domingo, 8 de junio de 2025

La otra Florida

19.

Rodrigo Núñez se quedó dormido con una media sonrisa y a la mañana siguiente cuando las auxiliares fueron a asearle estaba rígido. Carmela Benet recibió aviso del Hogar de Ancianos de Santovenia, en el municipio habanero de El Cerro, comunicándola el fallecimiento de su abuelo y la obligación de hacerse cargo del cuerpo y sus pertenencias: maquinilla de afeitado manual, brocha, dos pijamas, zapatillas, un sombrero de ala, la fotografía de su mujer, un librito de canciones populares y la dentadura postiza que ya ni le ponían. En el sepelio Gilberto Núñez, amigos y familiares de gente a la que había ayudado a salir de la Isla, acompañaron a la nieta desolada, que lo enterró junto a su Esposa e hija Elsa. Todos resaltaron su gran humanidad y el compromiso adquirido en pro de los demás considerando causa justa mejorar el futuro de cualquier persona. Desde Chokoloskee, Ernesto Acosta, el morenito, le rindió homenaje a su manera, sacó la vieja barca y puso rumbo a la zona más pacífica de los Everglades. El Sol asomaba por el horizonte limpio de nieblas y de tráfico aéreo. Recordó la vez que navegaron juntos, la expresión en la cara del tío igual a la de quien se emociona con la inmensidad del mar o los dibujos de animación en el cine, así como también la pasión hablando de Cuba, esa patria arraigada a lo más profundo de su corazón. En definitiva, soltó el ancla y dejó que la suave brisa le llevase con la imaginación hasta Puerto Escondido, a la infancia que atesoraba dentro de sí. Rescató de la memoria una conversación que mantuvieron su mamá Mirta con el tío Rodrigo y que él oyó por casualidad yendo a recoger el balón que se les había escapado. Ella, sentada a la sombra de aquel árbol donde cosía la ropa que los más pequeños rompían jugando, surgió lo siguiente:
          –¿Hermano, crees que son felices? –refiriéndose a nosotros, mientras que, ajenos al futuro incierto y caprichoso, corríamos detrás de la vieja pelota deshinchada.
          –Ay, mijita, no lo sé. ¿Tú lo eres? –preguntó el otro, un silencio abrumador surgió entre ambos. A lo lejos, la inconfundible voz de Antonio Machín llegaba desde algunas cuadras más allá.
          –A veces me pregunto hasta qué punto los progenitores tenemos derecho de tomar ciertas decisiones que afecten directamente a nuestros hijos e hijas.
          –Siempre suele ser por su bien –respondió Rodrigo no muy seguro.
          –Ya, ¿pero y si en nuestro deseo los arrastramos hacia un precipicio sin marcha atrás? –Recordando ahora aquella conversación, Ernesto imaginó que su mamá intuía algo respecto a la desgracia del naufragio.
          –Anda, no te atormentes y deja que la brisa del mar roce tus cabellos. ¿Vendréis a la excursión del domingo?
          –¿Adónde? Nadie me ha dicho nada.
          –A la Cueva de los Tiburones –llamada así porque dentro vivió un tiburón gato. Entonces, al decir esa frase los chicos y chicas se arremolinaron alrededor de ellos sedientos de aventuras.
          Hasta tomar Donald Trump posesión de su cargo, los pueblos Stanstead, de la provincia de Quebec, Canadá, y Derby Line, en Vermont, EE. UU, vivían en paz, compartiendo en un mismo espacio la casa de la Ópera Haskell, en la parte canadiense y la biblioteca en el lado estadounidense. Dentro, la única marca que indicaba en qué lugar de la frontera estabas era una cinta adhesiva de color negro pegada en el suelo. Pues bien, hace relativamente poco, Sylvie Bourdreau, presidenta de dicho centro cultural recibió un correo electrónico de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos en el que se le avisaba de la prohibición de acceder los canadienses por la puerta principal, situada en el otro lado, y a la que llegaban siguiendo la acera lateral que bordeaba el edificio. Por tanto, a Sylvie no le quedó otra alternativa más que habilitar un acceso por la puerta de emergencia con salida por Stanstead. Así que, el Presidente Trump, además de todos los cambios, incomprensibles y peligrosísimos, realizados hasta el momento, ha decidido levantar muros a la cultura y las artes en general. Ernesto Acosta supo de esto a través de una hoja de periódico donde iban envueltas las hortalizas que compró en el mercado de Naples, al que acudía una vez al mes. Para él fue muy emocionante, no en sí la noticia, sino localizar entre los participantes de la protesta, en apoyo a todos los vecinos de ambos pueblos, a Koa y Amy Dayton, muy envejecidos, encabezando la marcha, megáfono en mano, con esa expresión reivindicativa, propia de todo activista que va localizando con la mirada posibles adeptos. Bastantes días después Ernesto se encontró con un pescador, defensor también de dichas causas y con el que coincidía muy de tarde en tarde.
          –¿Qué tal, morenito? –preguntó apoyando el pie en el borde de la barca, mientras liaba un cigarrillo con absoluta destreza.
          –Bien, limpiando las herramientas para salir a navegar en cuanto mejore el tiempo, aunque todavía lloverá durante toda la semana –el muelle estaba semi vacío, con apenas unas pocas personas trajinando en él, además del crujido de la madera y el vaivén de las olas a lo lejos–. ¿Y tú, cómo estás?
          –Acabo de volver de Vermont –dijo con tono entristecido.
          –¿Has estado con los Dayton en las protestas? –pregunto esperanzado por saber del matrimonio.
          –Sí, éramos los de siempre, y es una pena, la gente ya no quiere comprometerse porque tiene miedo de que les señalen o que les traiga consecuencias. Estuvimos conversando pacíficamente con más compañeros cuando los detuvieron delante de nuestras narices, fuimos a protestar a las puertas de los juzgados y no apareció nadie, no se sabe adónde los han llevado, en qué condiciones, ni cómo –el hombre se giró y sacó la cuerda del agua para enrollarla poco a poco, mientras hacía un gesto de lamento arrancando el motor cabizbajo. Ernesto Acosta pensó que de ser más atrevido se habría lanzado a investigar el paradero de los ancianos, pero lo más que hizo fue poner rumbo a los Everglades, a pesar de no ser aconsejable.
          –¡Desnúdate, vamos! –ordenó el carcelero a Koa Dayton a la vez que le entregaba el uniforme de la penitenciaría.
          –¿Dónde han llevado a mi esposa?, está enferma y necesita sus pastillas. Aguarden un instante, acá las tengo –metió la mano en el bolsillo y, al sacar un pequeño bote de plástico, le golpearon la mano cayéndosele al suelo.
          –Obedece, ¿acaso crees que tengo toda la mañana para contemplarte? –se jactó el agente pisando las pequeñas píldoras que mantenían con vida a Amy. La prisión federal ADX Florence, conocida como el “Alcatraz de las Montañas Rocosas”, está ubicada en el condado de Fremont, Colorado. Considerada de máxima seguridad, cuenta con celdas individuales donde los reclusos pasan todo el tiempo confinados. En una de ellas, Koa Dayton agotará el resto de los días sin haber cometido ninguna falta, solo por el mero hecho de luchar contra las injusticias. Sin embargo, Amy Dayton, no duró ni una semana en el Centro Correccional de Mujeres de Denver, donde la encontraron tirada en las duchas, saliéndole espuma por la boca, había fallecido cinco horas antes. Así concluye la trágica historia de ambos activistas cuyo ciclo de vida fue la entrega total a los demás. Aunque Ernesto Acosta no era creyente, rezó por aquellas dos almas la oración que de niño le enseñara su mamá.
          –He enviado el paquete con los artículos de primera necesidad que pedías, además de algunas partituras que compré en un mercadillo en Naples, espero haberlas elegido bien. En breve mandaré también algo de dinero –dijo el morenito por teléfono a Carmela con tono sonriente.
          –Espérate un poco, las cosas han empeorado y no sé si podré recoger el paquete. Ahora, todo lo enviado, corre el riesgo de ser confiscado en los exhaustivos controles de entrada al país.
          –Vaya, cómo lo lamento. ¿Y Gilberto, ésta ahí? –preguntó impaciente por escuchar el “mijito, ¿cómo le va?”.
          –Te manda saludos, tuvo que salir a un recado –la chica calló la verdad, en realidad llevaba ingresado cerca de un mes, con un virus desconocido que le hacía vomitar en cuanto injería siquiera líquido.
          –¿Os habéis echado a la calle a protestar? –Ernesto no disimuló la preocupación.
          –¿Por qué lo preguntas? –Carmela se puso bastante nerviosa, la habían llegado rumores de fuertes altercados a punto de ocurrir.
          –En Miami los inmigrantes latinos sin papeles temen ser expulsados y devueltos a sus países de origen, lo cual no garantiza su seguridad.
          –Acá, en La Habana, aunque sabes que los cubanos y cubanas somos muy pacíficos, en estos momentos de gran incertidumbre, peleamos por cosas muy básicas, por ejemplo, tener para comer al día siguiente. No me malinterpretes y pienses que no me importa la situación mundial de pobreza que hay, pero cuando las uñas del hambre arañan las paredes del estómago, apenas te quedan fuerzas para pensar.
          –Eso podemos solucionarlo: vente conmigo –el sonido de una clavija de cierre o apertura cortó la comunicación y la chica lloró desconsolada, cogió la mochila y, a falta de plata para la guagua, caminó varias cuadras durante una hora y cuarenta y cinco minutos hasta el hospital donde Gilberto parecía menos demacrado.
          –Dice el médico que no vomitas desde anoche, te dieron un poquitico de leche y la has retenido, esa es muy buena señal.
          –Pues me siento como si un trasatlántico me hubiese aplastado los huesos –dijo bajándose de la cama.
          –He hablado con el morenito –comentó como de pasada.
          –¿No le habrás dicho dónde estoy ni cómo, ¿eh? –la increpó.
          –Claro que no, ¿por quién me tomas? –soltó molesta.
          –Perdona, estoy demasiado susceptible, lo siento. –Gilberto Núñez y Carmela Benet siguieron recibiendo paquetes periódicos de Ernesto Acosta. Continuaron con sus profesiones: ella dando clases de música y él amenizando con su voz y guitarra los atardeceres en el Malecón habanero, fieles a los principios que los han mantenido en pie.
          –Cuando salgas de aquí, hasta que te recuperes, vendrás conmigo a casa, fui a la tuya y te traje esta ropa interior, cámbiate. Por cierto, la tienes hecha una pocilga…
          Transitaba por la US-41N/Tamiami Trail E. camino del diner ubicado en el viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut, cuando al morenito la nostalgia se le extendió por todos los poros de la piel, recordando la segunda vez que estuvo reunido allí con compatriotas cubanos que le contrataron para sacar de la isla a los suegros. El entorno había cambiado muy poco desde entonces, la iluminación seguía siendo pobre y el ambiente no dejaba de estar recargado de humos y olores, al frente del mismo, una joven pareja de sudamericanos, probablemente con el corazón en un puño por si los deportaban en cualquier momento, se esmeraban por atender a la clientela lo mejor posible. Al morenito aquel lugar le reconfortaba y no sabía muy bien por qué. Los últimos tragos de Corona, la cerveza de fabricación mexicana, su preferida, que le refrescaron la garganta y le perfilaron los labios con espuma, dieron paso a otras botellas, como queriendo ahogar en alcohol la apatía que deja casi siempre sentirse de brazos caídos.
          –¿Desea algo más? –preguntó la mujer de dentadura blanca, impoluta, igual a la camiseta de los Rolling Stones.
          –Pepinillos, un plato de pepinillos y media libra de filete de buey a la brasa –dijo Ernesto recordando a Andrew.
          –Tenemos la mejor carne de la comarca. ¿Es de por aquí o está de paso? –preguntó mientras preparaba un plato generoso con pepinillos.
          –De Chokoloskee –respondió por educación.
          –No lo conozco ni sé dónde está –la mujer perdió entonces interés.
          –Es un pequeño pueblo de pescadores al que se accede por Everglades City –el morenito bajó la vista y se concentró en la cena que iba a enfriarse. Pensó en el primer camarero que estuvo ahí, un tipo desdentado, de pies planos, con botas ortopédicas que arrastraba mientras barría y al que encontraron muerto de hipotermia no lejos de allí. Entre bocado y bocado, entre trago y trago, Ernesto repasaba secuencias de la vida como si al hacerlo consolidase más su existencia. Sin embargo, le abstrajeron de los pensamientos y la emoción, un grupo de motoristas hambrientos camino de Tampa, según oyó comentar. Apuró el último sorbo de café y se puso en carretera lamentando no haberlo hecho antes por la caravana de automóviles que había. Era temporada de pesca competitiva, se daban cita en los alrededores gentes de toda la Florida y otros estados del sur, por lo que en EFC Everglades Fishing CO se duplicaba la faena y, aunque él ya no trabajaba para la empresa, salvo sábados y fechas puntuales, puso rumbo en esa dirección con la idea de dar una cabezadita en la camioneta antes de que abriesen la tienda.
          –¿Qué tal, muchacho? –preguntó el encargado a la par que alzaba el cierre.
          –Bien, señor, con algo de sueño, pero bien –respondió restregándose los ojos.
          –A ver cómo se presenta hoy la jornada, ayer tuvimos muchos clientes –le dio la vuelta al cartel de closed por open, Ernesto barrió la entrada.
          –Dentro de dos meses me largo, cojo el retiro, estoy cansado de los jefes, seré más pobre, pero más feliz.
          –Creo que viene un año bastante activo de tormentas tropicales, que podrían convertirse en potentes huracanes. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos le ha quitado hierro al asunto y es que, desde que el Presidente Trump tomó el poder, ha recortado el presupuesto de dicha agencia y a despedido a casi mil trabajadores, porque niega el cambio climático y lo considera una conspiración progre.
          –¿Y tú cómo sabes tanto? –dio media vuelta y se metió en el almacén. Apenas cruzaron más palabras salvo para despedirse.
          Ernesto Acosta se sentó en el porche con vistas a la Bahía de Chokoloskee, buscó un disco de vinilo de canciones cubanas y lo pinchó en el viejo tocadiscos. Siguiendo el ritual, aprendido de Andrew, limpió la trucha que pescó para la cena y la preparó en la cocina según la receta de Tracy. Regresó a la butaca con una jarra de limonada bien fresquita, la puesta de sol apareció por el horizonte con su mezcla espectacular de rojos, azules y amarillos tapizando el lienzo del cielo. Entonces, de repente, y sin esperarlo, un pinchazo le encogió el pecho. “¡Argelina! ¡Papi! ¡Jorge! ¡Mami!”. La oscuridad y el sudor gélido se apoderaron de él. “¡Ayudadme! ¡No sé nadar! ¡Ayudadme! ¡Mami! ¿Dónde estás, Argelina? ¿Y la niña? ¿Y la niña? ¡Jorge! ¡Jorge! ¡Agárrate, no te sueltes!”. Una fuerte sacudida le levantó del asiento y, como si nada, fue hasta el fogón donde aguardaban su festín y, sobre la mesa, los cuadernos que ha ido escribiendo a lo largo de los años, episodios de la vida propia y ajena, sentimientos plasmados en caliente, ejercicios que le han servido de terapia para no enloquecer en los momentos complicados y difíciles. Algunas noches, aunque ya más espaciadas, sufre la pesadilla del naufragio y se ve en la balsa con un cadáver a su lado, los buitres planeando por encima y la muerte, vestida de blanco, pisándole los talones. The Garber House quedó en un proyecto fallido, un cristal hecho añicos cuya idea de ofrecer refugio y alojamiento a aquellos que cruzan el Estrecho de la Florida y necesitan permanecer un tiempo escondidos hasta arrancar con los planes de futuro. Cerró con llave la habitación de Tracy, guardando dentro los mapas y todo lo relacionado con la travesía, así como un listín telefónico de posibles contactos. Cogió su bolsa estanca, apagó las luces, se dirigió al muelle y, una vez acomodado en la barca, se dirigió hacia la zona más salvaje de Los Everglades, adonde Andrew le enseñó a sobrevivir ante la adversidad. El movimiento peculiar de los caimanes ondulaba el agua, paró la barca, lanzó la caña y dejó que los peces picasen el anzuelo…

7 comentarios:

  1. Te felicito por ese final, has dado una imagen de Florida muy diferente, un recorrido en balsa y en barca lleno de sentimientos. Nos encontramos en septiembre. Buen verano, nena.

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  2. Gracias por enseñarme lugares diferentes

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  3. María Doloresjunio 08, 2025

    Con los dientes largos y los ojos entornados espero lo siguiente.

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  4. Cuantos sueños rotos por un maniático ególatra.
    Con la misma paciencia que tiene el morenito cuando lanza el sedal de su caña, esperemos de algún acontecimiento que haga revertir el camino emprendido por el narcisista loco.
    Buen verano y recupera fuerzas para nuestro bien 😜

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  5. Felicidades por esta historia que acaba y espero con ganas la próxima.Buen verano! Descansa que bien lo mereces. Gracias! Besos

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  6. Buen final, esperemos puedan cambiar al mostruo de Tranp para que esos pobres aventureros puedan pasar el estrecho de Florida sin tanto temor a lo desconocido. Pasa un buen verano preciosa y hasta pronto

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  7. Hemos llegado al final de este viaje. Historia de una dura vida. Q triste realidad la q estamos viviendo con lla situación política
    Compartimos con 'el morenito' esos momentos, tantos recuerdos, tantas ilusiones truncadas....
    Llega el momento de descansar.
    Esperando al proximo para emprender un nuevo viaje

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