3.
“Después, ve a las montañas y
aguarda a que salga la luna…”.
A
pesar de no contar con el apoyo y la aprobación de otros miembros de la familia,
Opal Nelson cumplió cada uno de los últimos deseos que la abuela Tillie le
pidió, cerrando así el ciclo vital de la mujer y abriendo una etapa para sí
consciente de recoger el peso de su legado. Todo ha cambiado y ahora las
reservas cuentan con autogobierno, no pagan impuestos y obtienen ingresos con los
casinos de juegos y la venta de alcohol –cosas prohibidas en muchos estados del
sur– que reinvierten en mejorar los servicios del poblado, pero en aquel
momento era diferente o al menos eso percibió ella. Por eso, aprovechando la
fecha del tercer lunes de enero, Día de Martin Luther King Jr., festivo en el
país, puso el despertador a las 3:00 a.m. y cuando sonó la alarma se tiró de la
cama con los párpados casi pegados, como si las horas de sueño no hubiesen sido
suficientes. La mochila de viaje con termo de café, varios bocadillos y un par
de manzanas, la tenía preparada en la cocina. Tras una ducha rápida y equipada
con prendas de abrigo encendió los fuegos y comenzó a preparar el desayuno a
base de huevos revueltos, lonchas de beicon crujiente, alubias, puré de patata
y un generoso vaso de jugo de naranja que sólo bebió hasta la mitad. En el maletero
de la camioneta acomodó, además de los alimentos ya citados, una falda de piel
de alce junto al hueso del mismo animal que sirvió de aguja con la que fue
cosida, dos cajas de madera, una bolsa de tela llena de piedras, una fotografía
de los antepasados en blanco y negro y un saquito con plantas medicinales tales
como: flor de colibrí, usada para la función renal o pie de gato,
muy digestiva. Mientras realizaba dichas tareas recordó un primer desencuentro
con su progenitora.
–¿A
qué huele? –pregunta la madre de Opal entrando del patio trasero–. ¿Pretendes
intoxicarnos a todos?
–Es
gordolobo –contesta la chica que todavía era una adolescente con ansias
de aprender–, y según la tradición Cherokee hay que quemar las raíces e inhalar
los humos para ayudar a las glándulas mucosas.
–¿Y
eso quién te lo ha dicho? –aunque sabía la respuesta quería escucharlo en boca
de su hija.
–La
abuela Tillie y dice también que si tomas hojas de Rosa Salvaje, al tener
un alto contenido de vitamina C previene la gripe y el resfriado,
–Lo
que nos faltaba, otra curandera más en la familia. ¡Éramos pocos y parió la
burra! –Con el tiempo y el distanciamiento los desencuentros entre Opal y su
madre fueron continuos hasta que los años y los achaques suavizaron el carácter
de la mujer.
Desde
Lenoir City, por la carretera 441, hasta el Límite Qualla, área de la Reserva
India, en Carolina del Norte, a la entrada del Parque Nacional de las Grandes Montañas, hay
87,4 millas de conducción tranquila para el disfrute y aprecio del bellísimo
paisaje que acompaña al viajero durante todo el recorrido. Cuando los primeros rayos
del sol aparecen por el horizonte Opal detiene la camioneta, se baja a contemplar
el río Oconaluftee y, aunque seguramente estará helado por las bajas temperaturas,
deja que el lenguaje de la corriente del agua fluya por las yemas de los dedos
y le hable. Tal y como recordaba de visitas anteriores atrás queda la casa la Iglesia
Baptista donde la abuela Tillie oraba por los suyos siempre que venía aquí. Un
poco más allá la llamativa publicidad de cigarrillos y Whisky, servía de reclamo para desfilar por la pasarela de tiendas de artesanía donde
comprar objetos de marroquinería, cinturones, bisutería, cerbatanas para cazar
y atrapasueños. Circula la leyenda de “Nube que trae lluvia”, jefe
Cherokee, que quiso regalarle uno a su amada y mandó talar un sauce para
fabricarlo él mismo. Cuentan que, con suma dedicación, sentado con las piernas
cruzadas, mirando al oeste, hacia la puesta de sol y apartado del poblado,
comenzó por dar forma al aro de madera, a trenzar la red interior en forma de
tela de araña y a decorarlo con plumas para que bajen por ellas los sueños que
no se recuerdan. Desde entonces Opal quiso tener uno y ahora era la oportunidad
de satisfacer su deseo. Sin embargo, antes de cumplir la promesa que la había
llevado hasta allí, paró en Qualla Arts and Crafts Mutual, Inc., para
adquirir una tela hecha a la manera tradicional por algunas mujeres nativas de
avanzada edad, también un canasto tejido a mano con cientos de hebras de caña
de río raspadas, cortadas, afiladas y teñidas con la tinta natural rojiza que
se extrae de la planta bloodroot utilizando en todo el proceso la misma
técnica antigua y transmitida de generación en generación, que llevaría de
regalo a Donna Hanks.
Una
vez adentrada en el territorio indio buscaría una cabaña construida con barro
y arcilla. Afuera, a pocos centímetros de la entrada, encontraría también un mortero
para moler maíz y, de frente, un arco colgado de la pared con el carcaj de piel
muy desgastada y las flechas en el interior. El sendero, solitario y abrupto, estaba
flanqueado de vegetación a ambos lados, Opal se detuvo para escuchar los
sonidos extraños que salían de entre la maleza y vislumbró a algunos reptiles
en movimiento al acecho de presa fácil, contuvo la respiración, recorrió su columna
un escalofrío casi doloroso y se armó de valor calculando muy bien donde pisaba
para no ser descubierta y llamar la atención de otros animales más bravos. Entonces,
metió mano en el bolsillo y apretó el collar de dientes de lobo, su amuleto
preferido que tanta suerte le había dado a lo largo de la vida. El viento, huracanado, peligroso, sacudía una rama contra otra semejante a cualquier batalla infernal.
De pronto, un cambio brusco del paisaje la situó a la intemperie de una gran
llanura donde, en caso de ataque, no tendría escapatoria. Con los músculos
contraídos y quieta como un palo, inspeccionó hasta donde le alcanzó la vista,
giró algo más a la izquierda y halló una especie de choza, abandonada y medio
en ruinas. Se acercó y según las anotaciones que llevaba, adentro, debajo de
una máscara ceremonial, junto a la cera derramada y endurecida de lo que fue
una vela, habría un croquis con la ruta a seguir lleno de símbolos y trazos
desconocidos para ella. Se le ocurrió colocarlo encima del mapa de Carolina del
Norte pero no casaba en ninguna posición, sin embargo, entender aquel pedazo
de papel era satisfacer el último deseo de la abuela Tillie.
Tayen
McDaniel, conocido en el territorio indio como Trueno Veloz, jamás había salido de aquellos parajes como tampoco lo hicieran sus ancestros ubicados allí. Arraigado a
las costumbres de su pueblo transmitidas de generación en generación, es
organizado, religioso, espiritual, respetuoso con la Madre Tierra, con los
semejantes o expresándose a través de la danza que simboliza su cultura. Las
montañas onduladas, con su neblina azul, aportando al paisaje tonos grises configurados
con el vapor emanado del parque, son el lugar sagrado donde habitan los
espíritus de quienes se fueron y también un refugio para los wapitís, ciervos
canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento. A veces, en la cúspide
más remota, rodeado de la soledad más absoluta, recuerda la noche que, siguiendo
la tradición de su pueblo se convirtió en adulto. Los primeros brotes de la
adolescencia comenzaban a aparecer y, el padre, al darse cuenta, le cogió de la
mano y se lo llevó al bosque. Una vez allí le vendó los ojos y le obligó a sentarse
en un tronco donde permanecería sin moverse, ni pedir ayuda o auxilio. El miedo
terrorífico a la oscuridad, el roce en sus pies de algunos roedores reales o
imaginarios, aullidos que, aunque lejanos, sonaban a pocos centímetros y la
sensación de ser arrastrado con fuerza por una garra áspera, peluda, le
hicieron pasar las horas más difíciles de su vida. Finalmente, cuando en la luz
del amanecer irrumpieron los rayos del sol, se quitó la venda, parpadeó y vio que
su padre había permanecido junto a él durante toda la noche protegiéndolo de
cualquier posible peligro.
–Hijo
mío, has pasado la prueba y ya puedes presentarte como un hombre ante los
ancianos de la tribu –a partir de entonces Trueno Veloz nunca más se sintió
solo.
–¿Por
qué no dijiste que te quedabas?, he pasado un miedo espantoso –pero el hombre
obvió la pregunta.
–Volvamos,
tu madre debe estar nerviosa y ya sabes que no puedes compartir la experiencia con otros
chicos, a ellos también les tocará, siempre se ha hecho así y debe continuar, forma
parte de nuestra historia –dijo tajante.
Tayen
McDaniel pescaba pacientemente en el río Oconaluftee una o dos veces por semana para alimentarse no sólo de caza. Después, en un lugar apartado, lejos de todo
circuito turístico, cercano a donde vivía, se recogió el pelo en dos largas
trenzas colocando en una de ellas una pluma de águila que simboliza equilibrio.
Encendió una hoguera, cruzó las piernas y, sentado en el suelo, esperaba a que
las llamas tomasen altura, entonces, preparaba un bastón ensartando en él una
trucha para asar que luego devoraba con apetito. Sin embargo, la respiración acelerada
de alguien acercándose cambió el compás de la rutina. Apagó el fuego vertiendo
la taza de café aún sin probar y permaneció atento. De repente, a través de la
cortina de polvo que levantaron las fuertes pisadas de un par de botas vaqueras,
apareció una silueta de mujer portando una voluminosa mochila a la espalda.
–Ando
desorientada –confesó Opal Nelson.
–Pues
se ha alejado un poco de la zona comercial –dijo Trueno Veloz,
acostumbrado a que más de un visitante se perdiese por ahí con la esperanza de
encontrar auténticos souvenir.
–No,
eso no me interesa, busco concretamente esto –mostró el plano encontrado en la
cabaña–, pero no entiendo nada.
–¿De
dónde lo ha sacado? –preguntó curioso–, es un silabario bastante antiguo.
–Es
una larga historia.
–No
hay prisa –algo muy especial de la misteriosa mujer le atrajo muchísimo.
–La
abuela Tillie… –Desde sus recuerdos más primarios narró todo cuanto debía
cumplir, y no sólo por la anciana, sino para quedarse en paz consigo misma. Cada
pocas palabras hizo pausas para tragar el nudo de la garganta o simplemente
llenar los pulmones con aquel aire tan puro.
–Va
a emprender una aventura colmada de sentimientos y emociones, pero también de
generosidad ya que una vez realizado el ritual entregará el espíritu de su abuela
a las montañas.
–Sí,
y habrá merecido la pena –a punto de marcharse volvió a mostrar el viejo papel.
–¿Ve
aquella colina? –señala de frente–, pues justo detrás está el terreno marcado
en el plano. Hasta llegar a la cumbre es complicado sino lo conoces bien, hay
desniveles engañosos que parecer aptos para senderismo y en cambio son
precipicios.
–Comprendo,
aun así voy a hacerlo, voy a cumplir esta promesa, cueste lo que cueste.
–Entonces
iré con usted hasta la parte llena, desde ahí ya no hay obstáculos y podrá continuar
sola si así lo desea –ella asintió
–En
marcha pues.
La
pendiente era menos pronunciada de lo que parecía y, aunque Opal Nelson no
estaba acostumbrada a hacer largas caminatas subió mejor de lo esperado. Una
pasarela de hojas caducas alfombraba la senda que conducía a la cima. Muy a lo
lejos, la caída de agua en cascada alivió y refrescó su frente mientras un
salpullido de gotas de sudor resbaló por la ropa interior dejándole la piel
pegajosa y molesta. De pronto recordó que la estantería metálica vertical para
la maestra de escuela todavía no había llegado, por tanto, el lunes sin falta
reclamaría el pedido. Tayen McDaniel iba por delante apartando ramas de árbol
atravesadas en el camino, se detuvo en seco, miró otra vez el mapa, consultó la
dirección del aire, la posición del sol medio ocultándose, los posibles desprendimientos que
pudiera haber y, dejándola ubicada retomó el diálogo:
–A
partir de aquí, orientándose siempre rumbo Sur, debe buscar una roca de tipo
arenisca en color gris con sombras violeta.
–¿Cómo
sabré cuál es? –preguntó inquieta.
–Tiene
esta misma inscripción –señaló los símbolos del reverso del papel.
–¿Y
si me equivoco? –dijo bastante preocupada.
–No
lo creo. Déjese guiar por el corazón y el instinto, a los indios eso nunca nos falla
–esbozó una amplia sonrisa.
–Ya
veremos.
–Si
se ve en apuros encienda esto para que el humo suba alto –le dio un envoltorio
con una especie de mecha en el extremo–, así sabré que necesita ayuda.
–Lo
haré –Trueno Veloz, el indio Cherokee, cuyo hábitat es el bosque
desapareció detrás de la niebla.
Unas
millas más allá la humedad era mayor. Aunque Opal Nelson acusaba el agotamiento,
debía cumplir el cometido que la había llevado hasta allí. Así que, optó por parar
un instante, reponer fuerzas con las deliciosas galletas sureñas que nunca le
faltaban y llenar los pulmones para reanudar la marcha. Según Tayen McDaniel
vería pronto a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos
amarillos. No se equivocó, ahí estaba esperándola: señorial e imponente. En su
lado oeste, una vez retirada la maleza, encontró la gruta donde depositó
la falda de piel de alce de la abuela Tillie, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy
antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales, la
plegaria aquella que llevaba escrita de difícil comprensión para ella. A la salida
colocó unas piedras para ahuyentar a las alimañas y, de ese modo, finalizó el ciclo
de aquella mujer poderosa que, además de vivir por y para la familia, lo hizo
también con el propósito de encontrar respuestas a su alianza emocional con la tribu
de los Cherokee. Sin embargo, le correspondería a Opal Nelson, su nieta,
encajar las piezas del complicado y misterioso puzzle…
Los
cuatro hijos varones de Donna Hanks residen cada uno en un extremo del país. Atraído
por la industria del petróleo el pequeño se estableció en Texas donde es capataz
de cuadrilla; el penúltimo se fue a Wisconsin a ocupar el puesto de monitor en
una estación de esquí; el mayor partió a Illinois a ejercer de pastor en la Iglesia
Evangélica Luterana, en el barrio de Riverdale, que cuenta con la
población más pequeña de Chicago y el más tardío en abandonar el hogar familiar
resultó ser el segundo quien, al poco de morir el padre, cuando asistía al Festival
de la Música Country en Nashville, se enamoró de una joven de Montana que estaba
de paso en Oak Ridge y, siendo él como era, enfermero de profesión, buscó empleo
en la capital de Billings y se fueron juntos. A partir de entonces Donna Hanks se
enfrentó a la soledad de las habitaciones cerradas, a la ausencia de voces, a
los muebles que crujen en la inmensidad del silencio, a las cenas con la sola compañía
de la reposición de la serie de televisión Bonanza, disfrutando de Hoss
Cartwringht, el grandullón y más noble vaquero del rancho La Ponderosa,
interpretado por Dan Blocker, uno de sus actores favoritos. A un solo cubierto
en la mesa, a la nevera organizada en raciones individuales, a los trozos de pan
aprovechables de la víspera anterior y a poner la lavadora muy de tarde en
tarde. Poco a poco las llamadas por teléfono también perdieron la frecuencia
semanal del principio, ni siquiera supo que uno de los hijos se había divorciado
y que otro perdió el empleo por problemas de alcohol.
–Hijo,
mientras que vosotros estéis bien y los niños también, yo lo estaré –manifestaba–.
Ahora es tiempo de hacer conservas de hortalizas para todo el año, así que, entre
eso, la lectura de la Biblia y la música de Dolly Parton los días pasan casi
sin darme cuenta.
–Y
los western que no te cansas de mirar, ¡eh!
–Claro.
–No
obstante, estaríamos encantados de que vivieses con alguno de nosotros –decían.
–No
os preocupéis, recibo visitas de amigas y de la pequeña Aretha O’Neal, aún no
me veo en Patroit Hill Assited Living, pese a ser una de las mejores residencias
para mayores ubicada a las afueras de la ciudad. No, creo que todavía seguiré
aquí, en mi hogar, apegada a mis cosas, hay mucho por hacer.
–Mamá
tengo que colgar, me esperan en una reunión.
–Claro,
cariño. Cuídate mucho. Te quiero. Hasta pronto –y cortaba la comunicación con
lágrimas en los ojos.
La
mañana que amaneció sin dolores en la rodilla cogió la vieja camioneta, repostó
en la gasolinera que hay en el 1199 Oak Ridge Turnpike, frente a la
farmacia Walgreens –segunda cadena más grande de Estados Unidos– donde
tenía unas medicinas pendientes y, sin prisa pero con determinación, se
incorporó a la carretera Interestatal 75 y enlazar después con otras hasta
llegar a Knoxville donde almorzará en su restaurante favorito.
Para alguien como yo que desconoce las costumbres y cultura cheroqui, siento gran curiosidad por saber más y admiración por ti con tu capacidad para introducirnos en la magia de lo desconocido. Enhorabuena, nena. Un beso
ResponderEliminarAdentrarse en esta historia es constatar lo crueles que somos a veces los seres humanos con el contrario, con el diferente y, la que está cayendo en el mundo, leerte es un bálsamo.
ResponderEliminarTu capacidad de exposición es admirable, así como también lo es la precisión de datos y paisajes.
ResponderEliminarHace ya varios relatos que te sigo pero con éste me has atrapado por completo.
ResponderEliminarMe gusta todo lo concerniente a las razas, sus habitats y costumbres.
La india, quizás por las pelis a las que me llevaba a ver mi padre, siempre me ha fascinado, su valentía, sus ritos....
Por tus descripciones exhaustiva de los detalles más ínfimos debo darte un millón de gracias, a riesgo de ser repetitiva, me transportas, lo vivo.
Sentarme relajada ante tu nuevo capítulo, con una taza de café (solo, por supuesto), me lleva a viajar con la imaginación a esos lugares que tan bien describes. Muchas gracias por regalarnos este rato de evasión y disfrute.
ResponderEliminar¿Algún problema social que ignores? ¿Condición humana que te resulte extraña? Me sigue maravillando tu capacidad descriptiva... En un momento creí leer al paisano D. Antonio Machado. Una gozada, escritora.
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