3.
El accidente cerebrovascular que sufrió
papá paralizó su lado derecho y parte del izquierdo, necesitando ayuda permanente
las veinticuatro horas del día. Mamá no lo llevaba bien y buscaba excusas tontas
o largos viajes que la mantenían fuera de casa el mayor tiempo posible. En
cuanto a nosotros, inmersos en nuestros quehaceres y diversiones, tampoco
podíamos ocuparnos de él. Así que, entre el ama de llaves y el jardinero se las
apañaban para cuidarle. De lunes a viernes venían dos enfermeras, le aseaban, cambiaban
la sonda, hacían analítica, cura de escaras y ejercicios en brazos y piernas
para que las extremidades no se le quedasen rígidas. Durante el fin de semana lo
hacía una suplente. Esa mañana cuando se acercó a la cama descubrió que ya no
respiraba, era su primer cadáver y perdió los nervios. Alarmados por las voces
que salían del dormitorio, entraron mi hermana Dakota seguida por Brody quien trató
de reanimarle, en vista de que no, llamaron a emergencias, pero nada pudieron
hacer ya que llevaba varias horas muerto, según recogió después el informe de
la autopsia. El entierro fue multitudinario, miles de personas se dieron cita llenando
bulevares, plazas y avenidas donde no cabía un solo alfiler para despedir al
magnate de la industria automotriz que, agradecidos y eternamente en deuda con
él, había proporcionado riqueza y publicidad no sólo a la ciudad de Detroit,
sino al conjunto del estado de Michigan.
No
habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando todos los miembros de la familia,
además de Emily, fuimos citados en el despacho del abogado donde se dio lectura
del testamento. Siguiendo las indicaciones del testador primero informó al ama
de llaves de que iba a recibir en herencia una humilde parcela, rica en
agricultura, en la villa Ashley, en el condado de Gratiot, adonde
podría iniciar una nueva vida sin depender de nadie.
–Si
es tan amable ya puede salir, por favor –indicó el letrado mirándola por encima
de la gafa.
–Vuestro
padre estaba loco de remate, mira que dejarle a la criada una de las tierras que
nos corresponden –su enfado no era propio en una viuda afectada–. ¿Se puede
impugnar?
–Me
temo que no, señora.
–Pues
que queréis que os diga –saltó Dakota–, lo veo justo porque ha cuidado de él en
la recta final de su vida.
–Sigamos:
a mis hijos pequeños les dejo una asignación económica que sólo podrán gastar
en estudios y que será administrada por mi representante legal. Es decir, un
servidor. En cuanto a mi esposa, continuará viviendo en la casa hasta que se
venda o contraiga matrimonio de nuevo.
–¡Qué
disparate! –mamá entraba en cólera– ¿Cómo que hasta que se venda? ¿Y de las demás
propiedades no pone nada?
–Lamento
comunicarles que no queda ninguna, se deshizo de la mayoría de los inmuebles para
paliar algunas deudas de la empresa –informó el letrado
–¿Y
el dinero que había en el banco? –preguntó ella.
–Hubo
que pagar a diversos acreedores. El señor Carson, desestimando el consejo de
nuestro bufete, apostó por un negocio en el mercado oriental que jamás prosperó,
de modo que, para pagar a los trabajadores, deshizo poco a poco las operaciones
de inversión.
–¿Quiere
decir que estamos arruinados?
–No,
hay que superar esta mala racha vendiendo muchos automóviles. –Pero tanto él como
yo sabíamos que el mercado estaba hundido.
–¿Cómo
no nos has dicho nada? –oí por boca de los tres–. ¿Eras cómplice de papá?
–Es
la primera noticia que tengo.
–Oigan,
arreglen sus diferencias después y continuemos. A Ayden, el mayor de los tres, le
dejo al frente de la Motors Carson Company para que, siguiendo las directrices
que he dejado marcadas mantenga el estandarte de nuestro apellido en el lugar
que corresponde. Y, por último –añadió el letrado–, hay una cláusula que se
refiere a Dominic, el jardinero.
–No
fastidie –interrumpió mamá–. ¿Para esté también nos ha reservado alguna
sorpresita?
–No,
textualmente dice muy claro que, mientras viva, deberá continuar con ustedes.
–Al
final va a resultar que el viejo tenía corazón para los de fuera –irrumpió mi
hermano Colorado Sprint– y bastante mala leche con los de dentro. –Abandonamos el
despacho por separado y lo hicimos silenciosos, defraudados, insatisfechos, traicionados
por aquel ser caprichoso que siempre se salía con la suya, pesase a quien pesase.
Durante
las siguientes semanas desentrañé la verdadera situación de la empresa
sumergida en un pozo al que ya no le quedaba ni una sola gota de agua. Una
tarde cuando regresé a casa encontré a mamá quemando papeles. Rescaté de sus
garras cuantos pude, los ojeé y, sinceramente, no entendí nada. También hallé
un par de libros de registros con inexplicables errores en las partidas. Lo
cogí todo y volví a la oficina. Entonces descubrí una contabilidad paralela, impago
de facturas, devolución de cheques sin fondo y lo que es peor aún nuestra
reputación en entredicho.
–¿Desde
cuándo estamos así –pregunté al hombre de confianza de mi padre– y por qué usted
no me ha puesto al corriente?
–Cumplía
órdenes del señor Carson. Mire, yo no quiero problemas, si me dicen que pinte las
paredes de amarillo, yo las pinto, que haga un seguimiento a un cliente, y lo
hago, que declare en contra de quien sea, y declaro. A mí el amo que me paga enseguida
soy su fiel guardián.
–Muy
bien. No obstante, aclaremos algunas cosas: él ya no está y ahora mando yo.
–Por
supuesto, y con gusto seré también sus ojos, sé cómo manejar al ganado para que
no se disperse y a las ratas financieras.
–Es
que no le quiero cerca, su contrato especifica que es montador de tapicerías y ahí
va a volver.
–Puedo
hacerle mucho daño a la compañía si destapo todos los asuntos sucios que
conozco.
–Atrévase.
¡Vamos, hágalo! ¿Quiere ir a los tribunales? ¿Acaso no sabe que el viejo se
cubrió muy bien las espaldas y la única firma que figura en los trapicheos es
la suya? ¿Se las da de listillo y no vio venir la jugada? ¡Qué decepción! –Giré
sobre mis talones y le dejé con la palabra en la boca. Notaba la fuerza de una
corriente empujándome hacia un precipicio por el que todos esperaban que me
despeñara, sin embargo, el reto era demostrar que iba a reflotar el barco.
–Joanne,
convoque mañana a los jefes de departamento a una reunión –dije a la secretaria–
y consígame los movimientos bancarios actualizados.
–De
acuerdo. ¿A qué hora les digo?
–A
las 8:00 a.m. ¡Ah!, otra cosa: anule las citas de los próximo quince días.
–¿La
del Gobernador también?
–Por
supuesto, recibirá el mismo tratamiento que los demás. ¿Alguna objeción al
respecto? –sonreí y continué–. También quiero revisar los documentos de los
últimos veinte años.
–¿Todos?
–Sí, que alguien de administración la ayude.
–No es eso, jefe.
–¿Entonces
cuál es el problema?
–Pues
que la mitad de ellos están guardados en la caja fuerte del sótano y no tenemos
acceso.
–Explíquese
porque no me entero.
–El
señor Carson y él –refiriéndose al hombre con el que yo acababa de hablar–
mandaron instalarla allí y sólo ellos conocen su contenido. –Me sentí ridículo
ante su mirada de compasión por tener delante de sus narices al director de
empresa más ninguneado de la historia de los Estados Unidos de América. Fui a la
sala de montaje, busqué al individuo en cuestión y, junto con cinco compañeros
más, le exigí que nos condujese hasta aquel laberinto de pasillos que desembocaban
en un cuarto donde antes estuvo el antiguo depósito de agua y ahora una caja de
hierro ensamblada entre ladrillos.
–Ábrala,
deme la combinación y espere arriba –dije autoritario.
–Imposible,
juré sobre la Biblia que bajo ningún concepto da…
–Haga
lo que le digo o llamo a seguridad.
–No
se ponga así, muchacho. Allá su conciencia. –Con dedos ágiles giró la rueda varias
veces a derecha e izquierda, hasta que se desbloqueó el pestillo con un sonido
ronco.
–Recoja
sus cosas, está despedido. –Tardamos más de dos horas en llevar a mi despacho enormes
archivadores, carpetas, sobres lacrados, facturas falsas, abales de propiedades
inexistentes, inversiones de amigos, conocidos y allegados que confiaron sus
ahorros a mi padre con la esperanza de duplicarlos y tenerlos a buen recaudo en
paraísos fiscales, sin saber que nunca llegarían a tal destino.
–Redacte
una carta de despido, Joanne.
–Ya
lo hice.
–Deme
que la firmo y márchese a casa.
–No
tengo prisa, puedo quedarme y le ayudo.
–No,
de verdad. Muchas gracias, esto he de hacerlo solo, hemos tenido un día muy largo
y mañana la quiero fresca.
–Ayden
–la miré con actitud paciente–, me alegro de que esté usted al mando y de
perder de vista al tío ese, es un prepotente maleducado que no soporta que una
mujer como yo esté al frente de puestos de trabajo que según su criterio sólo
pueden desempeñar los hombres.
Durante
toda la noche puse orden en las notas que fui tomando pero la conclusión es que
no iba a ser fácil salir del atolladero. Me miré en el espejo del cuarto de
baño y vi que tenía un aspecto lamentable, así que, antes de que llegasen los trabajadores
y trabajadoras, me afeité y arreglé el pelo, saqué una camisa limpia que siempre
tenía en reserva y enchufé la jarra de café para despejarme. Mi fiel secretaria ya había llegado.
–Good
morning. ¿Están esperando? –pregunté.
–Sí,
en la sala de juntas.
–Deme
un par de minutos y venga conmigo.
–Claro. –Respiré hondo, bebí la taza de café y entramos.
Agradecí
a los seis hombres haber acudido a la cita y les puse al corriente de la
delicada situación en la que nos encontrábamos prometiéndoles levantar de nuevo
la compañía por ellos, por sus familias, por mi orgullo y para que Dios guarde
a América. Sin embargo, nunca lo cumplí. Mientras recuerdo esos episodios
espero turno en la cola del hambre…
–¡Hello,
Ayden! ¿Le duele menos la espalda? –se interesa por mí el pastor.
–Igual.
–Ayer
faltaste al estudio de la Biblia.
–Tuve
cosas que hacer.
–Bueno,
celebro que estés ocupado.
–Sí,
yo también –respondí como ausente.
–Pero
no dejes de venir, ¡eh!
–¡Claro!
–Espero
verte en el próximo bautismo de creyentes, no nos falles.
Se
despide con una palmada en la espalda y conversa con otras personas. Hace diez
años que Bob W. Perkins está al frente de todo esto y desde entonces las cosas
funcionan mucho mejor respecto a la ayuda que se ofrece a los más necesitados. Vino
con su esposa y dos niños pequeños desde la costa este tras haberse formado en
Boston y Nueva York al lado de los mejores predicadores contemporáneos. Sin
embargo, quiso hacer un cambio radical y probar en el Medio Oeste sin calcular que
aterrizaba en la metrópoli hundida y que dicha decisión marcaría un futuro
quizá incierto para los suyos. No obstante, se adaptaron pronto y pelearon duro
consiguiendo que esto sea un lugar habitable donde acudimos gente muy dispar,
cada uno con su fracaso a cuestas, con lo que fue y ya no será, con las ropas
rasgadas y el corazón endurecido, con la esperanza desaparecida igual que el
paisaje donde crecimos. Hay quienes buscan dentro de este espacio sentirse
seguros, otros el prestigio y respeto perdidos y algunos prestar un servicio desinteresado
a la comunidad, pero todos, de una manera u otra, herramientas tangibles con
las que reconfortar el espíritu. Aquí he conocido a Megan Aniston, una mujer de
color a la que el destino no le ha sonreído demasiado. Días antes de cumplir la
mayoría de edad ya tenía encima a su primer marido, dejándola viuda a los dieciséis
meses de casados y preñada de cinco. Su segundo esposo fue un alcohólico que desaparecía
del hogar largas temporadas y, cuando volvía cada diez meses, era para embarazarla
y empeñar las pocas cosas que quedaban intactas. De manera que, con seis hijos
a su cargo y para que los servicios sociales no se los quitara, empezó a
trabajar en un restaurante de comida rápida donde se tiraban muchos alimentos
que nadie había tocado y que los camareros aprovechaban. Así que, de repente,
un sabroso surtido de aquello que más les gusta a los niños y a las niñas completaba
sus cenas. Una noche, al término de la jornada, con el salón recogido y listo
para el día siguiente, la policía la esperaba en la puerta. El dueño, más preocupado
por su reputación que por la presunta detención de la empleada, rogó que se
alejasen del recinto, pero en ese mismo instante el agente acababa de comunicarla
el accidente mortal de automóvil sufrido por su marido. El tercero fue un
cliente asiduo que acodado en la barra solo bebía botellas de soda y también la
llevó al altar vestida de luto. Resultó ser una buenísima persona con ella y sus
hijos e hijas, pero con un peligroso hobby: las armas. Una tarde, limpiando su
escopeta, se disparó, la bala entró por la sien. Ese fue el punto final a toda
su vida conyugal.
–¿Te
molesta si caminamos juntos, Ayden? –pregunta Megan sorprendiéndome–. He de ir
a buscar a los suegros de mi hija que vienen desde Windsor, ya sabes que está delicada
de salud y no puede hacer a pie trayectos largos.
–La
calle no es de mi propiedad –digo lo más desagradable que puedo para quitármela
de encima–, haz lo que te plazca.
–¿Has
estado alguna vez en la provincia de Ontario?
–Sí.
–¡Ay,
chico!, lo que daría por conocer Canadá, bueno y el mundo entero. Cuando vienen
cuentan siempre maravillas del país. Residen en un municipio al noroeste y por
las fotos que enseñan el paisaje es idílico. En fin, una maravilla.
–No
es para tanto.
–¡Cómo
que no! ¿Y qué me dices del lago de las Montañas Rocosas? ¿Y la elegancia de
los territorios de habla francesa? No lo niegues, con esas señoras tan bien
vestidas, peinadas y maquilladas perfectamente, sin una sola arruga que
destaque y levantando el dedo meñique para tomar el té. ¿Y las cataratas del
Niágara, eh?
–Nada
que no tengamos nosotros.
–Pues
qué quieres que te diga, a mí ese glamour me fascina y preocuparse sólo de uno mismo.
–Tonterías.
–¡Eres
tremendo! Hoy he conseguido leche para mis nietos, parecen ya unos hombretones,
espero que algún día puedan largarse a otro Estado donde encuentren más
oportunidad de crecer y prosperar. El salario del padre no alcanza y mi retiro
tampoco, así que, no queda más remedio que tragarse la dignidad y hacer por ellos
lo que sea necesario. –Ya.
–También
llevo un paquete de café y algunas latas.
–¿Y
tú?
–¿Oye
no vas a dejar de hablar ni un momento? –Ignoró la pregunta.
–La
semana pasada en mi edificio murieron diez personas, el casero es negacionista
y nos ocultó que fue por COVID-19. Ese mismo día realquiló las casas sin haber desinfectado.
–¿Y,
qué esperabas, un comunicado oficial a doble página en The Washington Post?
–Hombre,
algo de empatía con el resto de los inquilinos sí, hay personas muy vulnerables
y todos pasamos por las zonas comunes.
–La
era de los blandos ha terminado.
–Aunque
te haces el duro sé que en el fondo no lo eres’. ‘Es la ley de la jungla
–¿Es
cierto que fuiste millonario y lo perdiste todo en una partida de póker?
–¡Qué
más da! No tengo por qué darte explicaciones. Bueno, hemos llegado al Riverwalk,
me quedo aquí.
–¿Por
dónde salen los automóviles que cruzan el río por debajo del túnel hasta la
aduana?
–En
aquella explanada hay un cartel bien grande que lo indica, ¿no sabes leer?
–¡Te
empeñas en ser borde y no lo vas a conseguir!
–Sí,
sí lo soy. Hasta la vista. –Doy media vuelta y me apiado de aquella buena mujer
que tiene un concepto de mí erróneo.
Cómo
explicar que cuando estás arriba y la vida discurre fácil, con peones que alisan
el camino y apartan los obstáculos, los cuellos de las camisas bien planchados,
el refrigerador siempre lleno, la perspectiva de futuro a la vuelta de la
esquina, el dormitorio caldeado, la puerta de los casinos y los reservados en el
prostíbulo a tu disposición, arribar un nuevo proyecto ilusionante o tener la certeza
de que nada irá en contra tuyo, no acabas por acostumbrarte al marasmo de los
solares vacíos que crecen dentro de ti cuando lo has perdido todo excepto la
vida. Por mucho que me empeñase en explicar que la peor catástrofe para mí ha
sido el declive de mis negocios convirtiéndome en el esqueleto arruinado que
ahora soy, nunca sería un argumento sólido para alguien cuya máxima preocupación
diaria es que los suyos no pasen hambre. Miro a mi alrededor y acepto que soy un
mendigo con excesivos aires de grandeza, otro bloque de hormigón que ha contribuido
a hundir el tejado de la gran Detroit, alimentando leyendas de plagas bíblicas
que hacen mella en la sociedad. Entonces, viéndola irse libre de rencor, siento
verdadera envidia de ella…
Además de que todo el texto está muy bien escrito y la trama consigue crear un clima de intriga para la reflexión, el papel del "ama de llaves" norteamericano lo describes perfectamente. Una vez más mi enhorabuena e invitarte a que sigas dándonos aire fresco cada dos domingos. Un beso, nena.
ResponderEliminarAdemás de lo que dice Elvira solamente añadir una cosa: gracias por escribir tan lindo
ResponderEliminarMe gusta cómo interactúan Ayden y Megan, ambos personajes prometen.
ResponderEliminarPor repetitivo que parezca tengo que darte las gracias por la abstracción que me causa leer tus relatos, simplemente me trasladan al lugar que describes. Es un lujazo.
ResponderEliminarDestacar que la frialdad de Ayden es cortina de protección y lo reflejas muy bien. Adelante
ResponderEliminarSi escribieses teatro creo que la dramaturgia sería un trabajo liviano para actores y actrices: el lenguaje de las acciones, actividades, intenciones... Los personajes son dibujados con breves pinceladas que llegan al hondón de los mismos. ¡Admirable! Besos.
ResponderEliminarAñado a lo dicho en comentarios anteriores, el placer de su lectura y recorrer la historia de Ayden. A la espera de siguientes entregas. Muchas gracias.
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