16.
Transcurridos quince años Koa y Amy
Dayton cumplieron condena y salieron de prisión, nadie los esperaba fuera ni en
ningún otro lugar. Así que, tomaron el único autobús que conectaba con la
ciudad de Nueva York. Ocuparon ambos asientos clavando la mirada en el suelo
para evitar así la de otros viajeros, colocaron sobre sus rodillas una simple
bolsa de deportes en la que llevaban todas sus pertenencias: algo de ropa
interior, poca de abrigo, el cepillo de dientes y un cuaderno en blanco donde
tan solo iba anotada la fecha de entrada en la cárcel. Cuando llegaron a
Harlem, fin del trayecto, apenas reconocieron el paisaje, el vecindario había
cambiado y los edificios aparentaban siglos de abandono con ladrillos picados
por el lanzamiento de piedras, de quienes solo matan el tiempo destruyendo. Mamá
Regina tampoco era la misma, obligada a cerrar su negocio de venta
ambulante de hot dog, por las continuas amenazas de las mafias
callejeras, ahora malvivía con un mísero retiro y algún trapicheo de
contrabando, pero en ningún momento perdió la particular hospitalidad que tanto
la caracterizaba, por eso los recibió con los brazos abiertos y ofreció lo poco
que le quedaba: un incómodo camastro donde descansar los huesos doloridos, un
baño caliente, un vaso de leche con galletas, recortes de periódicos donde
hablaban de las iniciativas que encabezaron de jóvenes y lo injusto que fue su
detención, ante miles de personas, en la manifestación que encabezaron en
Washington, en defensa de unos agricultores de color a los que les expropiaron
las tierras de cultivo. Ellos pasaban las hojas, sin detenerse en la lectura,
dejándolas apartadas en una esquina. Apenada de verlos tan abstraídos, delgados
y deprimidos, apagó la luz y se echó a dormir con la esperanza de que, con
paciencia y esfuerzo, volverían a ser los de antes.
–Podéis
estar aquí el tiempo que sea necesario, hace mucho que no viene nadie a
quedarse y echo de menos tener compañía. ¡Con lo que ha sido esto, un no parar
de gente, y ahora…! –dijo a la mañana siguiente mientras que la pareja
escuchaba callada. Dos horas después, cuando mamá Regina regresó con
algo de comida, encontró la casa vacía y una breve nota pegada en el
refrigerador: “Hemos de seguir nuestro camino. Gracias por todo”, dejó
las bolsas encima de la mesa, cogió la manta
arrugada en la silla, se la echó por encima y se tumbó en el sillón, con su
gata haciendo guardia sobre la alfombra. Entre sueños escuchó un maullido
aterrador, sobresaltada, abrió los ojos y, proyectadas en la pared, vio sombras
en movimiento.
–¿Quién
anda ahí? –preguntó incorporándose, bajó los pies y dio un brinco al rozar un
bulto caliente, aun con latidos, encendieron la luz y encontró al felino
asfixiado y varios hombres con pasamontañas y capucha.
–¡Hola
mamacita! –saludó un hombre corpulento con acento sudamericano.
–¡No
me hagáis daño! –suplicó la anciana mientras se orinaba de miedo.
–¡Anda,
vieja, no seas tonta! No has sido buena con nosotros y eso nos disgusta.
–Necesito
más tiempo, ha surgido un imprevisto y no he podido pagaros, no me lo toméis en
cuenta, he fallado muy pocas veces, pero ésta ha sido imposible –dijo al borde
del desmayo.
–¡Ay,
mi amor! ¿Tú te piensas que vivimos del aire y nos sobra la plata?, pues no,
negrita. Además, tienes una semana para devolvernos el préstamo, eso sí, ahora
con intereses por la demora. ¡Ah!, eso –señaló al felino– era un mal bicho.
–Pero
me quería –comentó con ternura.
–Ya
sabes, viejita, una semana o la próxima vez lo lamentarás todavía más. –Se
fueron dando un portazo. Cogió una caja de zapatos vacía y puso el cuerpo de su
mascota dentro, la ató con una cuerda y salió con ella bajo el brazo hacia la
iglesia del vecindario donde se celebraba en ese momento una misa gospel,
después la dejó en el mismo lugar donde lo encontró recién nacido, a punto de
morir por hipotermia. Deambuló sin rumbo hasta el río Hudson, paseó la mirada
por los rascacielos de la metrópoli memorizando cada silueta puntiaguda
recortando el firmamento, entonces comprendió que para ella había finalizado la
penúltima etapa de vida…
Ernesto
Acosta su enteró de la puesta en libertad de los activistas por una pequeña
reseña en la prensa local y la instantánea robada en Harlem por un reportero
gráfico que los siguió sin escrúpulos, captando la peor imagen, caminando
abobados de un lado a otro de la calle. A pie de foto, la frase demoledora: “La
rebeldía también se adoctrina”, saltaron chispas dentro del morenito
ante la impotencia de ver cómo las cosas retrocedían en cuanto a defensa de los
derechos sociales y el miedo de la gente a señalar a los culpables. Le invadió
mucha tristeza y quizá se arrepintió de no haber compartido con ellos más iniciativas
sociales. Pensó en el papel importantísimo que Koa y Amy desempeñarían
actualmente tras la amenaza de Donald Trump de anexionar Groenlandia a Estados
Unidos, la mayor isla del planeta, algo que ha despertado en los groenlandeses
y groenlandesas –además de otras causas internas que también han influido–, el
independentismo emergente en ese territorio autónomo del reino de Dinamarca.
Ese lugar es muy goloso para la primera potencia del mundo por ser rico en
minerales, gas y petróleo, asimismo en cuanto a pesca se refiere y las llamadas
“tierras raras”, esenciales para la fabricación de vehículos eléctricos y
turbinas de viento, fundamentales a la hora de contener el cambio climático.
–Muchacho,
que estás en la inopia y se me va a alborotar la clientela –dijo la cajera del
supermercado adonde hizo la compra.
–Perdón,
enseguida me quito –dirigiéndose a dos personas que detrás suyo resoplaban
impacientes, mientras que una tercera le llamaba.
–¡Ernesto!
¡Ernesto! ¡Morenito!
–Señor
Hatlen, disculpe, estaba distraído. ¿Cómo le va? Hace mucho que no coincidimos –saludó
así a un pescador que casi siempre andaba metido en líos políticos y a quien
conoció en una de aquellas asambleas organizada por los Dayton.
–Casi
no vengo por Everglades City, me hago viejo y salgo poco de Chokoloskee –confesó
el hombre de piel curtida en la mar.
–¿Tampoco
va por el muelle? –preguntó a la vez que le ayudaba a meter las bolsas pesadas
en la camioneta.
–Esas
aguas ya no están hechas para mí. Han soltado a Koa y Amy –informó nostálgico.
–Sí,
lo sé. Lo vi en el periódico.
–Ya,
con una fotografía que no les hace justicia. Si éste me respondiese –se golpeó
el pecho–, iría a buscarlos, pero el corazón ya me ha dado un par de sustos y
mi esposa y los hijos me mantienen a raya –rieron con ganas.
–¿Sigues
teniendo Garber House o lo cerraste?
–Un
espacio abierto nunca tiene cerrojos. Ahora la situación ha empeorado con la
nueva Administración Republicana y mis compatriotas no se atreven a venir y
sufrir la injusticia de una deportación en caliente.
–Me
acordé de ti hace unos meses porque tuve que esconder a unos refugiados
políticos en un lugar seguro, pero no quise comprometerte –Ernesto calló y cada
uno retomó su camino.
Gilberto
aguardaba en el Aeropuerto Internacional de Miami al familiar de unos cubanos
para entregarle el paquete que debía llevar a La Habana, junto al importe en
dólares para él, por hacer de mula. De pie en la sala, con ese plante de
bohemio que tan bien le definía como artista, estaba atento a quienes llegaban
por si alguien llevaba un cartel con su nombre escrito, a la vez que pensaba en
el helado que iba a comerse, manjar importantísimo para todos los latinos.
Dentro de una hora almorzaría con el morenito y nueve después regresaría
a Cuba, por tanto tendrían tiempo suficiente de conversar. Un hombre alto y
corpulento se le acercó identificándose como el intermediario que realizaría el
intercambio, pero Gilberto se quiso asegurar bien ya que algunos estafadores
muy organizados se hacían de oro a costa de la buena voluntad de la gente para
con el pueblo cubano. Sin embargo, esa vez era verdad y el canje se realizó en
segundos. Cuando el morenito llegó su primo se guardaba la plata en el
calcetín.
–¿Quieres
quedarte conmigo? –dijo Ernesto mientras le hincaba el diente a una hamburguesa
gigante.
–¡Ay,
mijito! ¿Viste la película “Cadena Perpetua”?
–En
Chokoloskee no se va mucho al cine, somos de pescar y otros se distraen
cazando, en las grandes ciudades no es igual, el ocio va más en el sentido del
arte, pero recuerdo haberla visto por televisión.
–Hay
una escena en el patio de la cárcel donde están sentados fumando un cigarrillo
Andy Dufresne (Tim Robbins) y Red (Morgan Freeman) con otros presos mientras
leen la carta enviada por Brooks Hatlen (James Whitmore), al que acababan de
darle la libertad condicional, en ella les cuenta que está asustado y sufre
pesadillas de noche pensando en que alguien iba a meterle un pincho por la
sien, así que, puede que cometa un atraco para volver al penal donde soy un
tipo respetable, encargado de la antigua biblioteca. Finalizada la lectura, Red
comenta que el viejo Brooks no resistiría mucho porque estaba, igual que él,
“institucionalizado”. A la mañana siguiente le hallan en la habitación del
motel ahorcado, en el certificado de defunción constaba: suicidio.
–No
entiendo –aunque en el fondo sospechaba el mensaje.
–Pues
que fuera de la patria yo también me sentiría indefenso y vulnerable. Las cosas
materiales que mi profesión podría ofrecerme aquí no valen nada en comparación
con la paz que siento en el Malecón cantando con mi guitarra. Para ti es
difícil de comprender, supongo, saliste de allí siendo muy niño y has crecido
en un ambiente totalmente distinto, pero para este caribeño que está delante de
ti, es una bomba de oxígeno recorrer la calle Obispo, el callejón de Hamel,
calle Mercaderes, Boulevard de San Rafael, el Barrio Chino, la Habana Vieja, la
Avenida de las Américas y tantas otras contagiado por la felicidad de los
compatriotas sintiéndose vivos. Puedo tener agujereados los bolsillos y los
zapatos con remiendos en las suelas, pero siempre mantendré la alegría al alza;
quizá venderé mi alma al diablo por un cuartico de arroz cuando me
suenen las tripas, mas nunca traicionaré mis sentimientos, ni la escala de
valores que he configurado con el paso de los años.
–Aunque
no lo creas algo parecido he sentido también, no obstante, soy incapaz de
explicarlo tan bien como tú. Desde la adolescencia he ido perdiendo a todos mis
seres queridos, reproduciéndose la terrible sensación de orfandad y vacío que a
punto estuvo de volverme loco, por eso inicie el proyecto de Garber House,
para darle razón de ser a mi existencia.
–Los
jóvenes de ahora no arriesgan el pellejo sobre palos de madera atravesando una lona, piden dinero a conocidos de aquí y de allá y sacan
pasaje de avión hacia México o España, como primera opción, en tanto que
Estados Unidos ha bajado entre las prioridades adonde emigrar.
–El
país sufre una pérdida acelerada de puestos de trabajo bastante significativa,
todo por la mala gestión de los nuevos dirigentes. Los empleados públicos son
los mayores afectados, Elon Musk lo dijo y desgraciadamente lo está cumpliendo.
Chokoloskee, como tantos otros lugares pequeños del sur estadounidense, queda
al margen, nos abastecemos nosotros mismos y las preocupaciones no trascienden
más allá de cada uno. Dicen que somos un pueblo austero y rancio. ¡Vete tú a
saber!
–¿Cuál
dirías que ha sido el viaje más complicado de organizar? –preguntó distraído.
–El
de la pareja de ancianos, sin duda, por lo delicado de la avanzada edad –respondió
seguro.
–No,
el de Daura Estrada –confirmó Gilberto.
–Es
verdad, la profesora que publicó un artículo metiéndose con los Castro,
denunciando las calamidades por las que pasaba la ciudadanía.
–Exacto.
Verás, mientras la tuvimos encondida un crío de corta edad vigilaba todo cuanto
hacíamos. La semana anterior estaba cantando cerca del Capitolio y se me acercó
un chico ya metido en años, yo no recordaba aquel episodio, pero él dio
detalles muy concretos de los pasos que di con el tío Rodrigo. Me invitó a café
en los portales del Hotel Inglaterra, frente al Parque Central. ¡Qué tonto soy,
tú no lo conoces! Bueno, pues entonces me planteó…
–¡Para
un segundo! ¿No me digas que nos ha salido un servicio? –exclamó radiante.
–Sí,
aunque no por los canales habituales y con matices, mijito, con matices –puntualizó
mirando el reloj y en el pasaje la hora del vuelo.
–Te
escucho.
–El
muy capullo ha recopilado información de toda nuestra actividad y sufro
chantaje continuo.
–Explícate
–al morenito se le dispararon todas las alarmas.
–Quiere
que le traigamos. Le ofrecí la oportunidad de venir conmigo, de mula,
pero lo rechazó para vivir la experiencia de cruzar el estrecho de Florida en
balsa, aún a riesgo de perder la vida. En caso de no hacerlo, nos denunciará.
–Bueno,
entonces, ¿a qué esperamos? Pongamos en marcha el protocolo.
–Ahora
viene lo más enrevesado de las condiciones –dejó paso al silencio.
–Oye,
me estoy poniendo bastante nervioso. Dilo de una vez y hagamos lo que tengamos
que hacer.
–Has
de ir tú –de repente las imágenes de sus familiares ahogándose treparon por las
paredes de la memoria, gritos internos le arañaban el estómago succionando los
jugos y revolviendo las bilis a las puertas de una batalla interna sin
precedentes. A continuación, surgieron los gritos y otra vez la congoja:
¡Argelina! ¡Mami! ¡Jorge! ¡Ayuda! ¡Papi, ayúdame! ¡Ayúdame! ¿Dónde estáis? Y el
agua roja por la sangre de las heridas de tiburón también volvió–. ¡Ernesto!
¿Qué te ocurre, chico? ¡Eh, chaval! –dio una palmada y el primo reaccionó.
–No
lo puedo hacer, mi barca no aguantaría.
–Nada
he dicho de barca. ¿No me escuchaste? –dijo Gilberto muy serio.
–¿Entonces?
–el morenito se agarró fuerte a los bordes de la silla con ambas manos
para escucharle.
–Vas
en avión y vuelves con él navegando –cogió un sobre cerrado de la mochila y se
lo entregó–. Ahí vienen las instrucciones, léelo despacio y me das respuesta.
–Soy
ciudadano americano y es muy arriesgado para mí pisar suelo cubano –Gilberto
saboreó las últimas gotas del helado que chorreaba por el cucurucho de galleta,
se puso la mochila al hombro y desapareció llevándose en el interior de la
conciencia la respuesta que acababa de darle el morenito.
Durante
las 83,4 millas que separaban el Aeropuerto Internacional de Miami con
Chokoloskee, Ernesto Acosta daba vueltas a la locura que acababa de aceptar a
sus casi sesenta años y prácticamente sin opción a negarse. Esa noche no pudo
conciliar el sueño, así que, se entretuvo mirando en Internet cartas náuticas,
distintos tipos de edificaciones, biografías de gente importante y fotos de
otros continentes, sus culturas, gastronomías, costumbres y, sobre todo,
mezclas raciales. Sin embargo, el miedo a ser detenido sin bajar siquiera del avión
hizo que volvieran con agresividad los síntomas de estómago peculiares en todos
los miembros varones de su rama materna. Eran las 3:00 a.m. y ya se oían los
motores de las barcas que salían a faenar, el morenito agudizó el oído y
le invadió la nostalgia. Entonces, comenzó a seleccionar lo que iba a llevar
para el viaje en la bolsa estanca: el reloj de Andrew, el permiso de conducir
de Tracy, la fotografía de Mirta, su madre, que el tío Rodrigo le dejó en el
asiento de la camioneta, publicidad electoral de Kamala Harris y su permiso de
pesca, por si acaso. Pasaban los minutos con lentitud desesperante cuando
comenzó a caer una lluvia muy fina salpicando los tejados, mientras que los
reptiles trepadores limpiaban de insectos la madera de los árboles. En el
garaje, entre la ropa guardada en cajas, buscó una guayabera de color blanco
con pantalón a juego, comprado en un supermarket. Frente al espejo del
armario de su dormitorio, estiró algunas arrugas de los bolsillos y la parte de
los botones. Entornó los párpados y le vinieron a la memoria las palabras que a
menudo decía un viejo pescador: por mucho traje que te pongas, siempre olerás a
vísceras de peces muertos. Pero él no se vio mal del todo.
–¿Qué
quiere, Acosta?
–Perdone
el atrevimiento, señor –le dijo al jefe de EFC Everglades Fishing Company
donde trabajaba los sábados por la mañana y en fechas señaladas de mucho
turismo.
–Dese
prisa, me tengo que ir.
–Un
familiar ha enfermado gravemente y he de realizar un largo viaje, este mes no
podré venir a trabajar ningún sábado y me preguntaba si fuera posible un
adelanto de sueldo para financiar los gastos, obviamente recuperaría las horas
cuando fuese necesario –el hombre le miró de arriba abajo y rechinó los
dientes.
–¡Quién
te crees que somos nosotros! ¿City National Bank of Florida…?
Cabizbajo,
dio media vuelta y tomó el camino de regreso a casa acompañado de la potente voz
del locutor de la radio local. La caída de la tarde, con sus tonos rojizos,
asomaba por el horizonte soltando esponjosas capas de intimidad por la Bahía. Ernesto
giró a la derecha y, antes de emprender el largo viaje, durante mucho rato, visitó
la tumba de Tracy dejando que la lluvia le empapase. Alzó la vista, y un águila
calva desplegó las alas y dio varias vueltas sobre él hasta desaparecer.
Siento lo de Amy, Koa y Mamá Regina y su mascota, pero lo que me estoy temiendo con el viaje del Morenito, igual soy muy dramática, me hace olvidar lo anterior leído.
ResponderEliminarLas intenciones del vigilante desde niño, augura los peores presagios para Ernesto.
Ojalá me equivoque y no haya hecho un spoiler como se dice ahora.
Visualizo la escena de "Cadena perpetua" y me niego a "institucionalizarme"
ResponderEliminarLo bueno de tus escritos es como ir al cine: presentas todos los planos en escena
ResponderEliminarUna de tus muchas cualidades literarias es que juegas perfectamente con el suspense y atrapas al lector para que esté pendiente de la próxima entrega.
ResponderEliminarMe quedo expectante ante el incierto viaje del morenito, intrigada por saber cómo se desarrollarán los acontecimientos
ResponderEliminarComo siempre, es un placer leerte, recorrer juntas el camino en esta aventura. Coincido en lo que ya te han comentado, me queda la intriga por saber lo q le depara al morenito.
ResponderEliminarHasta la próxima