3.
Cada media hora Tracy cambiaba las
compresas frías en la frente de Ernesto Acosta para bajarle la fiebre. Durante
los cinco días que estuvo delirando no se movió de su lado, como tampoco lo
hizo Max, el viejo perro de la raza canadiense, Labrador, que permaneció de
guardia a los pies de la cama. El muchacho hablaba en castellano, lengua
desconocida para ellos, frases sin sentido que le agitaban las extremidades,
hasta quedarse de nuevo en silencio, semiinconsciente, con el pelo empapado en
sudor y los largos dedos palpando en el vacío algo que no acababa de encontrar.
Pasada la crisis, a las 7:05 a.m. de una mañana de cielo nublado, abrió los
ojos y no reconoció el sitio ni a las personas que le observaban fijamente.
Sintió un hambre feroz devorándole el estómago y muchas ganas de orinar, con
gran esfuerzo trató de incorporarse, tenía que encontrar a su familia, estarían
preocupados buscándole, pero no pudo moverse. Miró cada rincón del dormitorio
con aquellos muebles enormes y feos, nada que ver con la humilde y acogedora
casa donde nació y vivió en Puerto Escondido, con el suelo de cemento, unas
pocas repisas donde poner las cosas, la ropa colgada en un palo cilíndrico,
igual al de la escoba y atornillado en los extremos a la pared. De repente se
esfumó la infancia y también la adolescencia, maduró de golpe, consciente de la
cruda realidad al recordar las trágicas imágenes de la balsa, el dolor grabado
viendo a la gente ahogarse, dando manotazos sobre el agua, sin esperanzas y con
la suerte de culo. Tragó saliva, se había salvado y debía seguir adelante por
los suyos, por los que se quedaron, por los que no se atrevieron a cruzar el
charco, por todos aquellos a los que se les truncó la vida, por tantos y tantos
proyectos hundidos en el fondo del mar. Pidió agua en un inglés con acento
cubano.
–¿Dónde
estoy? –preguntó temeroso.
–Tranquilo,
hijo, no te asustes –respondió Andrew con pausa entre palabras.
–¿Quiénes
son ustedes y qué hago aquí? –las lágrimas a punto de brotar le enturbiaban la
vista, quiso levantarse de la cama, pero todo daba vueltas a su alrededor.
–Yo
soy Tracy y este es mi hermano mellizo Andrew, salimos a pescar y te
rescatamos, esa zona está repleta de cocodrilos que de una dentada podían haber
deshinchado la barca tan precaria donde ibas.
–¿Y
mi ropa? ¿Dónde está mi ropa? ¿Qué han hecho con la bolsa estanca? ¡Tengo que
embarcar! ¡Denme mis chanclas! –no tenían idea a qué se refería.
–Tranquilo
morenito –Andrew apodó así al chico–. Ahora descansa y recupera
fuerzas.
–Bébete
el vaso de leche –dijo Tracy sujetándole la nuca mientras que Max, con afecto,
le lamía la mano– Y tú no te muevas de ahí –obediente, el perro se tumbó a los
pies de la cama.
Ernesto
Acosta echaba de menos la alegría de sus compatriotas jugando a Dominó en los
parques, la música a todas horas sonando en el exterior desde las casas, la que
pone el bodeguero, la de los bicitaxis circulando solos o con pasajeros, temas
de Omara Portuondo, Elena Burke, Compay Segundo, Benny Moré, Bola de Nieve o
las vetadas Celia Cruz y Luisa María Hernández, conocida como La India de
Oriente, por citar a algunos intérpretes, la presencia de los vecinos en
cada cuadra manifestando el sentido del humor, riéndose hasta de la propia
sombra, hablar alto, muy alto, así como también haber perdido en la memoria del
paladar el gusto de la yuca con mojo, ese aliño que hacían tan rico su madre y
abuela y cuyo toque especial en la receta nunca supo, el plátano macho frito o
en fufú y la limonada fresquita. Sin embargo, en Chokoloskee todo era
diferente, tan apagado, tan recto, no obstante, a pesar de su poca edad
entendió que debía adaptarse a las costumbres de ellos. Meses después, Tracy
despertó sobresaltada al escuchar ruidos provenientes de la cocina, salió de la
habitación con el rifle en la mano y detrás Andrew dispuesto a convertirse en
el héroe del condado. Según avanzaban por el pasillo el olor a tocino frito y
café recién hecho era más intenso, la poca luz aumentaba la sombra de quien se
había colado en la casa moviéndose en los fogones a sus anchas.
–¿Quién
anda ahí? –preguntaron los mellizos a la vez.
–Que
soy yo, el morenito, no dispares que he preparado el desayuno, bueno
falta por hacer los huevos revueltos, pero enseguida están.
–Menudo
susto nos has dado, chico, casi te vuela la tapa de los sesos –dijo Andrew
sarcástico.
–¿Cómo
has madrugado tanto? –Tracy se echó las manos a la cabeza contemplando el
desorden que había con todo por medio–. ¡Madre mía, la que has liado!
–Luego
lo recojo, no te apures –dijo al ver la cara de espanto de la mujer. Con la
paleta chorreando de grasa señaló al hombre que ya se había dado media vuelta y
no atendió–, voy a salir con él a pescar.
–¿Pero
sabes pescar? –entonó ella incrédula.
–No
quiero mocosos en mi barca que lloriqueen si viene una ola enorme o acecha un
pez grande, ¿oíste?, tampoco que se hagan pis a la primera de cambio. No, no y
no. No te llevo.
–Deja
en paz al muchacho, Andrew, nunca viene de más una ayuda –tocó el hombro de su
hermano dándole seguridad.
Ernesto
Acosta, el morenito, contó que, Puerto Escondido al igual que
Chokoloskee, era un pueblo de pescadores donde la vida giraba en torno a dicho
oficio. Hasta la generación de su padre, la mayoría de los miembros varones de
la familia faenaban en la mar, algo que se fue perdiendo porque la gente joven,
a ser posible, no quería dedicarse a eso por lo sacrificado, tenían otros
planes, necesidad de progreso, de mirar hacia el horizonte sabiendo que, en
aquella franja fina y lejana, perfilada por las nubes, aguardaba la libertad,
aunque también les echó atrás el accidente de un adolescente de 16 años que fue
atacado por un tiburón toro mientras buceaba junto a su grupo de amigos y, a
excepción de una enorme mancha de sangre, nada quedó de él. En Cuba se cerraba
cualquier clase de expectativa convirtiendo el futuro en un callejón sin salida
y dando paso al éxodo masivo de ciudadanos hacia Estados Unidos y otros países
de acogida. Actualmente la situación es mucho peor, faltan artículos básicos,
circulan muchos virus y escasean medicinas para combatirlos, la patria se sigue
vaciando de isleños y algunos de los que quedan, si sus condiciones físicas lo
permiten, se convierten en mula realizando viajes al extranjero donde
exportan ron o tabaco de encargo y regresan con mercancía de segunda mano
(celulares, ropa, zapatos…) que después venden por unos dólares en el mercado
negro para sobrevivir.
–¿Entonces
puedo ir contigo? –preguntó emocionado.
–Bueno,
pero harás cuanto te diga que para eso soy el capitán –respondió Andrew.
–Claro,
señor –aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.
–No
le pierdas de vista morenito, es capaz de cruzar el Atlántico entero –rieron
cómplices.
A
pesar de que Andrew cada vez estaba más atrapado en las misteriosas ausencias
provocadas por el Alzheimer, en cuanto ponía un pie dentro de la barca se
transformaba en otra persona, mucho más centrada, sabiendo qué hacer en cada
momento y sin ánimo alguno de delegar aquellas tareas consideradas muy suyas.
Ernesto Acosta prestaba atención a los movimientos del hombre por si dudaba y
debía indicarle, tal y como sugirió Tracy antes de salir. Todo iba bien hasta
que el sonido de las olas golpeando contra la embarcación le situaron en otro
escenario donde su hermano Jorge de 10 años y la pequeña Argelina de 6 gritaban
angustiados su nombre pidiendo auxilio. Quiso rozar con la palma de la mano la
superficie del agua y tranquilizarlos, tirarse por la borda y ponerlos a salvo,
buscar cualquier resto donde subirlos encima, quitarse la ropa y arroparlos,
beberse el océano entero para que saliesen a flote, bucear sin descanso
esquivando a grandes depredadores, detener el tiempo, volver atrás, a las
fantásticas historias que contaban los mayores respecto a El Malecón de La
Habana, donde los ciudadanos esperaban la llegadas de los grandes barcos
repletos de mercancía para la isla. No quería seguir ahí, sin los suyos, pero
oía las voces en su interior dándole fuerza para seguir adelante, evocando a
quienes le acompañarán hasta el final de sus días, porque no hay más muerto que
aquel en quien ya no piensas y él es de los que nunca olvidan.
–Amarra
bien ese cabo antes de que nos tire a uno de los dos. ¿Oíste? –Andrew gritaba
ante el peligro de que viniese una ráfaga de aire.
–¡Mami!
¡Mami! –llamaba Ernesto.
–¡Eh!,
morenito, que amarres ese cabo, te digo, mira a tu izquierda, se
aproxima una fuerte tormenta. Pero chico ¿qué te pasa? ¡Vamos! –insistió.
–¡Papi,
papi, papi! ¿Dónde están los niños? ¡Jorge, Argelina, Jorge, mami! –Fue
entonces cuando el viejo marinero se percató de que el muchacho estaba
convulsionando, le acunó con delicadeza y, pese a las tinieblas, comprendió que
revivía la horrible experiencia del naufragio.
–Ya
pasó, tranquilo hijo. Ya pasó ¿Estas mejor? –introdujo los dedos por el cabello
chico.
–Lo
siento, yo no quería –se echó a llorar.
–Bueno,
bueno, no me seas blando y de esto ni una palabra a Tracy o no nos dejará salir
a navegar solos jamás –dijo contundente–. Y ahora, vámonos antes de que el
cielo empiece a descargar.
–Sí,
mucho mejor evitarla el enfado, ya sabes cómo se pone. –Reanudaron la marcha,
con mucho disimulo Andrew iba pendiente de él. ¡Pobre muchacho!, pensó, aunque
enseguida olvidó el incidente, la tempestad y se centró en el avistamiento de
peces para la cena.
–Andrew,
pon rumbo a casa que venimos sin chubasqueros –dijo para que el hombre
reaccionara.
Los
meses pasaban veloces y Ernesto Acosta echaba de menos el ambiente de la
escuela, el contacto con personas de su misma edad, jugar un partido de fútbol
con los compañeros y pasear abiertamente por la calle disfrutando del paisaje y
sus ruidos, pero sin papeles no podía arriesgarse a que el día menos pensado un
agente de la oficina del sheriff del condado de Collier viniese para
llevárselo. La celebración del Día de Acción de Gracias estaba a la vuelta de
la esquina, el morenito desconocía dicho evento puesto que en Cuba esa
tradición no existía. Le explicaron en qué consistía, la importancia de reunirse
la familia y orar en agradecimiento por las cosas buenas acontecidas durante el
año, pero lo que más le gustó fue la parte de asar y trinchar el pavo
acompañado de verduras y otros complementos, ya que sólo de pensarlo la boca se
le llenó de agua. Los mellizos Garber no tenían más parientes que ellos mismos,
por tanto, ningún extraño se sentaría a la mesa. Andrew y Ernesto arreglaban el
motor del viejo generador ante la amenaza del tornado que tomó tierra en
Bahamas, volvió al Atlántico e iba rumbo a Florida, también hicieron acopio de
víveres, linternas y los protectores de madera para las ventanas. La tarde iba
cayendo y oyeron el ronquido de la camioneta detenerse en el lateral donde
estaba el garaje.
–¿Por
qué has tardado tanto? ¿De dónde vienes? –preguntó Andrew mientras que Max
reclamaba su premio recibiéndola con alegría, ella metió la mano en el bolsillo
y sacó una galleta canina con forma de hueso.
–De
comprarle ropa al morenito, no querrás que vaya siempre con tus
pantalones remangados, ¿verdad? –dijo Tracy medio en broma a la vez que puso
sobre la mesa la bolsa de papel marrón con las prendas–, y para ti traigo
tabaco de pipa.
–¿Y
para esas dos menudencias has estado fuera más de siete horas? –expresa
malhumorado.
–A
Miami se tarda en llegar casi dos, ya lo sabes, pero también fui a la Oficina
de Inmigración.
–¿Y
a ti qué se te ha perdido en la Oficina de Inmigración?
–Necesitamos
asesoramiento respecto a las circunstancias actuales del muchacho y legalizar
su situación para el presente más inmediato que determinará a su vez el futuro,
después de todo lo que ha pasado y perdido merece una cierta estabilidad, ¿no
crees? Date cuenta de que, por su propio bien, no puede seguir viviendo en
clandestinidad –Ernesto escuchaba con el corazón encogido sin calibrar las
consecuencias que pudiera tener, tampoco entendía el alcance de la palabra
empatía que aquellos dos seres representaban tan bien, de repente empezó a no
sentirse a salvo y planeó la huida que nunca llevó a cabo.
–Claro,
y si encima vas diciendo por ahí que se esconde aquí, pues el día menos pensado
vendrán para deportarlo y llevarnos a ti y a mí presos.
–¡No
digas tonterías, Andrew, por favor y deja de pensar cosas que no van a suceder!
¡Nadie se lo llevará porque nosotros no lo consentiremos! ¿Habías oído hablar
de la Ley de Ajuste Cubano?
–¡Noooo!
–en tono sarcástico.
–Yo
tampoco. Pero resulta, y por dios presta atención, que el niño puede acogerse a
ella.
–Explícate
–el morenito sorbió la nariz y Max se le acercó para rascarse el cuerpo
contra él.
–En
1966, bajo el mandato del presidente Lyndon Johnson, se elaboró esa ley federal
de aplicación a todo nativo cubano que demuestre haber permanecido en Estados
Unidos por un periodo de dos años y un día; sin embargo, este año en el que
estamos, 1976, las Enmiendas a la Ley de Inmigración y Nacionalidad redujeron a
la mitad dicho tiempo.
–¿Eso
significa que dentro de seis meses y un día será ciudadano americano? –Andrew
se giró–. Ven aquí, hijo, no tengas miedo, que te vamos a proteger.
–No
exactamente, calma, hay que cumplir una serie de requisitos para demostrar que
lleva en el país ese tiempo.
–Entonces
–preguntó Andrew todo emocionado–, ¿cuál es el siguiente paso?
–Pedir
ayuda a quienes saben.
–¿Y
a qué esperamos? ¡Vayamos ya! –el hombre estaba entusiasmado.
–Muchacho,
alegra esa cara que dentro de poco serás ciudadano americano –a pesar de su
característica frialdad, Tracy le rozó la mejilla. Esa noche, cuando comprendió
que dormían, con los zapatos en la mano, abrió lentamente la puerta del
dormitorio, se dirigió a la zona de la cocina, cogió un trozo de queso, un
cacho de pan y trató de salir, pero Max estaba apostado en la entrada
obstaculizándole la marcha. Después de esa vez jamás lo volvió a intentar.
Ernesto
Acosta todavía se emociona recordando aquella conversación, los acontecimientos
que vinieron después, la lucha incansable de los mellizos Garber
proporcionándole todo lo necesario para ser medianamente feliz, el riesgo a
perder la casa cuando la hipotecaron y así afrontar los gastos administrativos,
hacer caso omiso a la incomprensión de algunos feligreses que, cada domingo, a
la salida de la iglesia, les criticaban por empeñarse en incorporar al morenito
a esa sociedad suya tan cerrada, la cantidad de trabas y obstáculos para
escolarizarle una vez obtenida ya la residencia, el deterioro cognitivo que
supuso para Andrew la aparición de un problema tras otro y la siempre
disimulada entrega de Tracy conteniendo las emociones. Los primeros meses el
chico sufría continuos ataques de nostalgia que ninguno sabía cómo gestionar. Venían
de mundos muy diferentes y fue difícil encajar el carácter extrovertido del
cubano con la forma de ser austera de los nativos de Chokoloskee, pero la buena
voluntad de los tres y el sentimiento de deuda emocional entre ellos allanó el
camino de la convivencia, pese a la enorme brecha generacional que les
separaba. Muchas noches, Ernesto Acosta, el morenito, iba de puntillas
hasta sus camas para comprobar si aún respiraban, la angustia de perderlos
producía en su corazón la zozobra agobiante del insomnio, sin embargo, a la
temprana edad de dieciséis años recién cumplidos y, a punto de estrenar su
nueva caña de pescar, vivió otro episodio lamentable…
Hacen falta muchas Tracy en el mundo. Enhorabuena, gran texto.
ResponderEliminarHoy son perseguidos, expulsados y abandonados a su suerte: Palestina, Cuba, Beirut, África... Arriesgas mucho con esta historia, pero eres una mujer potente, así que, adelante.
ResponderEliminarLas únicas palabras que me salen son: Gracias, gracias, gracias... Y millones de veces, gracias.
ResponderEliminarMe has tocado la fibra sensiblera y ya sabemos lo que significa aparte de que me transportes a Chokoloskee, pero de vez en cuando viene bien desahogarse.
ResponderEliminarEres una Junta letras, así, con mayúscula.
Ya estamos inmersos en esta nueva aventura q nos has preparado por Florida. Ya deseando descubrir con q nos sorprenderás en las próximas entregas.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir esta experiencia.
Hasta la próxima.
Me emocionas con con esta dura y a la vez tierna historia. La empatia de estos personajes, tan necesaria hoy en dia, llega al alma. Gracias. Besos
ResponderEliminarTe he puesto un comentario, pero no lo veo ahora, bueno pues te decía que eres muy valiente tocando este tema tan delicado, pero que te admiro por todo lo que escribes, sigue que ya estoy deseando recibir el siguiente.
ResponderEliminarMuy buen episodio querida Mayte . Me tienes al borde de la silla esperando al próximo !!!
ResponderEliminar