domingo, 13 de octubre de 2024

La otra Florida

3.

Cada media hora Tracy cambiaba las compresas frías en la frente de Ernesto Acosta para bajarle la fiebre. Durante los cinco días que estuvo delirando no se movió de su lado, como tampoco lo hizo Max, el viejo perro de la raza canadiense, Labrador, que permaneció de guardia a los pies de la cama. El muchacho hablaba en castellano, lengua desconocida para ellos, frases sin sentido que le agitaban las extremidades, hasta quedarse de nuevo en silencio, semiinconsciente, con el pelo empapado en sudor y los largos dedos palpando en el vacío algo que no acababa de encontrar. Pasada la crisis, a las 7:05 a.m. de una mañana de cielo nublado, abrió los ojos y no reconoció el sitio ni a las personas que le observaban fijamente. Sintió un hambre feroz devorándole el estómago y muchas ganas de orinar, con gran esfuerzo trató de incorporarse, tenía que encontrar a su familia, estarían preocupados buscándole, pero no pudo moverse. Miró cada rincón del dormitorio con aquellos muebles enormes y feos, nada que ver con la humilde y acogedora casa donde nació y vivió en Puerto Escondido, con el suelo de cemento, unas pocas repisas donde poner las cosas, la ropa colgada en un palo cilíndrico, igual al de la escoba y atornillado en los extremos a la pared. De repente se esfumó la infancia y también la adolescencia, maduró de golpe, consciente de la cruda realidad al recordar las trágicas imágenes de la balsa, el dolor grabado viendo a la gente ahogarse, dando manotazos sobre el agua, sin esperanzas y con la suerte de culo. Tragó saliva, se había salvado y debía seguir adelante por los suyos, por los que se quedaron, por los que no se atrevieron a cruzar el charco, por todos aquellos a los que se les truncó la vida, por tantos y tantos proyectos hundidos en el fondo del mar. Pidió agua en un inglés con acento cubano.
          –¿Dónde estoy? –preguntó temeroso.
          –Tranquilo, hijo, no te asustes –respondió Andrew con pausa entre palabras.
          –¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí? –las lágrimas a punto de brotar le enturbiaban la vista, quiso levantarse de la cama, pero todo daba vueltas a su alrededor.
          –Yo soy Tracy y este es mi hermano mellizo Andrew, salimos a pescar y te rescatamos, esa zona está repleta de cocodrilos que de una dentada podían haber deshinchado la barca tan precaria donde ibas.
          –¿Y mi ropa? ¿Dónde está mi ropa? ¿Qué han hecho con la bolsa estanca? ¡Tengo que embarcar! ¡Denme mis chanclas! –no tenían idea a qué se refería.
          –Tranquilo morenito –Andrew apodó así al chico–. Ahora descansa y recupera fuerzas.
          –Bébete el vaso de leche –dijo Tracy sujetándole la nuca mientras que Max, con afecto, le lamía la mano– Y tú no te muevas de ahí –obediente, el perro se tumbó a los pies de la cama.
          Ernesto Acosta echaba de menos la alegría de sus compatriotas jugando a Dominó en los parques, la música a todas horas sonando en el exterior desde las casas, la que pone el bodeguero, la de los bicitaxis circulando solos o con pasajeros, temas de Omara Portuondo, Elena Burke, Compay Segundo, Benny Moré, Bola de Nieve o las vetadas Celia Cruz y Luisa María Hernández, conocida como La India de Oriente, por citar a algunos intérpretes, la presencia de los vecinos en cada cuadra manifestando el sentido del humor, riéndose hasta de la propia sombra, hablar alto, muy alto, así como también haber perdido en la memoria del paladar el gusto de la yuca con mojo, ese aliño que hacían tan rico su madre y abuela y cuyo toque especial en la receta nunca supo, el plátano macho frito o en fufú y la limonada fresquita. Sin embargo, en Chokoloskee todo era diferente, tan apagado, tan recto, no obstante, a pesar de su poca edad entendió que debía adaptarse a las costumbres de ellos. Meses después, Tracy despertó sobresaltada al escuchar ruidos provenientes de la cocina, salió de la habitación con el rifle en la mano y detrás Andrew dispuesto a convertirse en el héroe del condado. Según avanzaban por el pasillo el olor a tocino frito y café recién hecho era más intenso, la poca luz aumentaba la sombra de quien se había colado en la casa moviéndose en los fogones a sus anchas.
          –¿Quién anda ahí? –preguntaron los mellizos a la vez.
          –Que soy yo, el morenito, no dispares que he preparado el desayuno, bueno falta por hacer los huevos revueltos, pero enseguida están.
          –Menudo susto nos has dado, chico, casi te vuela la tapa de los sesos –dijo Andrew sarcástico.
          –¿Cómo has madrugado tanto? –Tracy se echó las manos a la cabeza contemplando el desorden que había con todo por medio–. ¡Madre mía, la que has liado!
          –Luego lo recojo, no te apures –dijo al ver la cara de espanto de la mujer. Con la paleta chorreando de grasa señaló al hombre que ya se había dado media vuelta y no atendió–, voy a salir con él a pescar.
          –¿Pero sabes pescar? –entonó ella incrédula.
          –No quiero mocosos en mi barca que lloriqueen si viene una ola enorme o acecha un pez grande, ¿oíste?, tampoco que se hagan pis a la primera de cambio. No, no y no. No te llevo.
          –Deja en paz al muchacho, Andrew, nunca viene de más una ayuda –tocó el hombro de su hermano dándole seguridad.
          Ernesto Acosta, el morenito, contó que, Puerto Escondido al igual que Chokoloskee, era un pueblo de pescadores donde la vida giraba en torno a dicho oficio. Hasta la generación de su padre, la mayoría de los miembros varones de la familia faenaban en la mar, algo que se fue perdiendo porque la gente joven, a ser posible, no quería dedicarse a eso por lo sacrificado, tenían otros planes, necesidad de progreso, de mirar hacia el horizonte sabiendo que, en aquella franja fina y lejana, perfilada por las nubes, aguardaba la libertad, aunque también les echó atrás el accidente de un adolescente de 16 años que fue atacado por un tiburón toro mientras buceaba junto a su grupo de amigos y, a excepción de una enorme mancha de sangre, nada quedó de él. En Cuba se cerraba cualquier clase de expectativa convirtiendo el futuro en un callejón sin salida y dando paso al éxodo masivo de ciudadanos hacia Estados Unidos y otros países de acogida. Actualmente la situación es mucho peor, faltan artículos básicos, circulan muchos virus y escasean medicinas para combatirlos, la patria se sigue vaciando de isleños y algunos de los que quedan, si sus condiciones físicas lo permiten, se convierten en mula realizando viajes al extranjero donde exportan ron o tabaco de encargo y regresan con mercancía de segunda mano (celulares, ropa, zapatos…) que después venden por unos dólares en el mercado negro para sobrevivir.
          –¿Entonces puedo ir contigo? –preguntó emocionado.
          –Bueno, pero harás cuanto te diga que para eso soy el capitán –respondió Andrew.
          –Claro, señor –aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.
          –No le pierdas de vista morenito, es capaz de cruzar el Atlántico entero –rieron cómplices.
          A pesar de que Andrew cada vez estaba más atrapado en las misteriosas ausencias provocadas por el Alzheimer, en cuanto ponía un pie dentro de la barca se transformaba en otra persona, mucho más centrada, sabiendo qué hacer en cada momento y sin ánimo alguno de delegar aquellas tareas consideradas muy suyas. Ernesto Acosta prestaba atención a los movimientos del hombre por si dudaba y debía indicarle, tal y como sugirió Tracy antes de salir. Todo iba bien hasta que el sonido de las olas golpeando contra la embarcación le situaron en otro escenario donde su hermano Jorge de 10 años y la pequeña Argelina de 6 gritaban angustiados su nombre pidiendo auxilio. Quiso rozar con la palma de la mano la superficie del agua y tranquilizarlos, tirarse por la borda y ponerlos a salvo, buscar cualquier resto donde subirlos encima, quitarse la ropa y arroparlos, beberse el océano entero para que saliesen a flote, bucear sin descanso esquivando a grandes depredadores, detener el tiempo, volver atrás, a las fantásticas historias que contaban los mayores respecto a El Malecón de La Habana, donde los ciudadanos esperaban la llegadas de los grandes barcos repletos de mercancía para la isla. No quería seguir ahí, sin los suyos, pero oía las voces en su interior dándole fuerza para seguir adelante, evocando a quienes le acompañarán hasta el final de sus días, porque no hay más muerto que aquel en quien ya no piensas y él es de los que nunca olvidan.
          –Amarra bien ese cabo antes de que nos tire a uno de los dos. ¿Oíste? –Andrew gritaba ante el peligro de que viniese una ráfaga de aire.
          –¡Mami! ¡Mami! –llamaba Ernesto.
          –¡Eh!, morenito, que amarres ese cabo, te digo, mira a tu izquierda, se aproxima una fuerte tormenta. Pero chico ¿qué te pasa? ¡Vamos! –insistió.
          –¡Papi, papi, papi! ¿Dónde están los niños? ¡Jorge, Argelina, Jorge, mami! –Fue entonces cuando el viejo marinero se percató de que el muchacho estaba convulsionando, le acunó con delicadeza y, pese a las tinieblas, comprendió que revivía la horrible experiencia del naufragio.
          –Ya pasó, tranquilo hijo. Ya pasó ¿Estas mejor? –introdujo los dedos por el cabello chico.
          –Lo siento, yo no quería –se echó a llorar.
          –Bueno, bueno, no me seas blando y de esto ni una palabra a Tracy o no nos dejará salir a navegar solos jamás –dijo contundente–. Y ahora, vámonos antes de que el cielo empiece a descargar.
          –Sí, mucho mejor evitarla el enfado, ya sabes cómo se pone. –Reanudaron la marcha, con mucho disimulo Andrew iba pendiente de él. ¡Pobre muchacho!, pensó, aunque enseguida olvidó el incidente, la tempestad y se centró en el avistamiento de peces para la cena.
          –Andrew, pon rumbo a casa que venimos sin chubasqueros –dijo para que el hombre reaccionara.
          Los meses pasaban veloces y Ernesto Acosta echaba de menos el ambiente de la escuela, el contacto con personas de su misma edad, jugar un partido de fútbol con los compañeros y pasear abiertamente por la calle disfrutando del paisaje y sus ruidos, pero sin papeles no podía arriesgarse a que el día menos pensado un agente de la oficina del sheriff del condado de Collier viniese para llevárselo. La celebración del Día de Acción de Gracias estaba a la vuelta de la esquina, el morenito desconocía dicho evento puesto que en Cuba esa tradición no existía. Le explicaron en qué consistía, la importancia de reunirse la familia y orar en agradecimiento por las cosas buenas acontecidas durante el año, pero lo que más le gustó fue la parte de asar y trinchar el pavo acompañado de verduras y otros complementos, ya que sólo de pensarlo la boca se le llenó de agua. Los mellizos Garber no tenían más parientes que ellos mismos, por tanto, ningún extraño se sentaría a la mesa. Andrew y Ernesto arreglaban el motor del viejo generador ante la amenaza del tornado que tomó tierra en Bahamas, volvió al Atlántico e iba rumbo a Florida, también hicieron acopio de víveres, linternas y los protectores de madera para las ventanas. La tarde iba cayendo y oyeron el ronquido de la camioneta detenerse en el lateral donde estaba el garaje.
          –¿Por qué has tardado tanto? ¿De dónde vienes? –preguntó Andrew mientras que Max reclamaba su premio recibiéndola con alegría, ella metió la mano en el bolsillo y sacó una galleta canina con forma de hueso.
          –De comprarle ropa al morenito, no querrás que vaya siempre con tus pantalones remangados, ¿verdad? –dijo Tracy medio en broma a la vez que puso sobre la mesa la bolsa de papel marrón con las prendas–, y para ti traigo tabaco de pipa.
          –¿Y para esas dos menudencias has estado fuera más de siete horas? –expresa malhumorado.
          –A Miami se tarda en llegar casi dos, ya lo sabes, pero también fui a la Oficina de Inmigración.
          –¿Y a ti qué se te ha perdido en la Oficina de Inmigración?
          –Necesitamos asesoramiento respecto a las circunstancias actuales del muchacho y legalizar su situación para el presente más inmediato que determinará a su vez el futuro, después de todo lo que ha pasado y perdido merece una cierta estabilidad, ¿no crees? Date cuenta de que, por su propio bien, no puede seguir viviendo en clandestinidad –Ernesto escuchaba con el corazón encogido sin calibrar las consecuencias que pudiera tener, tampoco entendía el alcance de la palabra empatía que aquellos dos seres representaban tan bien, de repente empezó a no sentirse a salvo y planeó la huida que nunca llevó a cabo.
          –Claro, y si encima vas diciendo por ahí que se esconde aquí, pues el día menos pensado vendrán para deportarlo y llevarnos a ti y a mí presos.
          –¡No digas tonterías, Andrew, por favor y deja de pensar cosas que no van a suceder! ¡Nadie se lo llevará porque nosotros no lo consentiremos! ¿Habías oído hablar de la Ley de Ajuste Cubano?
          –¡Noooo! –en tono sarcástico.
          –Yo tampoco. Pero resulta, y por dios presta atención, que el niño puede acogerse a ella.
          –Explícate –el morenito sorbió la nariz y Max se le acercó para rascarse el cuerpo contra él.
          –En 1966, bajo el mandato del presidente Lyndon Johnson, se elaboró esa ley federal de aplicación a todo nativo cubano que demuestre haber permanecido en Estados Unidos por un periodo de dos años y un día; sin embargo, este año en el que estamos, 1976, las Enmiendas a la Ley de Inmigración y Nacionalidad redujeron a la mitad dicho tiempo.
          –¿Eso significa que dentro de seis meses y un día será ciudadano americano? –Andrew se giró–. Ven aquí, hijo, no tengas miedo, que te vamos a proteger.
          –No exactamente, calma, hay que cumplir una serie de requisitos para demostrar que lleva en el país ese tiempo.
          –Entonces –preguntó Andrew todo emocionado–, ¿cuál es el siguiente paso?
          –Pedir ayuda a quienes saben.
          –¿Y a qué esperamos? ¡Vayamos ya! –el hombre estaba entusiasmado.
          –Muchacho, alegra esa cara que dentro de poco serás ciudadano americano –a pesar de su característica frialdad, Tracy le rozó la mejilla. Esa noche, cuando comprendió que dormían, con los zapatos en la mano, abrió lentamente la puerta del dormitorio, se dirigió a la zona de la cocina, cogió un trozo de queso, un cacho de pan y trató de salir, pero Max estaba apostado en la entrada obstaculizándole la marcha. Después de esa vez jamás lo volvió a intentar.
          Ernesto Acosta todavía se emociona recordando aquella conversación, los acontecimientos que vinieron después, la lucha incansable de los mellizos Garber proporcionándole todo lo necesario para ser medianamente feliz, el riesgo a perder la casa cuando la hipotecaron y así afrontar los gastos administrativos, hacer caso omiso a la incomprensión de algunos feligreses que, cada domingo, a la salida de la iglesia, les criticaban por empeñarse en incorporar al morenito a esa sociedad suya tan cerrada, la cantidad de trabas y obstáculos para escolarizarle una vez obtenida ya la residencia, el deterioro cognitivo que supuso para Andrew la aparición de un problema tras otro y la siempre disimulada entrega de Tracy conteniendo las emociones. Los primeros meses el chico sufría continuos ataques de nostalgia que ninguno sabía cómo gestionar. Venían de mundos muy diferentes y fue difícil encajar el carácter extrovertido del cubano con la forma de ser austera de los nativos de Chokoloskee, pero la buena voluntad de los tres y el sentimiento de deuda emocional entre ellos allanó el camino de la convivencia, pese a la enorme brecha generacional que les separaba. Muchas noches, Ernesto Acosta, el morenito, iba de puntillas hasta sus camas para comprobar si aún respiraban, la angustia de perderlos producía en su corazón la zozobra agobiante del insomnio, sin embargo, a la temprana edad de dieciséis años recién cumplidos y, a punto de estrenar su nueva caña de pescar, vivió otro episodio lamentable…

8 comentarios:

  1. Hacen falta muchas Tracy en el mundo. Enhorabuena, gran texto.

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  2. María Doloresoctubre 13, 2024

    Hoy son perseguidos, expulsados y abandonados a su suerte: Palestina, Cuba, Beirut, África... Arriesgas mucho con esta historia, pero eres una mujer potente, así que, adelante.

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  3. Las únicas palabras que me salen son: Gracias, gracias, gracias... Y millones de veces, gracias.

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  4. Me has tocado la fibra sensiblera y ya sabemos lo que significa aparte de que me transportes a Chokoloskee, pero de vez en cuando viene bien desahogarse.
    Eres una Junta letras, así, con mayúscula.

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  5. Ya estamos inmersos en esta nueva aventura q nos has preparado por Florida. Ya deseando descubrir con q nos sorprenderás en las próximas entregas.
    Muchas gracias por compartir esta experiencia.
    Hasta la próxima.

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  6. Me emocionas con con esta dura y a la vez tierna historia. La empatia de estos personajes, tan necesaria hoy en dia, llega al alma. Gracias. Besos

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  7. Te he puesto un comentario, pero no lo veo ahora, bueno pues te decía que eres muy valiente tocando este tema tan delicado, pero que te admiro por todo lo que escribes, sigue que ya estoy deseando recibir el siguiente.

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  8. Muy buen episodio querida Mayte . Me tienes al borde de la silla esperando al próximo !!!

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