16.
Aquella mañana de mayo Tayen
McDaniel, el indio que vive en Carolina del Norte, dentro del territorio
encerrado en el límite Qualla, en la Reserva Cherokee –no confundir con el
pueblo–, pescaba truchas en el río Oconaluftee, cuando un Águila enorme se posó
sobre la superficie rocosa de la orilla. Trueno Veloz la observó
fijamente y ella, quieta cuan estatua, le devolvió la atención respetuosa hasta
que desplegó las alas con un giro espectacular alzando el vuelo y perdiéndose
entre las nubes mullidas iguales a cojines de algodón. Desenganchó la presa del
anzuelo e intuyó que algo especial iba a suceder. Recogió la caña, la cesta de
sauce, hecha por él como le enseñaron los ancianos de la tribu, y se adentró en
la apretada vegetación que desembocaba en un área más despejada a los pies de
su cabaña. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, luciendo dos largas
trenzas de pelo canoso y la hoguera semiapagada, aguardó una señal mientras
oraba inmerso en la paz que le rodeaba. Sin embargo, podía sentir la respiración
de los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil
avistamiento, habituales en la zona, también el rugido furioso de la Madre
Tierra maltratada por el hombre, así como el lenguaje de los árboles
comunicándose en código secreto al soplar el viento agitando las hojas en lo
más alto. Reavivó el fuego, colocó los peces ensartados en el bastón para
dorarse poco a poco y los acompañó con otros alimentos crecidos en su huerta,
pero de pronto recordó a sus antepasados y el sufrimiento al ser expulsados de
los lugares de origen y a cuanto renunciaron, sacrificándose para que los
descendientes, en los que se incluía, echasen raíces sin rencor. Abrió los ojos
y se sintió agradecido, privilegiado y en paz consigo mismo, pero el crujido de
pisadas, avanzando por el bosque, le puso en alerta. Con la lanza en posición
de ataque, preguntó:
–¿Quién
anda ahí…?
Antes
de llegar al Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes, por la US-441
que une Tennessee con Carolina del Norte, Opal Nelson hizo noche en un camping.
Cenó, en el restaurante del recinto, una hamburguesa gigante y jarra de cerveza
bien fría. Por televisión daban uno de esos programas sin fundamento que ponen
para que la gente no piense. Dos taburetes más allá una mujer relativamente
joven, lloraba desconsolada mientras pasaba la yema del dedo por el borde de
una taza de café. El camarero, al otro lado de la barra, con muy poca educación
le dijo que si no pagaba llamaría a la policía. Sin saber los motivos de tal
afirmación, Opal Nelson que por un momento dejó de escucharse a sí misma,
prestando atención al relato de la nicaragüense, no necesitó muchos argumentos
para posicionarse del lado de ella, sugiriéndole al barman mayor sensibilidad,
el hombre, con desaire, se fue refunfuñando hacia la cocina. La mujer, apenada
por haber dejado en Nicaragua a tres criaturas de corta edad al cuidado de
familiares, emigró a Estados Unidos para una vez establecida traérselos y
darles un futuro mejor, pero las cosas nunca son como creemos o nos cuentan, lo
cierto es que narró infinitas dificultades –aún hoy las padece– hasta llegar
aquí: hambre, sed, maltratos, abusos, inclemencias del tiempo… Sin embargo, no
perdió la esperanza de volver a estar juntos algún día, aunque para ello
tuviese que dormir en la calle y así enviarles casi todo lo que ganaba
limpiando casas.
–¡Si
no paga llamaré a la policía! –advirtió de nuevo llevando a otros clientes un
plato con huevos revueltos, tocino crujiente y alubias rojas.
–No
se ponga así. ¿Cuánto debe? –intervino Opal.
–Diez
dólares –vocalizó.
–Pues
ahí van –los puso sobre el mostrador– y, ahora, con total amabilidad y
delicadeza, sírvale media libra de carne de buey a la brasa con patatas –dijo
sacando un billete de cincuenta del bolsillo, mientras que en la antigua gramola
seleccionaron un disco de Lionel Richie, a su más puro estilo funk/soul.
–¡Enseguida!
–expresó contento.
–No
se moleste, por favor –dijo la mujer con los párpados humedecidos–, bastante ha
hecho saldando mi deuda.
–Disfrute
de la cena y la deseo mucha suerte de todo corazón, sus pequeños estarán muy
orgullosos de usted –giró sobre los talones y casi abriendo la puerta escuchó:
–¡Oiga,
espere, que se deja las vueltas! –sonrió y se fue sin más. Afuera, a través del
cristal, la vio concentrada saboreando el manjar sin desperdiciar ni una gota
de grasa.
Faltaban
dos horas para amanecer cuando dejó el camping atrás. El silencio era absoluto,
interrumpido solamente por los gruñidos de los perros guardianes al posarse
algún insecto sobre ellos. Antes de arrancar leyó el mensaje de su amiga Donna
Hanks y se puso una alarma en el móvil para llamarla después, desayunó fuerte,
abonó el coste de la breve estancia y se puso en marcha. Aminoró la velocidad y
contempló el horizonte de colores rojizos, bajó la vista y descubrió a la
izquierda que alguien con inspiración artística había cortado la hierba
dibujando las tres cruces del calvario de Jesucristo. Se aseguró de llevar en
la guantera la bolsita de piel de oso donde Tayen McDaniel metió una pluma de
águila y diversas semillas. Aparcó la autocaravana a la entrada del territorio
indio y continuó a pie notando cómo el paisaje brotaba por sus venas.
Ayudándose de un robusto palo que adelantaba a su cuerpo trepó con cierta
dificultad la empinada pendiente hasta localizar la silueta de Trueno Veloz.
–¿Quién
anda ahí?
–Señor
McDaniel, soy yo, Opal Nelson.
–Sí,
ya lo veo, pero ha de tener cuidado, hay que conocer muy bien el entorno, los
animales salvajes son muy peligrosos –dijo Tayen McDaniel saliendo de detrás de
unos matorrales.
–Perdone
si le he asustado, no pretendía, aunque la que ahora lo está soy yo.
–¿Ha
almorzado?
–Pues
no, llevo algo ligero en la mochila, poca cosa.
–Perfecto,
venga por aquí, tengo dos truchas muy sabrosas asándose.
–No
se preocupe, de verdad. Mire: galletas, saladillos, chocolate, con eso me
arreglo –fue sacándolas una a una.
–Sígame.
–El espacio donde se ubicaba su cabaña era estrecho, pero muy bien protegido y
de difícil localización.
–Tienen
un sabor muy rico, se nota que están recién pescadas.
–Esas
son las ventajas de vivir así –permanecieron unos minutos callados hasta que
volvió a intervenir–. ¿Encontró lo que buscaba?
–En
parte sí, por eso traigo esto –mostró la bolsita que él le regaló–, para
abrirlo juntos, como indicó.
–Bebamos
whisky. –Opal Nelson no escatimó en detalles a la hora de contarle todos los
descubrimientos: desde el hallazgo de Topanga Sizemore, ciudadana de Stevenson,
Alabama, cuyo padrastro de su padre, resultó ser el padre de la abuela Tillie;
hasta la confesión de su madre, a modo de arrepentimiento, habiendo ocultado
las cartas aquellas que el pobre hombre enviaba a la hija desconocida y que
jamás obtuvo respuesta. Confesó sentirse cansada, como si varios siglos de
Historia hubiesen pasado por encima de ella, entonces supo que al círculo le
quedaba muy poco para cerrarse y, de alguna manera, inexplicablemente, se
sintió liberada.
–De
acuerdo –asintió no muy convencida ya que el alcohol no le caía bien en el
estómago.
–Y,
ahora, vea usted misma lo que hay dentro –soltó la cinta que lo ataba.
–No
lo entiendo, no queda nada, está vacía, lo debo de haber perdido por el camino –se
levantó dispuesta a buscar la pluma de águila y las semillas.
–No
ha perdido nada, el Gran Espíritu lo ha llevado arriba de las montañas, ahora
está todo en poder de sus antepasados, al fin se han reencontrado. –Tayen
McDaniel y Opal Nelson, con el viejo plano que ella trajo por primera vez,
repitieron el camino hacia la colina, donde buscaron la roca de tipo arenisca
en color gris con sombras violeta, hasta visualizar a los guardianes de la
roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. Vieron pronto la gruta
donde, cumpliendo los deseos de la abuela Tillie, depositó la falda de piel de
alce, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas
pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito
conteniendo plantas medicinales y ahora la bolsa de piel de oso que Trueno
Veloz le dio. Repitieron también parte del mismo ritual: plegaria,
meditación, respeto y, al caer la noche, cada uno regresó a su realidad…
Después
de haber salido apresurada de Knoxville y tras realizar un vuelo muy aparatoso,
Donna Hanks aterrizó en el Aeropuerto Internacional General Mitchell, en
Wilmot, ciudad de Wisconsin, donde la esperaba su hijo mayor, pastor de la
Iglesia Evangélica Luterana, para conducirla dieciocho millas más allá a Aurora
Medical Center Mount Pleasant, donde su nieta, de tan sólo 24 años, se
debatía entre la vida y la muerte. El olor a tierra mojada se coló por la
ventanilla del coche cuyo conductor, de rasgos latinos, tarareaba la melodía de
la canción que sonaba estruendosa por los altavoces. En la interestatal 94 que
recorre de este a oeste el Estado, el carril de la derecha soportaba una fila de
veinte camiones que tocaban la bocina a modo de protesta e iban al mínimo de
velocidad permitido. Cogidos de la mano e inmersos en la incertidumbre de qué
se encontrarían, aquel trayecto de apenas veintidós minutos se convirtió en el
más largo realizado hasta entonces. Una semana antes, en la estación de esquí,
donde el hijo tercero de Donna Hanks era monitor, su primogénita, junto al
inseparable grupo de amigas y amigos, como tantas otras veces habían hecho,
esquiaba por una pista reservada casi en su totalidad para ellos. Descendía con
soltura y profesionalidad, tal y como la habían enseñado, pero cometió el error
de mirar atrás desafiando a los compañeros y compañeras, cuando se partió el
tubo del bastón y cayó al suelo con tan mala pata que se le soltó el casco,
alguien resbaló, perdió el control y chocó contra su cuerpo golpeándose en la
cabeza con la espátula, parte delantera del patín. Quedó gravemente herida con
diversas lesiones: traumatismo craneal y torácico, rotura de hombro, de pelvis…
–¿Y
tus otros hermanos? –preguntó Donna recién llegada.
–No
sé, mamá. Vendrán cuando puedan –respondió el hijo que en ese momento se abrazó
al hermano mayor.
–¿Cómo
está la niña? –le preguntó al oído, aunque se oyó.
–Eso
hijo, dínoslo.
–Pues
que aún es pronto para determinar si le quedarán secuelas.
–Reza
con nosotros –dijo el hermano mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana,
pero sin terminar la frase llegó la madre de la chica y tuvo unas palabras con
su exmarido.
–¿No
habíamos acordado que tú recogías a las niñas de la escuela y yo me quedaba
aquí?
–Sí,
perdóname, como ha venido mi familia pensé que mejor intercambiábamos los
turnos.
–Ya,
si me parece perfecto, y lo comprendo, pero podías haberme avisado y no la
directora diciéndome que estaban solas.
–¡Ay!,
lo lamento muchísimo –dijo el hijo de Donna Hanks, el monitor de esquí–, esta
situación nos está superando.
–¿Hablaste
con el cirujano?
–¿De
qué la van a operar? –preguntaron.
–Luego
os cuento –cortó secamente, y respondió a su exesposa–. No, alguien de su
equipo pasó antes, pero no se paró a hablar conmigo.
–Creo
que le debes una disculpa a tu hermano y a tu madre.
–Como
siempre, estás en todo.
–Disculpadme,
estoy muy nervioso. Tiene un trozo de metal alojado en el hígado –Donna Hanks
se tapó la boca con el pañuelo que tenía en la mano–, suponemos que, a
consecuencia del impacto, se desprendió del esquí de la persona que chocó
contra ella.
–Bueno,
pero eso se lo quitan y ya está, ¿no?
–Ahora
mismo, con su estado tan delicado, sería una locura entrar a quirófano –intervino
la madre de la chica.
–Además,
ese cuerpo extraño que su organismo rechaza ha provocado una fuerte infección –continuaron–,
han de pasar uno o dos días más, entonces se reunirá el equipo médico y
determinaran qué hacer.
–Mira,
¿no es aquel el médico? –dijo ella.
–Si
–respondió él.
–Vamos
–y fueron; y volvieron con la derrota y el fracaso dibujado en la cara, aunque
también, con una tenue luz de esperanza que se negaron a apagar…
Aretha
O’Neal y sus hermanos mayores pasaron por todos los procesos mientras duró el
periodo de abstinencia, hasta que un buen día, bajo un sol radiante, salieron
al porche a llenar los pulmones de aire limpio. A pesar de su corta edad el
gemelo era bastante autónomo e introvertido, pasaba horas y horas cambiando de
lugar a los animales en su granja de juguete. Desde la muerte del otro se había
convertido en un niño solitario, ausente, desconfiado y muy susceptible,
realmente para ninguno nada era lo mismo. Esa mañana con un feroz apetito las
risas y las patadas por debajo de la mesa volvieron a impulsar algo de
normalidad en la cocina. La señora O’Neal, de vez en cuando, daba clases de
refuerzo a estudiantes que lo necesitaban, mientras que el esposo había
desistido del empleo de pasante en algún bufete de abogados, nadie le
contrataba, así que, aceptó un puesto en la gasolinera, no le hacía feliz, pero
al menos llevaba dinero a casa.
–¿Habéis
visto a vuestro padre? –preguntó la mujer.
–Anoche,
antes de que tú vinieses, dijo que hoy se iría muy temprano –contestó el mayor.
–Es
verdad, por un cambio de turno o algo así –añadió Aretha.
–No
sé, es raro, cuando vine ya no estaba en la cama, pensé que estaría en el
saloncito como otras veces.
–¿Y
no lo comprobaste? –preguntó el mediano.
–Pues
no, y ahora me arrepiento, era tarde y la caminata larga, llegué agotada.
–Llámale
al trabajo.
–Claro,
que buena idea. Gracias, cariño. –Al tercer tono sonó la voz de un hombre que
parecía tremendamente enfadado porque su esposo no había aparecido y que ya no
se molestase en hacerlo. Desconcertada, cortó la comunicación, se puso un
abrigo por los hombros y le dijo a los chicos y a la chica que no se movieran
de allí hasta su regreso…
Como la vida misma, problema resuelto y aflora otro, en este caso otros.
ResponderEliminarSiempre dejándonos con ganas de la próxima entrega, a eso yo le llamo maestría.
Gracias
Escribe Joan Manuel Serrat (sé que es tu cantautor favorito): "Hoy puede ser un gran día/plantéatelo así...". Ese es mi primer pensamiento del domingo que publicas. Gracias por sacarnos brevemente de la gris realidad aunque nos lleves a otra.
ResponderEliminarImagino tu cabeza metida entre mapas y rutas, y no hago otra cosa que subirme al tren de tus palabras. Gracias, nena.
ResponderEliminarBuen reflejo de la realidad, situaciones difíciles, miedo, esperanza...Me dejas en ascuas, esperando con ganas la próxima entrega. Gracias. Besos
ResponderEliminarDesde que te leo miro a Estados Unidos con otra perspectiva
ResponderEliminarLeer tus relatos es una fuente de aprendizaje gracias a la riqueza descriptiva de los lugares, costumbres y personajes. Valoro todo el trabajo de documentación que has tenido que realizar para soportar estos relatos como si conocieras de toda la vida aquel entorno.
ResponderEliminarCon el final nos dejas con la intriga y con necesidad de la siguiente entrega.
Muchas gracias
Buen relato, tu imaginación es infinita. Me llevas de un tropiezo a otro sin descanso, ya estarás preparando otro ….y otro, eres un amor. 😘
ResponderEliminar