14.
Había caído el manto de la
oscuridad sobre las cimas de las montañas, los osos negros olisqueaban sus
presas relamiéndose como adelanto al festín. La temperatura cada vez más baja
convertía la humedad expulsada por los árboles en una lluvia muy fina,
salpicando de gotas los tonos tierra y el verde de la vegetación. Pese a llevar
bastante tiempo abandonada encontraron en la cabaña todo lo necesario para
pasar la noche, aunque desde luego no era el lugar más seguro para hacerlo.
Afuera, además de ruidos y crujidos, desconocidos y terroríficos, encontraron
trozos de madera y otros materiales como combustible para arder en la chimenea
y así caldear la choza. Poco a poco adquirió una temperatura mucho más
confortable, y la sensación de que el mundo, ajeno a ellas y a su particular
historia, se había detenido. La mujer conocía muy bien el terreno y el espacio
interior, por eso se movía con total exactitud y cuidado de no cambiar las
cosas de sitio. Opal Nelson, que tantas peleas había mantenido a lo largo de la
vida con la familia por su rechazo a la tenencia de armas, dadas las
circunstancias, agradeció que su madre llevase siempre el rifle en la
camioneta, por tanto, lo cogió y se lo metió dentro quedándose más tranquila.
Hasta entonces no se percató de cuánto había envejecido su progenitora, del
aire contrariado como de enfado, de la expresión de amargura congénita, de la
falta de equilibrio desafiando al borde del precipicio, al vacío, al abismo.
Sin embargo, se recompuso una vez más, apartó un mechón de pelo de la frente y
retomó la conversación.
–De
repente llegó una carta para la abuela Tillie, remitida por un tal Gunter –dijo
la madre de Opal Nelson mostrando un viejo sobre desgastado–. Como ella no
estaba en ese momento y tampoco sabía leer, la abrí, dentro incluía una breve
nota: “debo hablar con usted, tengo algo importante que contar, se trata de su
madre”, además de un pequeño mapa muy detallado para llegar hasta aquí y la
fotografía de un indio Cherokee. No supe reaccionar, los nervios bloquearon
todo tipo de reacción para salir de aquel hoyo, me temblaban las piernas y el
temor a que me arrancasen la cabellera ha vivido dentro de mí desde siempre.
Acababa de casarme con tu padre y no soportaba la idea al rechazo, figúrate
cómo se quedaría habiendo emparentado con una piel roja, de sólo pensarlo me
produjo nauseas, así que, busqué en el dormitorio un escondite donde guardarla.
A los pocos meses encontré en el buzón otra exactamente igual, hasta completar
un total de nueve a lo largo de los años, hasta que dejaron de enviarlas. Desde
la primera tuve problemas para conciliar el sueño y me asaltaban infinitas
dudas porque yo ya tenía un abuelo muerto, una tumba donde llevar flores y mi
apellido de soltera no era Gunter. Sin embargo, lo dejé pasar, empezasteis a
nacer y aquello pasó a un segundo plano, pero el subconsciente no descansaba, y
aprovechando que papá estaba de viaje en Memphis viendo a su padrino muy
enfermo, y vosotros apenas me necesitabais, quise salir de dudas y vine a
visitarle.
–Podías
habérselo contado a la abuela Tillie y traído contigo.
–Pues
no lo hice, y no me lo reproches más, por favor.
–Bueno,
vale. Sigue. Oye, lo que no entiendo es cómo la pudo localizar –preguntó con
vehemencia.
–Mira
esto –desdobla una de las hojas de periódico–. ¿Sabes quiénes son?
–Sí,
lo habéis dicho muchas veces, es tu tío, de cuando le nombraron Gobernador
–¿Y
quiénes aparecen ahí?
–La
abuela Tillie y su madre.
–Exacto,
y de fondo, nuestra casa, y a pie de foto, la dirección.
–Vamos,
que se lo pusieron en bandeja de plata –soltó en tono sarcástico–. Sigue, por
Dios.
–Había
transcurrido tanto que ya no quedaba nadie, lo cual fue, sinceramente, un
alivio. Golpeé la puerta con los nudillos, aguardé algunos segundos y empujé
con fuerza, al abrirse y penetrar la luz de fuera levantó una nube de polvo.
Tomé conciencia pensando en la tontería de haber venido, pero justo antes de
desandar los pasos, apoyada en ésta lámpara de aceite –la señaló– y sujeta con
una piedra, vi otra carta –contuvo el ahogo en la garganta, cerró los ojos y
por un instante temió perder el conocimiento, sin embargo, se recompuso.
–¿Decía
lo mismo?
–Explicaba
los motivos que le empujaron a abandonarla.
–¿Y
cuáles fueron?
–Emprendió
un largo viaje para reencontrarse con los ancianos de su tribu y conseguir que
la aceptasen como su esposa, los Cherokee estaban en plena migración y una vez
unido a la caravana ya no le dejaron marchar. Mi abuela esperó hasta agotar
casi todos los víveres, la historia se repetía como con su primer marido:
abandonada, sola y esta vez embarazada de un nativo, no tenía adónde ir. Caminó
hasta el límite de sus fuerzas, seleccionó las plantas que podrían aportarle
líquido, según él la enseñó, y colocó algunas trampas donde cayeron animales
comestibles, llegó exhausta a Lenoir City donde el reverendo de entonces, de la
Iglesia Baptista en nuestro vecindario, le consiguió alojamiento con una de las
mejores familias de la comarca, donde también encontró a un nuevo marido que
reconoció como suya a la niña, pero lo bueno siempre dura poco y el hombre
murió al poco de nacer el segundo hijo. Otra vez sola, con una niña de corta
edad y un crio de meses. Mi abuela cayó en una profunda depresión que jamás
superó y Tillie tuvo que hacerse cargo del hermano pequeño –le costaba
continuar
–Será
mejor que descanses algo, mañana en cuanto amanezca nos vamos –anunció.
–No
tengas tanta prisa, llegaré hasta el final.
–Como
quieras, pero si no volvemos pronto papá se preocupará. –El frío era muy
intenso y Opal Nelson buscó más cosas para calentar la cabaña, cuando entró, la
madre se había quedado traspuesta–. ¿Estás bien? –preguntó.
–Mejor
que nunca –zanjó la otra…
Donna
Hanks preparó la mochila con gafas protectoras, botellas de agua, bocadillos y
termo de café, lo cargó en la camioneta donde ya tenía el paraguas, un amplio
chubasquero de color amarillo y la silla plegable para ver el eclipse solar
cuya trayectoria empezará en el norte de México, cruzará Estados Unidos de
sureste a noroeste y finalizará en el este de Canadá. Aunque rezaba para que la
lluvia y las nubes no fastidiasen el espectáculo, de nada sirvieron las
oraciones porque no paró de chispear en todo el día. Desde Manhattan Ave, en
Oak Ridge, donde reside, hasta la Universidad de Tennessee, en la ciudad de
Knoxville, preparada para acoger a visitantes de la comarca, hay unas 25 millas
aproximadamente. Madrugó más de lo habitual, confiaba en no tropezar con
demasiado tráfico y coger un buen sitio en el césped antes de que llegase la
gente. Se equivocó, la interestatal 40E soportaba ya una larga caravana de
automóviles. Donna se prometió no impacientarse, tenía la absoluta seguridad de
que estaría en el recinto antes de las 3 p.m., hora en la que la Luna se
interpondría entre la Tierra y el Sol. Desde primera hora los informativos
repetían constantemente la noticia de que la NASA iba a lanzar tres cohetes de
sondeo para estudiar cómo afecta todo eso a la temperatura del Planeta, las
consecuencias atmosféricas y muchos más términos que ella desconocía. Con el
fin de hacer el camino más llevadero, recordó haber conocido de adolescente a
un profesor que daba la asignatura de ciencias a alumnas y alumnos más mayores,
un tipo apasionado de estos fenómenos astronómicos que impartía charlas al
respecto a todo aquel interesado en aprender. La mayoría de las veces llevaba
consigo grandes pantallas solares para telescopios y cámaras, hacía fotografías
espectaculares, algunas publicadas en National Geographic y la mayoría
para su archivo personal. Una vez les contó la experiencia maravillosa de
presenciar un eclipse desde un avión. Los chicos y las chicas le preguntaron si
no sintió miedo puesto que la aeronave podría haber desaparecido, él contestó
emocionado con un no rotundo. Donna Hanks llegó a Knoxville y decidió no bajar
del coche, llovía con más intensidad y su rodilla se resentía, comió algo y
aguardó a que se hiciese de noche por unos segundos…
Aretha
O’Neal vomitaba todo cuanto llegaba a su estómago masticado con desgana. Su
aspecto enfermizo y delgadez extrema la habían convertido en el centro de
atención de unos padres que, además de estar pasando el duelo por la muerte del
gemelo, ahora temían por la vida de la chica y por el comportamiento también
extraño de los hijos mayores. La comunidad negra de Orlinda, en el condado de
Robertson, volvieron a acogerlos con los brazos abiertos, brindándoles todo
tipo de ayuda para sobrellevar el difícil trance por el que atravesaban. Entre
ellos estaba un prestigioso doctor descendiente de la Dra. Rebecca Lee
Crumpler, que por 1864 atendió a esclavos. Un día, a la salida de la Iglesia,
se fijó en las pupilas extremadamente dilatadas de la chica y diagnosticó a
simple vista: consumo de sustancias químicas. El médico se mezcló entre el
grupo de personas donde hablaba la madre quien con palabras entrecortadas, se
preguntaba por qué les pasaban tantas desgracias.
–Ten
fe y paciencia hija, Jesucristo la tuvo –dijo alguien del grupo elevando los
brazos.
–De
eso ya no nos queda –respondió el marido.
–Y
por si no teníamos bastante, está lo de la niña –obvio el comentario del esposo
y se dirigió a las feligresas–, fijaos en ella, ya no sé qué hacer, pierde peso
por momentos.
–A
mi nieta le pasó también y resultó ser un cambio hormonal –contó una de las
mujeres del coro.
–Dejad
que os presente al Dr. Crumpler –interrumpió el reverendo–, es toda una
eminencia.
–Bueno,
bueno, no exagere, sólo soy un simple profesional que ama su trabajo al
servicio de los demás.
–Ahí
donde le veis, además de dirigir a uno de los mejores equipos especializados en
cirugía vascular, es miembro destacado del Colegio Americano de Cardiología y
una de las personas más generosas que conozco.
–Por
favor, al final consigue ruborizarme.
–No
le habíamos visto antes, ¿qué le trae por aquí?
–Cuando
las obligaciones me lo permiten, visito a los amigos, por esa razón estoy aquí,
porque este viejo predicador lo es desde hace muchos años –le pasa el brazo por
encima de los hombros. En realidad fue el reverendo quien le contó lo
preocupado que estaba por Aretha O’Neal, su incapacidad para prestarles ayuda,
la preocupación de unos padres tocados por la tragedia y la falta de recursos
para llevarla a un especialista. Al médico le bastaron unos minutos para
despertar su interés prometiéndole que iría lo antes posible, como favor
personal. Sin embargo, no imaginó toparse con un problema de drogadicción, en
cuyo caso reclutaría la intervención de otro colega suyo, un psiquiatra, buen
conocedor de dichos síntomas.
–Esta
es la familia O’Neal. Oye –dice como acabándosele de ocurrir–, igual puedes
mirar a su hija y decirles qué le ocurre.
–No
se moleste, por Dios, somos muy humildes y no tenemos seguro médico, ya se le
pasará –dice la madre en desacuerdo con la mirada fulminante del padre.
–No
se preocupen, no les voy a cobrar nada
–Los
jóvenes de ahora no son como los de antes –sentencia la abuela que comento lo
de la nieta–, sin ir más lejos el otro día mi –la corta el reverendo.
–Bueno
mujer, pero a lo mejor llegáis a un entendimiento.
–Por
mi parte no hay inconveniente, estaré encantado de hacerlo. Veamos –saca la
agenda de piel marrón del interior de un maletín idéntico–, me marcho dos
semanas a un simposio a Atlanta, pero después puedo darles cita. ¿Miércoles o
viernes?
–Miércoles
–responde la mujer.
–A
las 10:00 a.m.
–¿Adónde
sería?
–¡Ay!,
qué cabeza la mía, trabajo en Memphis, pero estas excepciones suelo hacerlas en
un piso en Nashville, donde junto a otros compañeros pasamos consulta –les dio
la dirección.
–Para
nosotros es muy importante, ya hemos perdido a un hijo y no soportaríamos otra
desgracia más.
–Díganme
una cosa –él tomaba notas–: ¿desde cuándo está así y qué le notan?
–Todo
empezó al venirnos a Orlinda a enterrar al pequeño y quedarnos a vivir.
–¡Cómo
que a enterrar al pequeño! ¿Qué pasó? –cuentan lo sucedido desde que arrancaron
los problemas en el despacho de abogados en Knoxville, donde defendieron a un
cliente gay y su esposo pagó las consecuencias, las amenazas supremacistas y el
trágico final del gemelo, ya que ahora están convencidos de la relación entre
los hechos.
–Nuestra
situación económica era y es complicada –habló el padre–. Los dos varones,
haciéndose cargo de nuestra angustia, decidieron pedir empleo a unos forasteros
recién llegados que iban a montar un negocio, Aretha fue también con sus
hermanos. Semanas después trajeron algunos dólares a casa, hecho que empezó a
repetirse a menudo.
–Pero
id al grano, hijos –medió el reverendo–, no os vayáis por las ramas.
–Hagamos
una cosa –dijo el médico–, ahora tengo bastante prisa, pero cuando vayan a la
consulta, lo explican todo con detalle.
–Gracias,
señor, que Dios se lo pague –se expresaron ambos. Por primera vez en mucho
tiempo, los O’Neal vislumbraron algo de luz en la franja del horizonte, una
tabla salvavidas donde agarrarse, un motivo real para seguir luchando y no
darse por vencidos, sin embargo, todo se vino abajo cuando tuvieron que hacerle
hueco al concepto de la palabra “sobredosis”, algo para lo que no estaban
preparados…
Entre los muchos temas a los que das visibilidad están las drogas, ese cáncer tan actual que destruye a familias enteras. Gracias por pegarte siempre a la realidad.
ResponderEliminarLos daños ocasionados por colonos contra nativos, es una asignatura pendiente. Ojalá haya valor para repararlo.
ResponderEliminarHe releído algunos capítulos anteriores y no me canso de darte las gracias por lo que me enseñas en cada uno de ellos
ResponderEliminarCada entrega es más hipnótica para mí y no dejo de preguntarme de dónde sacas conocimiento para hilar las historias, pues a mí me cuesta hasta escribir este comentario.
ResponderEliminarQue maestría la tuya. Gracias.
Sigo con interés esta historia. Sufro con los hechos tan detestables por los que están pasando los O'Neal. Me intriga la historia de la madre de Opal. Como siempre, gracias por esta nueva entrega.
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