4.
De lunes a viernes, a las 6:00 a.m.
el bus escolar recogía a los niños de la zona para llevarlos a Everglades City.
Tracy Garber se levantaba dos horas antes para preparar el desayuno de Ernesto
y algunos bocadillos que también metía en su cartera con un termo de café,
rescatado del garaje. Teniendo en cuenta que nunca fue un buen estudiante,
adaptarse al Sistema de Enseñanza Americano le costó un triunfo y, aunque
pasaba muchas noches en vela hincando los codos para entender determinados
conceptos, aprobado por los pelos el noveno grado, completó la escolarización
obligatoria y pudo abandonar los estudios para ocuparse de aquello que más le
gustaba: pescar y, a la misma hora del atardecer en Cuba, cuando en las calles
se baila al son de la salsa y los boleros, cerrar los ojos y mover los pies
igual que lo haría su gente, pero todo era producto de su imaginación, ya que
Andrew, dado que vegetaba con la mirada perdida en la Bahía de Chokoloskee,
incapaz de abrocharse por sí solo un simple botón, hablar o manifestar síntomas
de dolor, dependía prácticamente de él, ocupándose del cuidado personal: bañarle,
arreglarle la barba, cortarle las uñas, limpiarle los hilos de comida masticada
o líquidos estampándose contra el enorme babero que le cubría casi medio cuerpo
y contarle cosas de su patria mientras esperaban el regreso de Tracy que unos
días estaba navegando y otros a saber… Sin embargo, en cuanto Hank Williams
comenzaba a sonar en el viejo tocadiscos, con temas muy legendarios, se
perfilaba una sonrisa de relajo en sus labios llevando el compás con la punta
de los dedos. Entonces, el morenito sentía mucha ternura por aquel ser
vulnerable e indefenso al que la vida le había jugado una mala pasada. No
obstante, un suceso inesperado vino a ponerlo todo patas arriba.
–¿Cuánta
fiebre tiene? –preguntó el muchacho.
–Mucha
–responde ella– y ya no sé cómo bajarla.
–Metámoslo
en agua fría, mami y la abuelita lo hacían –se le ocurrió.
–¡Ni
hablar! –sonó bastante rotunda.
–Pero
es una posibilidad como otra cualquiera, además lo he visto hacer a menudo y
funciona, vaya que si funciona.
–He
dicho que no y punto final al asunto –frase con la que Tracy acababa cuando era
reacia a realizar algo.
–Tú
mandas, mi viejita –dijo en castellano con tono caribeño.
–Llama
a emergencias –pidió ella al borde de las lágrimas sin saber muy bien cómo
comportarse.
–No
sé el número –él empezaba a perder los nervios.
–911
y que vengan deprisa, por favor –así lo hizo y, a pesar de que se atraganto un
poco dando la dirección y el motivo del aviso, supo resolver con prontitud.
Aunque a veces no comprendía determinadas reacciones de los adultos, intuyó que
Tracy, al igual que él, estaba muerta de miedo porque Andrew llevaba más de una
semana muy congestionado y con episodios de calor y frío repentino manifestado
a través de violentas tiritonas, también rechazaba cualquier tipo de alimento
vomitándolo rápidamente, incontinencia fecal y la aparición de heridas bastante
feas en glúteos y tobillos, a consecuencias de permanecer tumbado.
–Saldrá
de esta, ya lo verás –quiso tranquilizarla.
–Supongo,
pero se me parte el corazón al verle así.
–Y
a mí –corroboró el chico–. ¿Lo oyes? Parece una sirena que viene hacia aquí.
Hora
y media después, seguida de cerca por Ernesto y Tracy conduciendo la camioneta,
la ambulancia iba a toda velocidad por la US-41, conocida también como Tamiami
Trail. En ese momento la carretera soportaba mucho tráfico, gente que volvía o
se dirigía a su puesto de trabajo. Las 41 millas que separaban Chokoloskee con
el Naples Comprehensive Health, organización sin ánimo de lucro, situado
en la ciudad de Naples, se les hicieron interminables, como si alguien a mala
fe alejase la entrada al recinto. El amanecer abría paso a un día despejado de
nubes, idóneo para pescar tardón y róbalo. En la sala de espera para
acompañantes, una chica bastante joven, aparentemente sola, acababa de romper
aguas mientras aguardaba noticias de su pareja recién ingresado por accidente
laboral. Al morenito le agobiaban las batas blancas desde que una vez,
en Puerto Escondido, siendo muy niño, le operaron de amígdalas y, aunque le
pusieron anestesia, pasó mucho miedo. Andrew permaneció ingresado una semana y
veinticuatro horas, hasta que la bronquitis remitió, durante dicho tiempo el
estado físico empeoró mucho más.
–Buenos
días. Veo que está usted muy bien acompañado, señor Garber –en la
identificación de la persona que irrumpió en la habitación ponía doctora
Bening, una afroamericana que en el océano de su piel negra resaltaba la blanca
dentadura perfectamente alineada.
–Hola
¿Qué tal? –respondió Ernesto algo nervioso.
–Buenos
días –saludaron ellos.
–Según
leo en el informe, los pulmones del paciente evolucionan bastante bien, por
suerte lo hemos cogido a tiempo y no ha tenido neumonía.
–Es
un tipo fuerte –interrumpió Ernesto bajo la mirada de desaprobación de Tracy.
–¿Eres
el nieto? –preguntó el médico rompiendo el hielo.
–Algo
así –afirmó tímido.
–Bien,
como decía: la crisis respiratoria está salvada, pero en cuanto al deterioro
cognitivo, como se habrán dado cuenta, se ha disparado –continuó.
–Sí,
poco queda del hombre que fue –aseguró la hermana.
–Podemos
ayudarles a encontrar un centro donde recibirá atención especializada, porque
ya les digo yo que la cosa, de aquí en adelante, se pondrá muy difícil.
–No
pienso meter a mi hermano en ningún manicomio. ¡Faltaría más! –la vista de
Andrew estaba fija en la pared.
–¡Y
yo tampoco! –saltó el morenito.
–Lo
entiendo, aunque no es ninguna institución psiquiátrica, no obstante, si
cambian de opinión, hasta mañana que le damos el alta, podemos verlo. –Max
movía el rabo de lado a lado en señal de alegría cuando vio asomar el morro de
la camioneta por el camino de tierra. Metieron a Andrew en camilla hasta su
dormitorio y, como ya les anticiparon, en lo personal, vivieron momentos
complicadísimos.
En
casa de los Garber se multiplicaban los problemas económicos al tener cada vez
menos recursos de donde tirar. Ernesto Acosta, a sus catorce años, casi quince,
era todo un experto en enfermería: desde sacar flemas, hasta poner muy
lentamente un enema cuando era necesario. Corría el año 1978 y en Estados
Unidos, bajo la presidencia de Jimmy Carter, Israel y Egipto firmaron los
Acuerdos de Paz de Camp David. Sin embargo, alejados de dichos tratados
políticos, los ciudadanos de a pie sufrían las injusticias de quienes habían
perdido el norte. Por ejemplo, los habitantes de Florida estaban consternados
cuando Ted Bundy, asesino en serie, entró por la puerta cuyo cerrojo estaba
roto a la residencia universitaria donde vivía Kathy Kleiner Rubin, atacándola
a ella y a su compañera de habitación que resultaron gravemente heridas.
Anterior a eso, el tipo pasó por los aposentos de otras chicas golpeándolas con
un palo hasta ocasionarles la muerte. En Rockford, Illinois, seis niños de
edades comprendidas entre 3 y 12 años, abandonados por la madre, fueron
asesinados por su propio padre vengándose así de la esposa que le había pedido
el divorcio. Pero, sin duda, como hecho macabro reseñado en los libros de
Historia de Estados Unidos, figura el suicidio colectivo de 918 personas, de la
secta Templo del Pueblo, empujadas a beber un vaso de cianuro por el
pastor evangélico Jim Jones, que pregonaba poco más que el apocalipsis.
Después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en la cabeza, nunca se
esclareció si disparó él o una tercera persona.
–¿Trajiste
todo de la farmacia? –preguntó Ernesto mientras diluía en un vaso con agua diez
gotas de vitaminas para darle.
–Creo
que sí. Acuéstate un rato, yo me quedo –sugirió la mujer, desbordada de
emoción, introduciendo los dedos entre el cabello de su hermano, que apenas
reaccionaba a casi ningún estímulo.
–No
tengo sueño, además hay que ponerle un pañal limpio, comprobar que la sonda
esté bien y cambiarle de postura, lleva ya dos horas del mismo lado –dijo
tajante.
–Como
prefieras, pero luego no te quejes –nunca lo hacía. Le observó desenvolverse y
comprendió que ella no lo hubiera hecho mejor.
–Tracy.
–Qué
–levantó la mirada y le vio lágrimas en los ojos.
–¿Tú
crees que Andrew está padeciendo? –preguntó con congoja.
–No
lo sé, hijo.
–¿Oirá
nuestras conversaciones?
–Oír,
estoy convencida de que oye, fíjate cómo se inquietó cuando teníamos puestas
las noticias de la radio, otra cosa muy distinta es que lo entienda.
–¿Qué
pensará de nosotros cuando dudamos a la hora de suministrarle el tratamiento y
manifestamos en voz alta las posibles consecuencias que eso acarreará a su
organismo?
–Pues
que somos rematadamente tontos.
–¿Y
si no lo estamos haciendo bien? –las palabras del muchacho transmitían verdadero
cargo de conciencia.
–Anda,
subámosle las almohadas –propuso, evitando responder. Bajo el marco de esa
rutina continuaron dos años más donde las palabras sueño y descanso quedaron
atrapadas en el exterior de la casa sin poder entrar.
Una
noche muy cálida y templada de 1980, con bastante humedad típica del clima
subtropical, Ernesto Acosta tuvo una pesadilla con sensación de paro
respiratorio incluido, al sentir que uno de sus pies quedó atrapado en el
Caribe, entre plantas invasoras y, no pudiéndolo liberar, sufrió la agonía del
ahogamiento. Sudoroso, saltó de la cama y comprendió que había sido un sueño,
comenzó a vestirse, tenía que preparar la medicación y las cosas de aseo.
Coincidiendo con la erupción del monte Santa Elena, en el condado de Skamania,
Washington, cuya catástrofe fue devastadora tanto en pérdidas humanas como
materiales, Andrew Garber no despertó. Su hermana se quedó traspuesta en el
sillón y nadie le acompañó en el tramo final de la vida. El morenito
entró en el dormitorio para relevarla y se encontró con el fatal desenlace, la
zarandeó y determinaron que, por la expresión laxa en su cara, había hecho el
tránsito con absoluta tranquilidad. Arrodillados, rezaron juntos. Tras la
incineración, junto a un reducido grupo de pescadores que a veces navegaban con
él, emprendieron viaje: primero en barca y después por tierra donde pondrían
las cenizas de Andrew. Adentrándose en el manglar la expedición encabezada por
Tracy y el muchacho, tropezó con un árbol atravesado que, pese a estar
acostumbrado a las condiciones del suelo salino, tenía las raíces enfermas y
despedía un desagradable olor a leña podrida. A Ernesto le desbordaba la
emoción, no sólo por la especie de ceremonia a la que iba a asistir, sino
también por la belleza del paisaje que les rodeaba.
–Nunca
habíamos venido por aquí –dijo el morenito.
–Era
el lugar preferido del viejo capitán –contestó uno de los hombres que iba con
ellos en la barca.
–¿Qué
es aquello que se mueve por allí? Parece una roca desprendida de algún sitio –preguntó
el muchacho con preocupación.
–Es
el gran cocodrilo americano, en algunos tramos de Tamiami Trail están quietos
en el arcén de la carretera, pero por lo general se camuflan entre la
vegetación para atacar sin ser vistos.
–¿Y
tenemos que ir por ahí? –preguntó angustiado.
–Sí,
anda no seas cobarde –bromeó el hombre.
–Cuidado
con eso Tracy –advirtió el chico que ya entendía muchísimo de navegación–, hay
poca profundidad y podemos encallar.
–Hazle
caso, mujer, sabe lo que se dice, ha tenido un buen maestro.
–Sí,
se ha espabilado bastante –aseguró ella.
–¿Alguien
quiere un trago de agua? –ofreció el morenito.
–Ernesto,
mira allí –dijo Tracy–. ¿Ves aquel sendero?, siendo Andrew muy joven quiso
atacarle un puma, pero le hizo frente y sin más retrocedió muy manso.
–¿Falta
mucho para llegar? –el chico quiere saber.
–No
–responde y hace señas a las otras barcas para que reduzcan la velocidad.
–¿Dónde
vamos exactamente?, nos estamos alejando mucho.
–Calma,
chico –interviene un desconocido–, la ocasión lo merece.
–No
te comportes como un niño, Ernesto –le reprendió Tracy– y disfruta de esta
tranquila marina donde a mi hermano le gustaba venir a reflexionar o tomar
decisiones. Un manto de hojas y ramas empapadas en posteridad amortiguaban el
silbido del viento. Ahí, donde persona y naturaleza son dos piezas solitarias
que se complementan, ondeando la bandera de los Estados Unidos en lo alto de
los mástiles y conscientes de que otra circunstancia igual no se iba a repetir,
cada uno de los asistentes pronunció unas breves palabras de elogio hacia el
fallecido.
Cuando
desembarcaron, la última parte de la expedición la realizaron a pie, agudizando
el oído para identificar en qué dirección venía el sonido de la fauna salvaje,
con su indescriptible lenguaje de aullidos y quejidos, siempre al acecho cuando
el olfato identifica carne humana. El estrecho puente de láminas de madera que
cruza las aguas pantanosas y humedales de juncos apretados los llevó hasta un
lugar paradisiaco, estaban en el Sendero Anhinga Trail, donde unos
pájaro serpiente, llamados así por el fino y largo cuello en forma de ese,
sobresaliendo del agua cuando nadan con el cuerpo sumergido, les dieron la
bienvenida posados sobre la barandillas. Antes de abrir la urna y esparcir las
cenizas en la tierra, una pareja de pelícanos alzó el vuelo, exhibiendo con
elegancia, planeando en círculos. El morenito avanzaba con torpeza a
través del camino rodeado de árboles, del limbo de gumbo, resistentes a
huracanes, cuya corteza de color rojizo y ramas crecidas en zigzag dan la
imagen de libertad. Cuarenta y cinco minutos después, Tracy supo que había dado
con el sitio idóneo, quienes iban delante retiraron algunos arbustos, bajaron
unos cuantos metros hasta donde el suelo comenzaba a empaparse y ahí, la
hermana melliza de Andrew, con un acto de absoluta generosidad, dio un paso
atrás y cedió el testigo a Ernesto para que presidiera el acto.
–¿Te
encuentras bien, querida? –preguntaron al verla cada vez más pálida.
–Es
sólo un pequeño mareo, enseguida se me pasa –apoyada en Ernesto regresó a la
barca conducida por él. En el asiento trasero de la camioneta y abrazada a la
urna ya vacía, se puso en marcha el contador de la cuenta atrás que pondría fin
a su propia existencia…
Recordando
ahora aquellos primeros años, con el álbum fotográfico sobre las piernas y el
eterno agradecimiento hacia aquellos mellizos que le dieron todo, buscó en su
corazón alguna señal de resentimiento hacia una de las dos patrias: la que le
arrojó al estrecho de la Florida y la que le puso en tierra firme, sin embargo,
no lo encontró porque durante toda la vida tuvo claro que las dos habitaban su
corazón. La buena noticia es que si ahora Kamala Harris se convierte en la
Presidencia de los Estados Unidos de América, puede que las relaciones con Cuba
mejoren sustancialmente, más que en el ámbito político, en el humanitario, para
que así, sus compatriotas, opten a un futuro más digno sin necesidad de vaciar
la isla.