza de aquí le ha dado la razón a 16
jóvenes ambientalistas acusando al estado de no respetar su derecho a un medio
ambiente limpio y saludable.
–Gracias
–dijo Larry respecto al ofrecimiento de llevarle–, voy con Diane, tiene una de
esas reuniones suyas con colegas –en ese preciso momento Mr. Maxwell apareció
y, como era de suponer, se deshicieron de la parturienta. Paul se llevó ambos
cadáveres lejos del rancho y los incineró no era la primera vez que lo hacía a
escondidas.
Susan
tomó un poco de bizcocho recién hecho y se despidió de la familia. Después, con
los huesos molidos y molestias en la espalda, regresó a The Grand Hotel
y, aunque apenas había coches en McLeod St, aparcó en 2nd Ave, se
apeó de la camioneta y saludó con la mano al homeless ubicado en la otra
esquina. A mil trescientas cincuenta y tres millas de allí, el personal de
emergencias peinaba la orilla del río Guadalupe en busca de supervivientes tras
las últimas lluvias torrenciales que, según las autoridades locales son las más
devastadoras del último siglo, ocurridas en el centro sur de Texas, con decenas
de desaparecidos y más de 80 muertos, entre ellos muchas niñas que estaban en
el campamento de verano en Camp Mystic. Quienes consiguieron salvar la
vida contaron a la reportera de la KVTQ (CBS) que la riada se llevó todo cuanto
encontró a su paso dejando un paisaje dantesco, lleno de cadáveres con las manos
entrelazadas para no morir solos, automóviles
navegando calle abajo y chocando contra personas aplastadas en las paredes o
enseres amontonados taponando posibles salidas de emergencia; desde la CNN,
autoridades locales intentaron transmitirle a la población algo de confianza
asegurando que ponían todos los medios a su alcance para hallar lo antes
posible al mayor número de damnificados. Sin duda, la tragedia habría sido
menor si la Administración Trump no hubiese ejecutado recortes masivos en las
agencias encargadas de alertar a la población. Paró en la gasolinera.
–¿Lleno?
–preguntó el chico encargado de repostar.
–Sí
–respondió ella mientras iba hacia la tienda.
–Hola
Susan –saludó el dependiente.
–Hola.
¿Qué tal? ¿Me das paquetes de Marlboro, por favor?
–Claro,
y este encendedor de regalo. ¿Qué tal todo por el rancho? Hace mucho que tu
padre no pasa por aquí, se habrá ido a la competencia –dijo guiñando un ojo.
–Todo
bien. Le daré recuerdos de tu parte –se fue antes de alargar más la
conversación.
La
habitación ocupada por Susan era acogedora y contaba con complementos sencillos
que le daban un aire muy personal, un póster de pared a pared de la
montaña Denali, en Alaska, considerada la más alta de Norteamérica, diversas láminas
de otros lugares declarados Patrimonio de la Humanidad, fotografías montando a
Charly, otras de pequeña acudiendo con la familia a fiestas ganaderas y algunas
más de acampada con amigos cerca de la frontera con Canadá. En el armario un
par de vestidos y varios pantalones tejano con camisas a cuadros completaban su
austero vestuario, además de un frasco de perfume que se echaba de vez en
cuando y complementos de maquillaje. Junto a la cama tenía una mesa de
escritorio hecha por Paul de cedro rojo occidental, encima la computadora y una
montaña de papeles que revisaba y estudiaba a diario ordenados por temas. De la
nevera cogió una cerveza, dejó las botas manchadas en el baño, ojeo la
correspondencia aun sin abrir, encendió la computadora y en la pantalla, del
extremo inferior derecho, surgió una nota avisando de que tenía un nuevo correo
electrónico de un activista de Greenpeace al que seguía por Instagram,
y que decía: “Estados Unidos cierra la frontera con México a la entrada de
bisontes, caballos y otros animales bovinos por la plaga del parásito gusano
barrenador”. Dejó a un lado la noticia para leerla más tarde y buscó en Google
“policefalia”: ternero con dos cabezas y un solo ojo…
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