20.
–¿Tenéis
cigarrillos? –pregunto al grupo de chavales que morrean detrás de los árboles.
–¡Lárgate
de aquí, viejo asqueroso! ¡Qué, abuelo! ¿Se te pone dura mirándonos? –dice
amenazante uno de los chicos.
–Pero
si sólo quiero un pitillo –exclamo como alma en pena.
–¡Sí,
seguro! ¿A que te doy una hostia, imbécil? –suelta el más bravucón.
–Dejadle,
coño, es un pobre hombre inofensivo –interviene una chica pendiente del móvil.
–¿Inofensivo?
Es un muerto de hambre, un despojo, un malhechor. Un… –Esas palabras de
desprecio me hieren profundamente, así que, girando sobre los talones avanzo
hacia la incertidumbre de otra ruta diferente.
El
hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company ha vuelto
a ser abuelo. La primera mañana de la primavera en curso, arrastrando la resaca
de semanas atrás por el fuerte temporal de lluvias torrenciales, frío más
propio de otra época del año y viento huracanado cruzando Michigan de norte a sur,
viene al mundo con cuatro kilos trescientos gramos una bellísima niña de piel mestiza,
pelo castaño ensortijado, ojos verde aceituna, grandes y expresivos, dedos rollizos,
cara sonriente de facciones perfectas y el orgullo de llevar con mucha dignidad
el mismo nombre de la bisabuela. La habitación del Detroit Medical Center,
donde madre e hija se recuperan del esfuerzo librado en el paritorio, está llena
de peluches, cajas de bombones, diminutos zapatos hechos a ganchillo y gente
allegada que no quiere perderse el fantástico ejercicio de buscar en la criatura
parecidos familiares, sobre todo de la rama afroamericana. El flamante padre,
profesor de literatura en la escuela superior y entrenador del equipo infantil
de béisbol del vecindario, es descendiente de irlandeses afincados en Estados
Unidos desde el siglo XIX, cuyos lazos interraciales estrechados entonces, consolidaron
una comunidad de inmigrantes blancos y negros donde la aceptación y la
inclusión del otro fue fundamental para llegar al mestizaje de ahora.
–Cariño,
estás agotada y aquí somos muchos –dice el pletórico abuelo besando la frente
de quien siempre será su pequeña–. Enseguida despejo esto.
–No
molestan, participan de nuestra alegría. ¿Dónde está mamá? –pregunta la joven con
la sensibilidad a punto de romper.
–Vendrá
más tarde con tus hermanos –dice el marido buscando la aprobación del suegro
cuando en realidad está en observación tras sufrir un desmayo por la larga
espera.
–Ya
sabes cómo es tu madre –dice quitando importancia a la ausencia de su esposa–, que
al final ha de controlarlo todo.
Mientras,
y convencido de que se trata tan sólo de una bajada de tensión, el hijo de
Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, con la vista perdida
en el horizonte, recuerda el sacrificio de sus antepasados cuando, sangrándoles
la piel desgarrada del látigo empuñado por el amo, se deslomaban en los campos
de algodón bajo el marco de la esclavitud. De niño, llegando a esconderse
debajo de la cama, escuchó historias terribles de monstruos que sacaban de
noche a las niñas y a los niños para llevárselos al mercado de esclavos en donde
los vendían por un buen puñado de monedas. Durante años, por si acaso le tocara
también a él, durmió con su fiel perra Mitumba a los pies de la cama, llamada
así en honor a los montes del Continente Africano que hacen frontera con la
República Democrática del Congo, Burundi y Ruanda. Absorto en los pensamientos y
con sensación de estar cerrando una etapa con la muerte de su madre y abriendo
otra con el nacimiento de la nieta, no se ha dado cuenta de que con mucha diplomacia,
una sanitaria ruega que salgan de la habitación porque la bebé va a iniciar la
fantástica aventura de mamar…
–A
ver cómo se porta esta preciosidad –dice la enfermera sacándola de la cuna y
colocándola en el pecho de la madre.
–Papá,
tú quédate –el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company
se sitúa junto a la cama y asiste al hermoso espectáculo de vida que ocurre
delante de él y lamentando no poder compartirlo con sus seres queridos ya
ausentes.
El
reverendo Bob W. Perkins junto a las feligresas y los feligreses más
comprometidos, han preparado una fiesta de bienvenida a Megan Aniston para
celebrar su salida del hospital. Acompañada de los dos nietos acude a la
Iglesia para pedir oraciones por toda la gente que ha cuidado de ella, desde el
personal de limpieza y mantenimiento, hasta el de cocina, el administrativo, auxiliares,
camilleros y demás profesionales titulados que apostaron por sacarla adelante. Ajena
a la sorpresa que está a punto de recibir y dispuesta para asistir al estudio
semanal de la Biblia, entra en la sala todavía vacía, le resulta extraño. Concentrada
para la meditación cierra los ojos y repasa de memoria algunos pasajes
evangélicos.
–¿Qué
haces aquí tan sola? –pregunta desde la puerta un chico cuya labor es
llevársela a donde la están esperando.
–Haciendo
tiempo hasta que lleguen los compañeros, no tardarán. Quédate, si quieres.
–A
lo mejor no vienen, ahora se reúnen allí –señala con el dedo–, cerca del porche.
–Bueno,
igual ya no –el otro, inquieto, busca la mejor manera de convencerla.
–¿Hace
mucho que vienes? –pregunta Megan.
–Un
poco.
–No
nos habíamos visto, he estado enferma y hoy es mi primer día después de muchos
meses.
–¿De
veras?
–Sí,
figúrate, casi no me acuerdo de nada.
–Comprendo,
pero se te ve estupenda –desesperado juega uno de los últimos cartuchos–. En
serio, hágame caso, ya no se reúnen aquí.
–Bueno,
está bien. Vamos, pues. –La emoción asalta el corazón de la mujer cuando ve a
sus compañeras y compañeros, a las voluntarias y los voluntarios de Pope
Francis Center y a su hija agasajándola como nunca antes nadie lo había
hecho. Entonces piensa en el equipo de urgenciólogos que pusieron los primeros
parches a su debilitada vida, en la doctora Violeta Reyes, directora de la
Unidad de Cuidados Intensivos que en lo peor del covid la mantuvo como pudo en
una cama asignada quizá para otra persona más joven, en Nathan Trembley, hoy
gerente del Detroit Medical Center, y en aquel momento jefe de Medicina
Interna quien no escatimó gastos ni esfuerzos con ella, a la hora de derivarla
a otras especialidades, en la enfermera Gómez que la traía pastelitos de su
casa, y en tantas y tantos por los que se siente eternamente agradecida y en
deuda.
La
manzana donde estuvo ubicada la Motors Carson Company ahora es un solar
abandonado, un basurero a las afueras de la ciudad en donde apenas queda civilización
excepto una camada de ratas campando a sus anchas por encima del suelo cubierto
con cristales rotos. Sobre montículos de escombro y maletas rotas que alguna
vez transportaron deseos, descansa parte del luminoso con el logo de la empresa
fundada por George Ayden Carson, mi abuelo paterno. Si soy sincero, pese a las
rozaduras de los talones que me impiden avanzar, el camino ha sido largo hasta
llegar aquí, donde concluye un viaje ya sin retorno, una etapa de vida fructífera
en un sentido y traicionera en otro. Confieso que si hago balance desde
entonces acá destacaría mi arrogancia teniendo los bolsillos vacíos, la
superioridad con la que he tratado a quienes han querido ayudarme, la falta de valor
no aceptando mi condición de pobre, el orgullo siempre a la defensiva maquillando
una posición social que ya no ocupaba, renegando de mis raíces, ejerciendo la supremacía
blanca, mostrándome valiente cuando en realidad siempre fui un cobarde sin
agallas. En definitiva, la radiografía de un hombre frustrado. Nunca me he
parecido, ni en el fondo ni en las formas –en cuanto mamá podía me lo echaba en
cara–, a mis hermanos Colorado Sprint y Dakota, dos seres alegres cuyo periodo vital
fue muy corto. Aunque en la infancia los acompañé en ciertas travesuras pronto
ocupe el sitio asignado para mí: era el primogénito, el elegido, el
representante, el invitado en la sede del Partido Republicano, el más listo de
la familia, el jefe, el heredero. Pero ahora estoy cansado y viejo, y nada de
aquello ha merecido la pena. Sentado en un bloque de ladrillos unidos por el
cemento sin deteriorar, aguardo a que se eche la noche. La luna tímida, en
cuarto menguante, tiene cara de frío, apenas siento los dedos, tampoco la
respiración, la escarcha ha engominado el poco pelo que me queda, cierro los
ojos y me dejo llevar por el abrumador silencio…
–Perdonen
–pregunta Christopher con cautela–: ¿han visto a este hombre? –lleva una
fotografía mía sacada de internet.
–Sí,
yo sí, pero la información no la doy gratis –saca unos dólares que el otro le
arrebata.
–Por
el puente MacArthur, ya sabe, el que cruza el río Detroit.
–¡Pero
cómo va a ir por ahí! –dice otro homeless– Que no, amigo, vaya hacia
Franklin Park, acabo de cruzarme con él.
–Imposible,
está en el distrito financiero…
–Querido,
es inútil, llevamos así semanas y no damos con él –dice el marido de
Christopher–, es como si se le hubiese tragado la tierra.
–No
pienso rendirme, vete a casa si quieres –dice con notable tristeza.
–Vayamos
de nuevo a los hospitales.
–Espera,
tengo una corazonada. Sube.
Arranca
el auto y va hacia la dirección que recuerda haberle oído comentar a Ayden. La
circulación a esa hora es intensa, sobre todo en las avenidas y bulevares más céntricos,
por eso, para evitarlo, bordea un amplio perímetro hasta que se ve obligado a
aminorar la marcha. Oficiales del sheriff del condado de Wayne y del
Departamento de Policía acordonan el acceso a esa zona y desvían el tráfico al
carril contrario. Christopher se mete por callejones estrechos presumiblemente
peligrosos, tomados por delincuentes y drogadictos dispuestos a llevarse a
cualquiera por delante.
–Chris
–advierte su pareja–, nos van a rajar. La verdad, no sé qué pretendes.
–Enseguida
llegamos –dice tranquilizador.
–Oye,
allí hay mucho jaleo, está la televisión.
–Salgamos
de dudas. –Bajan del coche y preguntan a uno de los periodistas a punto de
salir en antena.
–¿Qué
ha pasado?
–Han
encontrado a un mendigo tendido sobre aquellas ruinas –señala al horizonte.
–¿Quién
es? –preguntan
–Nadie,
va indocumentado.
La
presión en la boca del estómago de Christopher levanta sus nervios, de repente
ha dejado de ver y de oír a su alrededor las voces que le piden calma y
alejamiento. Agentes del FBI custodian el cuerpo a la espera de que el juez levante
el cadáver semi tapado con una manta.
–Oiga,
aquí no puede estar.
–Es
que… –balbucea.
–Váyase,
por favor.
–No,
yo…
–¿Le
conoce? ¿Puede identificarle?
–Sí…
–Señor
–llaman a la persona al mando poniéndole al corriente.
–Está
bien, díganos.
–Es
Ayden Carson, director de la Motors Carson Company, una de las mejores
industrias automotriz que ha tenido la ciudad de Detroit. –Las lágrimas ahogan
la garganta de Christopher mientras nota la mano de su marido apretando la
suya. Cae la lluvia, fina y persistente, hundiendo en el barro el cuerpo del
amigo. Un avión, en posición de descenso, cruza el cielo adornándolo con pequeños
destellos de luces rojas e intermitentes, para, segundos después desaparecer en
la oscuridad.
–Hasta
que se lo lleven quédense ahí –dice uno de los agentes
–Claro.
–¿Llama
usted a los familiares?
–No
tiene a nadie, yo me hago cargo.
A
los pocos días, el hijo de Joanne, Christopher y Megan Aniston llevan hasta el
mirador desde donde se contempla el skyline de Canadá, las cenizas de
Ayden Carson, ese hombre que gastó buena parte de su energía en demostrarle al
mundo que era un tipo borde y huraño…
Feliz verano para ti también y gracias por la historia tan entrañable y bien cantada que nos has regalado. Un beso, nena.
ResponderEliminarUn final que da visibilidad a la tragedia que sufren algunas personas, cuando pierden la posición social que creyeron les colocaban por encima de cualquier contratiempo. Felicidades, has resuelto muy bien la historia. ¡Hasta septiembre!
ResponderEliminarQue bien descrito en todo el relato el falso orgullo y la soberbia de creerse superior para no pedir sopitas, también los sentimientos de las buenas personas, que haberlas hay las que diría aquel.
ResponderEliminarGracias por todo el viaje que me has hecho recorrer.
Descansa y coge fuerzas, te esperamos siempre 🤗🤗
Llegamos al final de esta historia que nos has hecho recorrer como si estuviéramos allí en Detroit.
ResponderEliminarGracias por compartirla con nosotros. También enhorabuena por el trabajo bien hecho.
Ya desearte un buen descanso del verano y esperamos tu siguiente historia.
Hasta el otoño
Con un día de retraso me sumo a los comentarios que ya hay y aporto mi admiración por ti, por el trabajo bien hecho y por las cosas bien contadas. Gracias y... ¡Qué largo se me va a hacer hasta septiembre!
ResponderEliminarHay un refrán que dice: "Bien está lo que bien acaba". Ya estoy ilusionado con la llegada de Septiembre y el nuevo relato porque superará, cosa difícil, a los anteriores... Que tengas un buen verano, suerte y salud, amiga. Besos.
ResponderEliminarGracias por regalarnos esta estupenda historia repleta de sentimientos que tan bien sabes transmitir. Enhorabuena por tu magnífico trabajo, ahora toca esperar el siguiente. Descansa , coge fuerzas y pasa un feliz verano. Besos
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