domingo, 27 de octubre de 2024

La otra Florida

4.

De lunes a viernes, a las 6:00 a.m. el bus escolar recogía a los niños de la zona para llevarlos a Everglades City. Tracy Garber se levantaba dos horas antes para preparar el desayuno de Ernesto y algunos bocadillos que también metía en su cartera con un termo de café, rescatado del garaje. Teniendo en cuenta que nunca fue un buen estudiante, adaptarse al Sistema de Enseñanza Americano le costó un triunfo y, aunque pasaba muchas noches en vela hincando los codos para entender determinados conceptos, aprobado por los pelos el noveno grado, completó la escolarización obligatoria y pudo abandonar los estudios para ocuparse de aquello que más le gustaba: pescar y, a la misma hora del atardecer en Cuba, cuando en las calles se baila al son de la salsa y los boleros, cerrar los ojos y mover los pies igual que lo haría su gente, pero todo era producto de su imaginación, ya que Andrew, dado que vegetaba con la mirada perdida en la Bahía de Chokoloskee, incapaz de abrocharse por sí solo un simple botón, hablar o manifestar síntomas de dolor, dependía prácticamente de él, ocupándose del cuidado personal: bañarle, arreglarle la barba, cortarle las uñas, limpiarle los hilos de comida masticada o líquidos estampándose contra el enorme babero que le cubría casi medio cuerpo y contarle cosas de su patria mientras esperaban el regreso de Tracy que unos días estaba navegando y otros a saber… Sin embargo, en cuanto Hank Williams comenzaba a sonar en el viejo tocadiscos, con temas muy legendarios, se perfilaba una sonrisa de relajo en sus labios llevando el compás con la punta de los dedos. Entonces, el morenito sentía mucha ternura por aquel ser vulnerable e indefenso al que la vida le había jugado una mala pasada. No obstante, un suceso inesperado vino a ponerlo todo patas arriba.
          –¿Cuánta fiebre tiene? –preguntó el muchacho.
          –Mucha –responde ella– y ya no sé cómo bajarla.
          –Metámoslo en agua fría, mami y la abuelita lo hacían –se le ocurrió.
          –¡Ni hablar! –sonó bastante rotunda.
          –Pero es una posibilidad como otra cualquiera, además lo he visto hacer a menudo y funciona, vaya que si funciona.
          –He dicho que no y punto final al asunto –frase con la que Tracy acababa cuando era reacia a realizar algo.
          –Tú mandas, mi viejita –dijo en castellano con tono caribeño.
          –Llama a emergencias –pidió ella al borde de las lágrimas sin saber muy bien cómo comportarse.
          –No sé el número –él empezaba a perder los nervios.
          –911 y que vengan deprisa, por favor –así lo hizo y, a pesar de que se atraganto un poco dando la dirección y el motivo del aviso, supo resolver con prontitud. Aunque a veces no comprendía determinadas reacciones de los adultos, intuyó que Tracy, al igual que él, estaba muerta de miedo porque Andrew llevaba más de una semana muy congestionado y con episodios de calor y frío repentino manifestado a través de violentas tiritonas, también rechazaba cualquier tipo de alimento vomitándolo rápidamente, incontinencia fecal y la aparición de heridas bastante feas en glúteos y tobillos, a consecuencias de permanecer tumbado.
          –Saldrá de esta, ya lo verás –quiso tranquilizarla.
          –Supongo, pero se me parte el corazón al verle así.
          –Y a mí –corroboró el chico–. ¿Lo oyes? Parece una sirena que viene hacia aquí.
          Hora y media después, seguida de cerca por Ernesto y Tracy conduciendo la camioneta, la ambulancia iba a toda velocidad por la US-41, conocida también como Tamiami Trail. En ese momento la carretera soportaba mucho tráfico, gente que volvía o se dirigía a su puesto de trabajo. Las 41 millas que separaban Chokoloskee con el Naples Comprehensive Health, organización sin ánimo de lucro, situado en la ciudad de Naples, se les hicieron interminables, como si alguien a mala fe alejase la entrada al recinto. El amanecer abría paso a un día despejado de nubes, idóneo para pescar tardón y róbalo. En la sala de espera para acompañantes, una chica bastante joven, aparentemente sola, acababa de romper aguas mientras aguardaba noticias de su pareja recién ingresado por accidente laboral. Al morenito le agobiaban las batas blancas desde que una vez, en Puerto Escondido, siendo muy niño, le operaron de amígdalas y, aunque le pusieron anestesia, pasó mucho miedo. Andrew permaneció ingresado una semana y veinticuatro horas, hasta que la bronquitis remitió, durante dicho tiempo el estado físico empeoró mucho más.
          –Buenos días. Veo que está usted muy bien acompañado, señor Garber –en la identificación de la persona que irrumpió en la habitación ponía doctora Bening, una afroamericana que en el océano de su piel negra resaltaba la blanca dentadura perfectamente alineada.
          –Hola ¿Qué tal? –respondió Ernesto algo nervioso.
          –Buenos días –saludaron ellos.
          –Según leo en el informe, los pulmones del paciente evolucionan bastante bien, por suerte lo hemos cogido a tiempo y no ha tenido neumonía.
          –Es un tipo fuerte –interrumpió Ernesto bajo la mirada de desaprobación de Tracy.
          –¿Eres el nieto? –preguntó el médico rompiendo el hielo.
          –Algo así –afirmó tímido.
          –Bien, como decía: la crisis respiratoria está salvada, pero en cuanto al deterioro cognitivo, como se habrán dado cuenta, se ha disparado –continuó.
          –Sí, poco queda del hombre que fue –aseguró la hermana.
          –Podemos ayudarles a encontrar un centro donde recibirá atención especializada, porque ya les digo yo que la cosa, de aquí en adelante, se pondrá muy difícil.
          –No pienso meter a mi hermano en ningún manicomio. ¡Faltaría más! –la vista de Andrew estaba fija en la pared.
          –¡Y yo tampoco! –saltó el morenito.
          –Lo entiendo, aunque no es ninguna institución psiquiátrica, no obstante, si cambian de opinión, hasta mañana que le damos el alta, podemos verlo. –Max movía el rabo de lado a lado en señal de alegría cuando vio asomar el morro de la camioneta por el camino de tierra. Metieron a Andrew en camilla hasta su dormitorio y, como ya les anticiparon, en lo personal, vivieron momentos complicadísimos.
          En casa de los Garber se multiplicaban los problemas económicos al tener cada vez menos recursos de donde tirar. Ernesto Acosta, a sus catorce años, casi quince, era todo un experto en enfermería: desde sacar flemas, hasta poner muy lentamente un enema cuando era necesario. Corría el año 1978 y en Estados Unidos, bajo la presidencia de Jimmy Carter, Israel y Egipto firmaron los Acuerdos de Paz de Camp David. Sin embargo, alejados de dichos tratados políticos, los ciudadanos de a pie sufrían las injusticias de quienes habían perdido el norte. Por ejemplo, los habitantes de Florida estaban consternados cuando Ted Bundy, asesino en serie, entró por la puerta cuyo cerrojo estaba roto a la residencia universitaria donde vivía Kathy Kleiner Rubin, atacándola a ella y a su compañera de habitación que resultaron gravemente heridas. Anterior a eso, el tipo pasó por los aposentos de otras chicas golpeándolas con un palo hasta ocasionarles la muerte. En Rockford, Illinois, seis niños de edades comprendidas entre 3 y 12 años, abandonados por la madre, fueron asesinados por su propio padre vengándose así de la esposa que le había pedido el divorcio. Pero, sin duda, como hecho macabro reseñado en los libros de Historia de Estados Unidos, figura el suicidio colectivo de 918 personas, de la secta Templo del Pueblo, empujadas a beber un vaso de cianuro por el pastor evangélico Jim Jones, que pregonaba poco más que el apocalipsis. Después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en la cabeza, nunca se esclareció si disparó él o una tercera persona.
          –¿Trajiste todo de la farmacia? –preguntó Ernesto mientras diluía en un vaso con agua diez gotas de vitaminas para darle.
          –Creo que sí. Acuéstate un rato, yo me quedo –sugirió la mujer, desbordada de emoción, introduciendo los dedos entre el cabello de su hermano, que apenas reaccionaba a casi ningún estímulo.
          –No tengo sueño, además hay que ponerle un pañal limpio, comprobar que la sonda esté bien y cambiarle de postura, lleva ya dos horas del mismo lado –dijo tajante.
          –Como prefieras, pero luego no te quejes –nunca lo hacía. Le observó desenvolverse y comprendió que ella no lo hubiera hecho mejor.
          –Tracy.
          –Qué –levantó la mirada y le vio lágrimas en los ojos.
          –¿Tú crees que Andrew está padeciendo? –preguntó con congoja.
          –No lo sé, hijo.
          –¿Oirá nuestras conversaciones?
          –Oír, estoy convencida de que oye, fíjate cómo se inquietó cuando teníamos puestas las noticias de la radio, otra cosa muy distinta es que lo entienda.
          –¿Qué pensará de nosotros cuando dudamos a la hora de suministrarle el tratamiento y manifestamos en voz alta las posibles consecuencias que eso acarreará a su organismo?
          –Pues que somos rematadamente tontos.
          –¿Y si no lo estamos haciendo bien? –las palabras del muchacho transmitían verdadero cargo de conciencia.
          –Anda, subámosle las almohadas –propuso, evitando responder. Bajo el marco de esa rutina continuaron dos años más donde las palabras sueño y descanso quedaron atrapadas en el exterior de la casa sin poder entrar.
          Una noche muy cálida y templada de 1980, con bastante humedad típica del clima subtropical, Ernesto Acosta tuvo una pesadilla con sensación de paro respiratorio incluido, al sentir que uno de sus pies quedó atrapado en el Caribe, entre plantas invasoras y, no pudiéndolo liberar, sufrió la agonía del ahogamiento. Sudoroso, saltó de la cama y comprendió que había sido un sueño, comenzó a vestirse, tenía que preparar la medicación y las cosas de aseo. Coincidiendo con la erupción del monte Santa Elena, en el condado de Skamania, Washington, cuya catástrofe fue devastadora tanto en pérdidas humanas como materiales, Andrew Garber no despertó. Su hermana se quedó traspuesta en el sillón y nadie le acompañó en el tramo final de la vida. El morenito entró en el dormitorio para relevarla y se encontró con el fatal desenlace, la zarandeó y determinaron que, por la expresión laxa en su cara, había hecho el tránsito con absoluta tranquilidad. Arrodillados, rezaron juntos. Tras la incineración, junto a un reducido grupo de pescadores que a veces navegaban con él, emprendieron viaje: primero en barca y después por tierra donde pondrían las cenizas de Andrew. Adentrándose en el manglar la expedición encabezada por Tracy y el muchacho, tropezó con un árbol atravesado que, pese a estar acostumbrado a las condiciones del suelo salino, tenía las raíces enfermas y despedía un desagradable olor a leña podrida. A Ernesto le desbordaba la emoción, no sólo por la especie de ceremonia a la que iba a asistir, sino también por la belleza del paisaje que les rodeaba.
          –Nunca habíamos venido por aquí –dijo el morenito.
          –Era el lugar preferido del viejo capitán –contestó uno de los hombres que iba con ellos en la barca.
          –¿Qué es aquello que se mueve por allí? Parece una roca desprendida de algún sitio –preguntó el muchacho con preocupación.
          –Es el gran cocodrilo americano, en algunos tramos de Tamiami Trail están quietos en el arcén de la carretera, pero por lo general se camuflan entre la vegetación para atacar sin ser vistos.
          –¿Y tenemos que ir por ahí? –preguntó angustiado.
          –Sí, anda no seas cobarde –bromeó el hombre.
          –Cuidado con eso Tracy –advirtió el chico que ya entendía muchísimo de navegación–, hay poca profundidad y podemos encallar.
          –Hazle caso, mujer, sabe lo que se dice, ha tenido un buen maestro.
          –Sí, se ha espabilado bastante –aseguró ella.
          –¿Alguien quiere un trago de agua? –ofreció el morenito.
          –Ernesto, mira allí –dijo Tracy–. ¿Ves aquel sendero?, siendo Andrew muy joven quiso atacarle un puma, pero le hizo frente y sin más retrocedió muy manso.
          –¿Falta mucho para llegar? –el chico quiere saber.
          –No –responde y hace señas a las otras barcas para que reduzcan la velocidad.
          –¿Dónde vamos exactamente?, nos estamos alejando mucho.
          –Calma, chico –interviene un desconocido–, la ocasión lo merece.
          –No te comportes como un niño, Ernesto –le reprendió Tracy– y disfruta de esta tranquila marina donde a mi hermano le gustaba venir a reflexionar o tomar decisiones. Un manto de hojas y ramas empapadas en posteridad amortiguaban el silbido del viento. Ahí, donde persona y naturaleza son dos piezas solitarias que se complementan, ondeando la bandera de los Estados Unidos en lo alto de los mástiles y conscientes de que otra circunstancia igual no se iba a repetir, cada uno de los asistentes pronunció unas breves palabras de elogio hacia el fallecido.
          Cuando desembarcaron, la última parte de la expedición la realizaron a pie, agudizando el oído para identificar en qué dirección venía el sonido de la fauna salvaje, con su indescriptible lenguaje de aullidos y quejidos, siempre al acecho cuando el olfato identifica carne humana. El estrecho puente de láminas de madera que cruza las aguas pantanosas y humedales de juncos apretados los llevó hasta un lugar paradisiaco, estaban en el Sendero Anhinga Trail, donde unos pájaro serpiente, llamados así por el fino y largo cuello en forma de ese, sobresaliendo del agua cuando nadan con el cuerpo sumergido, les dieron la bienvenida posados sobre la barandillas. Antes de abrir la urna y esparcir las cenizas en la tierra, una pareja de pelícanos alzó el vuelo, exhibiendo con elegancia, planeando en círculos. El morenito avanzaba con torpeza a través del camino rodeado de árboles, del limbo de gumbo, resistentes a huracanes, cuya corteza de color rojizo y ramas crecidas en zigzag dan la imagen de libertad. Cuarenta y cinco minutos después, Tracy supo que había dado con el sitio idóneo, quienes iban delante retiraron algunos arbustos, bajaron unos cuantos metros hasta donde el suelo comenzaba a empaparse y ahí, la hermana melliza de Andrew, con un acto de absoluta generosidad, dio un paso atrás y cedió el testigo a Ernesto para que presidiera el acto.
          –¿Te encuentras bien, querida? –preguntaron al verla cada vez más pálida.
          –Es sólo un pequeño mareo, enseguida se me pasa –apoyada en Ernesto regresó a la barca conducida por él. En el asiento trasero de la camioneta y abrazada a la urna ya vacía, se puso en marcha el contador de la cuenta atrás que pondría fin a su propia existencia…
          Recordando ahora aquellos primeros años, con el álbum fotográfico sobre las piernas y el eterno agradecimiento hacia aquellos mellizos que le dieron todo, buscó en su corazón alguna señal de resentimiento hacia una de las dos patrias: la que le arrojó al estrecho de la Florida y la que le puso en tierra firme, sin embargo, no lo encontró porque durante toda la vida tuvo claro que las dos habitaban su corazón. La buena noticia es que si ahora Kamala Harris se convierte en la Presidencia de los Estados Unidos de América, puede que las relaciones con Cuba mejoren sustancialmente, más que en el ámbito político, en el humanitario, para que así, sus compatriotas, opten a un futuro más digno sin necesidad de vaciar la isla.

domingo, 13 de octubre de 2024

La otra Florida

3.

Cada media hora Tracy cambiaba las compresas frías en la frente de Ernesto Acosta para bajarle la fiebre. Durante los cinco días que estuvo delirando no se movió de su lado, como tampoco lo hizo Max, el viejo perro de la raza canadiense, Labrador, que permaneció de guardia a los pies de la cama. El muchacho hablaba en castellano, lengua desconocida para ellos, frases sin sentido que le agitaban las extremidades, hasta quedarse de nuevo en silencio, semiinconsciente, con el pelo empapado en sudor y los largos dedos palpando en el vacío algo que no acababa de encontrar. Pasada la crisis, a las 7:05 a.m. de una mañana de cielo nublado, abrió los ojos y no reconoció el sitio ni a las personas que le observaban fijamente. Sintió un hambre feroz devorándole el estómago y muchas ganas de orinar, con gran esfuerzo trató de incorporarse, tenía que encontrar a su familia, estarían preocupados buscándole, pero no pudo moverse. Miró cada rincón del dormitorio con aquellos muebles enormes y feos, nada que ver con la humilde y acogedora casa donde nació y vivió en Puerto Escondido, con el suelo de cemento, unas pocas repisas donde poner las cosas, la ropa colgada en un palo cilíndrico, igual al de la escoba y atornillado en los extremos a la pared. De repente se esfumó la infancia y también la adolescencia, maduró de golpe, consciente de la cruda realidad al recordar las trágicas imágenes de la balsa, el dolor grabado viendo a la gente ahogarse, dando manotazos sobre el agua, sin esperanzas y con la suerte de culo. Tragó saliva, se había salvado y debía seguir adelante por los suyos, por los que se quedaron, por los que no se atrevieron a cruzar el charco, por todos aquellos a los que se les truncó la vida, por tantos y tantos proyectos hundidos en el fondo del mar. Pidió agua en un inglés con acento cubano.
          –¿Dónde estoy? –preguntó temeroso.
          –Tranquilo, hijo, no te asustes –respondió Andrew con pausa entre palabras.
          –¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí? –las lágrimas a punto de brotar le enturbiaban la vista, quiso levantarse de la cama, pero todo daba vueltas a su alrededor.
          –Yo soy Tracy y este es mi hermano mellizo Andrew, salimos a pescar y te rescatamos, esa zona está repleta de cocodrilos que de una dentada podían haber deshinchado la barca tan precaria donde ibas.
          –¿Y mi ropa? ¿Dónde está mi ropa? ¿Qué han hecho con la bolsa estanca? ¡Tengo que embarcar! ¡Denme mis chanclas! –no tenían idea a qué se refería.
          –Tranquilo morenito –Andrew apodó así al chico–. Ahora descansa y recupera fuerzas.
          –Bébete el vaso de leche –dijo Tracy sujetándole la nuca mientras que Max, con afecto, le lamía la mano– Y tú no te muevas de ahí –obediente, el perro se tumbó a los pies de la cama.
          Ernesto Acosta echaba de menos la alegría de sus compatriotas jugando a Dominó en los parques, la música a todas horas sonando en el exterior desde las casas, la que pone el bodeguero, la de los bicitaxis circulando solos o con pasajeros, temas de Omara Portuondo, Elena Burke, Compay Segundo, Benny Moré, Bola de Nieve o las vetadas Celia Cruz y Luisa María Hernández, conocida como La India de Oriente, por citar a algunos intérpretes, la presencia de los vecinos en cada cuadra manifestando el sentido del humor, riéndose hasta de la propia sombra, hablar alto, muy alto, así como también haber perdido en la memoria del paladar el gusto de la yuca con mojo, ese aliño que hacían tan rico su madre y abuela y cuyo toque especial en la receta nunca supo, el plátano macho frito o en fufú y la limonada fresquita. Sin embargo, en Chokoloskee todo era diferente, tan apagado, tan recto, no obstante, a pesar de su poca edad entendió que debía adaptarse a las costumbres de ellos. Meses después, Tracy despertó sobresaltada al escuchar ruidos provenientes de la cocina, salió de la habitación con el rifle en la mano y detrás Andrew dispuesto a convertirse en el héroe del condado. Según avanzaban por el pasillo el olor a tocino frito y café recién hecho era más intenso, la poca luz aumentaba la sombra de quien se había colado en la casa moviéndose en los fogones a sus anchas.
          –¿Quién anda ahí? –preguntaron los mellizos a la vez.
          –Que soy yo, el morenito, no dispares que he preparado el desayuno, bueno falta por hacer los huevos revueltos, pero enseguida están.
          –Menudo susto nos has dado, chico, casi te vuela la tapa de los sesos –dijo Andrew sarcástico.
          –¿Cómo has madrugado tanto? –Tracy se echó las manos a la cabeza contemplando el desorden que había con todo por medio–. ¡Madre mía, la que has liado!
          –Luego lo recojo, no te apures –dijo al ver la cara de espanto de la mujer. Con la paleta chorreando de grasa señaló al hombre que ya se había dado media vuelta y no atendió–, voy a salir con él a pescar.
          –¿Pero sabes pescar? –entonó ella incrédula.
          –No quiero mocosos en mi barca que lloriqueen si viene una ola enorme o acecha un pez grande, ¿oíste?, tampoco que se hagan pis a la primera de cambio. No, no y no. No te llevo.
          –Deja en paz al muchacho, Andrew, nunca viene de más una ayuda –tocó el hombro de su hermano dándole seguridad.
          Ernesto Acosta, el morenito, contó que, Puerto Escondido al igual que Chokoloskee, era un pueblo de pescadores donde la vida giraba en torno a dicho oficio. Hasta la generación de su padre, la mayoría de los miembros varones de la familia faenaban en la mar, algo que se fue perdiendo porque la gente joven, a ser posible, no quería dedicarse a eso por lo sacrificado, tenían otros planes, necesidad de progreso, de mirar hacia el horizonte sabiendo que, en aquella franja fina y lejana, perfilada por las nubes, aguardaba la libertad, aunque también les echó atrás el accidente de un adolescente de 16 años que fue atacado por un tiburón toro mientras buceaba junto a su grupo de amigos y, a excepción de una enorme mancha de sangre, nada quedó de él. En Cuba se cerraba cualquier clase de expectativa convirtiendo el futuro en un callejón sin salida y dando paso al éxodo masivo de ciudadanos hacia Estados Unidos y otros países de acogida. Actualmente la situación es mucho peor, faltan artículos básicos, circulan muchos virus y escasean medicinas para combatirlos, la patria se sigue vaciando de isleños y algunos de los que quedan, si sus condiciones físicas lo permiten, se convierten en mula realizando viajes al extranjero donde exportan ron o tabaco de encargo y regresan con mercancía de segunda mano (celulares, ropa, zapatos…) que después venden por unos dólares en el mercado negro para sobrevivir.
          –¿Entonces puedo ir contigo? –preguntó emocionado.
          –Bueno, pero harás cuanto te diga que para eso soy el capitán –respondió Andrew.
          –Claro, señor –aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.
          –No le pierdas de vista morenito, es capaz de cruzar el Atlántico entero –rieron cómplices.
          A pesar de que Andrew cada vez estaba más atrapado en las misteriosas ausencias provocadas por el Alzheimer, en cuanto ponía un pie dentro de la barca se transformaba en otra persona, mucho más centrada, sabiendo qué hacer en cada momento y sin ánimo alguno de delegar aquellas tareas consideradas muy suyas. Ernesto Acosta prestaba atención a los movimientos del hombre por si dudaba y debía indicarle, tal y como sugirió Tracy antes de salir. Todo iba bien hasta que el sonido de las olas golpeando contra la embarcación le situaron en otro escenario donde su hermano Jorge de 10 años y la pequeña Argelina de 6 gritaban angustiados su nombre pidiendo auxilio. Quiso rozar con la palma de la mano la superficie del agua y tranquilizarlos, tirarse por la borda y ponerlos a salvo, buscar cualquier resto donde subirlos encima, quitarse la ropa y arroparlos, beberse el océano entero para que saliesen a flote, bucear sin descanso esquivando a grandes depredadores, detener el tiempo, volver atrás, a las fantásticas historias que contaban los mayores respecto a El Malecón de La Habana, donde los ciudadanos esperaban la llegadas de los grandes barcos repletos de mercancía para la isla. No quería seguir ahí, sin los suyos, pero oía las voces en su interior dándole fuerza para seguir adelante, evocando a quienes le acompañarán hasta el final de sus días, porque no hay más muerto que aquel en quien ya no piensas y él es de los que nunca olvidan.
          –Amarra bien ese cabo antes de que nos tire a uno de los dos. ¿Oíste? –Andrew gritaba ante el peligro de que viniese una ráfaga de aire.
          –¡Mami! ¡Mami! –llamaba Ernesto.
          –¡Eh!, morenito, que amarres ese cabo, te digo, mira a tu izquierda, se aproxima una fuerte tormenta. Pero chico ¿qué te pasa? ¡Vamos! –insistió.
          –¡Papi, papi, papi! ¿Dónde están los niños? ¡Jorge, Argelina, Jorge, mami! –Fue entonces cuando el viejo marinero se percató de que el muchacho estaba convulsionando, le acunó con delicadeza y, pese a las tinieblas, comprendió que revivía la horrible experiencia del naufragio.
          –Ya pasó, tranquilo hijo. Ya pasó ¿Estas mejor? –introdujo los dedos por el cabello chico.
          –Lo siento, yo no quería –se echó a llorar.
          –Bueno, bueno, no me seas blando y de esto ni una palabra a Tracy o no nos dejará salir a navegar solos jamás –dijo contundente–. Y ahora, vámonos antes de que el cielo empiece a descargar.
          –Sí, mucho mejor evitarla el enfado, ya sabes cómo se pone. –Reanudaron la marcha, con mucho disimulo Andrew iba pendiente de él. ¡Pobre muchacho!, pensó, aunque enseguida olvidó el incidente, la tempestad y se centró en el avistamiento de peces para la cena.
          –Andrew, pon rumbo a casa que venimos sin chubasqueros –dijo para que el hombre reaccionara.
          Los meses pasaban veloces y Ernesto Acosta echaba de menos el ambiente de la escuela, el contacto con personas de su misma edad, jugar un partido de fútbol con los compañeros y pasear abiertamente por la calle disfrutando del paisaje y sus ruidos, pero sin papeles no podía arriesgarse a que el día menos pensado un agente de la oficina del sheriff del condado de Collier viniese para llevárselo. La celebración del Día de Acción de Gracias estaba a la vuelta de la esquina, el morenito desconocía dicho evento puesto que en Cuba esa tradición no existía. Le explicaron en qué consistía, la importancia de reunirse la familia y orar en agradecimiento por las cosas buenas acontecidas durante el año, pero lo que más le gustó fue la parte de asar y trinchar el pavo acompañado de verduras y otros complementos, ya que sólo de pensarlo la boca se le llenó de agua. Los mellizos Garber no tenían más parientes que ellos mismos, por tanto, ningún extraño se sentaría a la mesa. Andrew y Ernesto arreglaban el motor del viejo generador ante la amenaza del tornado que tomó tierra en Bahamas, volvió al Atlántico e iba rumbo a Florida, también hicieron acopio de víveres, linternas y los protectores de madera para las ventanas. La tarde iba cayendo y oyeron el ronquido de la camioneta detenerse en el lateral donde estaba el garaje.
          –¿Por qué has tardado tanto? ¿De dónde vienes? –preguntó Andrew mientras que Max reclamaba su premio recibiéndola con alegría, ella metió la mano en el bolsillo y sacó una galleta canina con forma de hueso.
          –De comprarle ropa al morenito, no querrás que vaya siempre con tus pantalones remangados, ¿verdad? –dijo Tracy medio en broma a la vez que puso sobre la mesa la bolsa de papel marrón con las prendas–, y para ti traigo tabaco de pipa.
          –¿Y para esas dos menudencias has estado fuera más de siete horas? –expresa malhumorado.
          –A Miami se tarda en llegar casi dos, ya lo sabes, pero también fui a la Oficina de Inmigración.
          –¿Y a ti qué se te ha perdido en la Oficina de Inmigración?
          –Necesitamos asesoramiento respecto a las circunstancias actuales del muchacho y legalizar su situación para el presente más inmediato que determinará a su vez el futuro, después de todo lo que ha pasado y perdido merece una cierta estabilidad, ¿no crees? Date cuenta de que, por su propio bien, no puede seguir viviendo en clandestinidad –Ernesto escuchaba con el corazón encogido sin calibrar las consecuencias que pudiera tener, tampoco entendía el alcance de la palabra empatía que aquellos dos seres representaban tan bien, de repente empezó a no sentirse a salvo y planeó la huida que nunca llevó a cabo.
          –Claro, y si encima vas diciendo por ahí que se esconde aquí, pues el día menos pensado vendrán para deportarlo y llevarnos a ti y a mí presos.
          –¡No digas tonterías, Andrew, por favor y deja de pensar cosas que no van a suceder! ¡Nadie se lo llevará porque nosotros no lo consentiremos! ¿Habías oído hablar de la Ley de Ajuste Cubano?
          –¡Noooo! –en tono sarcástico.
          –Yo tampoco. Pero resulta, y por dios presta atención, que el niño puede acogerse a ella.
          –Explícate –el morenito sorbió la nariz y Max se le acercó para rascarse el cuerpo contra él.
          –En 1966, bajo el mandato del presidente Lyndon Johnson, se elaboró esa ley federal de aplicación a todo nativo cubano que demuestre haber permanecido en Estados Unidos por un periodo de dos años y un día; sin embargo, este año en el que estamos, 1976, las Enmiendas a la Ley de Inmigración y Nacionalidad redujeron a la mitad dicho tiempo.
          –¿Eso significa que dentro de seis meses y un día será ciudadano americano? –Andrew se giró–. Ven aquí, hijo, no tengas miedo, que te vamos a proteger.
          –No exactamente, calma, hay que cumplir una serie de requisitos para demostrar que lleva en el país ese tiempo.
          –Entonces –preguntó Andrew todo emocionado–, ¿cuál es el siguiente paso?
          –Pedir ayuda a quienes saben.
          –¿Y a qué esperamos? ¡Vayamos ya! –el hombre estaba entusiasmado.
          –Muchacho, alegra esa cara que dentro de poco serás ciudadano americano –a pesar de su característica frialdad, Tracy le rozó la mejilla. Esa noche, cuando comprendió que dormían, con los zapatos en la mano, abrió lentamente la puerta del dormitorio, se dirigió a la zona de la cocina, cogió un trozo de queso, un cacho de pan y trató de salir, pero Max estaba apostado en la entrada obstaculizándole la marcha. Después de esa vez jamás lo volvió a intentar.
          Ernesto Acosta todavía se emociona recordando aquella conversación, los acontecimientos que vinieron después, la lucha incansable de los mellizos Garber proporcionándole todo lo necesario para ser medianamente feliz, el riesgo a perder la casa cuando la hipotecaron y así afrontar los gastos administrativos, hacer caso omiso a la incomprensión de algunos feligreses que, cada domingo, a la salida de la iglesia, les criticaban por empeñarse en incorporar al morenito a esa sociedad suya tan cerrada, la cantidad de trabas y obstáculos para escolarizarle una vez obtenida ya la residencia, el deterioro cognitivo que supuso para Andrew la aparición de un problema tras otro y la siempre disimulada entrega de Tracy conteniendo las emociones. Los primeros meses el chico sufría continuos ataques de nostalgia que ninguno sabía cómo gestionar. Venían de mundos muy diferentes y fue difícil encajar el carácter extrovertido del cubano con la forma de ser austera de los nativos de Chokoloskee, pero la buena voluntad de los tres y el sentimiento de deuda emocional entre ellos allanó el camino de la convivencia, pese a la enorme brecha generacional que les separaba. Muchas noches, Ernesto Acosta, el morenito, iba de puntillas hasta sus camas para comprobar si aún respiraban, la angustia de perderlos producía en su corazón la zozobra agobiante del insomnio, sin embargo, a la temprana edad de dieciséis años recién cumplidos y, a punto de estrenar su nueva caña de pescar, vivió otro episodio lamentable…