domingo, 27 de febrero de 2022

Helen Wyner

13.
 
Cuando el hijo pequeño de Coretta Sanders regresó de Mongolia lo hizo bastante cambiado. Apenas quedaba rastro de aquel joven que optó por dedicar su vida al servicio de los demás y prácticamente nada de la simpatía que siempre manifestó su rostro risueño, transformado ahora en amargura y desconfianza. Cada mañana, con la resaca del día anterior colgada de las ojeras acudía al hospital donde su padre se recuperaba lentamente de las secuelas que aún le quedaba tras la paliza recibida. A primera hora, antes de que los médicos pasasen visita, le cambiaba de postura para evitar la formación de escaras, recortaba su barba, aplicaba crema hidratante sobre la piel y, con un toque de colonia detrás de las orejas y las uñas impolutas, comenzaba el ritual de darle, con el desayuno, la medicación. Un día, mientras guardaba las cosas de aseo, Helen Wyner irrumpió en la habitación sin llamar a la puerta. ‘Lo siento –dijo, cortada–, pensé que estaría solo’. ‘No se preocupe’. ‘Perdón, no me he presentado –extendió la mano para estrechársela–. Trabajo en la misma escuela que su…’. ‘Mucho gusto –la cortó tajante–. Ya sé por mi madre lo maravillosos que son ustedes con ella y todo cuánto les ayudan. Ayer volví de Mongolia y todavía tengo jet lag. Cada vez me cuesta más asimilar las diferencias horarias’. ‘No le ponga toda la mantequilla en el panecillo –señaló a la bandeja–, a él no le gusta’. ‘Oh, vaya, no lo sabía’. ‘Un viaje muy largo, ¿verdad?’. ‘Sí, demasiado. Catorce horas y varias escalas derrumban a cualquiera’. ‘En fin, me marcho’. ‘¿Alguna otra sugerencia que deba saber con respecto a cómo cuidar de un enfermo?’. El desafortunado comentario molestó tanto a la mujer que no volvió por el hospital mientras que él estuvo allí, aunque eso no es lo que merecía su madre. Semanas después, junto al alta hospitalaria vino también el pronóstico de una convivencia rota.
          Nunca habías bebido, ¿por qué ahora? –preguntó Coretta Sanders encontrando a su hijo tirado en el suelo del jardín–. Vamos, levántate. Entremos dentro’. ‘¡Déjame en paz! ¡Qué más te da!’. ‘Soy tu madre y me importas’. ‘Necesito una copa’. ‘Yo diría que más bien una ducha. Apestas a sudor. ¡Vamos!, ya estás tardando, y luego te tomas el café que estoy preparando, cargado a ver si te espabilas’. Dando traspiés y maldiciendo los obstáculos que se interponían en su camino llegó hasta el cuarto de baño, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del agua fría. Despojado de las ropas impregnadas en whisky y lamparones de mostaza, con una camiseta limpia y pantalón tejano, pasó un papel secante por el espejo empañado de vaho. Pálido, y con algunos kilos de menos peinó hacia atrás el pelo ensortijado que ya caneaba. ‘Hola –dijo muy tímido–. ¿Saco las tazas?’. ‘No, siéntate, eres mi invitado’. ‘¡Guau! ¡Has hecho Mandazi! Hace siglos que no comía nuestros deliciosos bollitos con leche de coco, tan africanos’. ‘Bueno, la ocasión lo merece, ¿no crees?’. ‘Pero yo no, mamá’. ‘Cariño, ¿qué te han hecho?’. ‘No busques culpables, no los hay. El desencanto se ha instalado dentro de mí y nada me llena ni satisfacen’. ‘Has dejado las misiones, ¿verdad?’. ‘Sí, me sentía incómodo’. ‘No te creo’. ‘Las cosas no funcionan como aquí mamá, que uno va a la Iglesia los domingos, repartiendo paz y amor, con su Biblia bajo el brazo y las canciones aprendidas’. ‘Te he parido y sé que no piensas lo que dices. Sincérate, hijo mío, por favor’. ‘Muy bien, si eso es lo que deseas, allá tú. Atravesábamos el desierto conduciendo una caravana humana que acababa de cruzar la frontera Chica, íbamos camino de nuestro campamento para ubicarlos después en distintas regiones. Uno de los guías dijo que se acercaba una tormenta de arena y que lo más prudente sería parar y protegernos. Yo iba al mando de la expedición y decidí continuar en contra de la opinión del resto. De repente nos vimos cegados y envueltos entre cortinas de polvo, fenómenos que las bandas aprovechan para asaltar a los indefensos. Una de ellas, la más peligrosa, nos hizo frente, violaron a las mujeres y estuvieron a punto de matarnos. Me acobardé y hui –tomó aliento y vio la cara de su madre desencajada–. Cada noche sueño con amasijos de cuerpos moribundos que me piden ayuda mientras trepó una colina para alejarme lo más posible’. Se derrumbó. ‘Nosotros os educamos para ser hombres fuertes, capaces de superar las adversidades de la vida, sin rendiros, mirando siempre adelante. Te comprometiste con Jesucristo y tus hermanos y hermanas Baptista’. ‘Soy laico y no creo haberles traicionado’. ‘No he dicho eso’. ‘Pues fíjate adónde te ha llevado la empatía y generosidad, casi acaban con vosotros’. ‘Nunca actuaré en contra de mis principios y denunciaré todo aquello que considere injusto’. Desde el piso de arriba, donde el marido vegetaba en una butaca frente a la ventana, dejó escapar algunas lágrimas y carraspeó emitiendo un sonido ronco. ‘Subiré a ver qué quiere’. Coretta Sanders se apoyó con ambas manos en el respaldo de la silla, cerró los puños e invocó sus plegarias en silencio…
          La celebración del segundo juicio al excuñado de Helen Wyner transcurrió sin grandes cambios con respecto al primero, a pesar de las negociaciones in extremis de su abogado para solicitar cadena perpetua respecto a la pena de muerte. Revisadas minuciosamente todas las pruebas incriminatorias: declaración de los testigos, informe del laboratorio confirmando que los restos biológicos encontrados en la furgoneta coincidían con el ADN de la niña, autopsia detallada en la que se explicaba que la causa de la muerte fue por estrangulamiento, con claros signos de violencia, así como exámenes psiquiátricos del acusado aportados por  la fiscalía desestimando el argumento de que, en el momento de cometer el asesinato, se encontraba bajo los efectos de las drogas. También tuvieron muy en cuenta la salud mental de Beth Wyner, en cuyo historial, presentado por la acusación particular figura que, desde la pérdida de su hija encaja perfectamente en el perfil de víctima colateral. Dicho esto, y a la espera de que el juez marque una fecha, el preso seguirá en la Prisión Federal de Montgomery. ‘Si continuas en huelga de hambre vas a empeorar las cosas –dijo el letrado visitándole a petición del reo–. Sabes que pueden obligarte a comer, tienen mecanismo para hacerlo. Un cadáver antes de la ejecución no interesa’. ‘Consigue que venga mi excuñada y entonces comeré’. ‘Olvídalo’. ‘¿Has averiguado quien te contrató para que llevaras mi caso?’. ‘No. Los anticipos que he ido necesitando a cuenta de la facturación final los han hecho a través de una agencia. Hoy ha llegado el cheque por el total acordado’. ‘¿Y no hay forma de saber quién está detrás?’. Negó con la cabeza. El abrir y cerrar celdas por control remoto, con ese crujido metálico que encoge el corazón del que se queda en la jaula privado de libertad, fue el aviso de que la visita había terminado. ‘¿Hay algo que necesites antes de marcharme?’. ‘Nada’. Al poco de producirse aquel encuentro le trasladaron a la enfermería donde, en contra de su voluntad, le alimentaron por sonda nasogástrica. Una vez recuperado fue trasladado al corredor de la muerte donde esperaría la fecha de la ejecución que, para sorpresa suya se demoró menos de lo deseado. Así que, con los verdugos en sus puestos, el público asistente acomodado, el festín de la gran cena traída del mejor restaurante del condado, los invitados al espectáculo en sus butacas y la toma de dos vías en ambos brazos –reservando una por si la otra fallaba como marca el protocolo–, por donde los tres compuestos químicos de la inyección letal entrarían a su organismo, todo hacía pensar que su estancia en el mundo estaba finiquitada…
          Tal y como imaginaba Anthony Cohen, la noche del 24 de noviembre, cuando en los alrededores de la escuela, sobre las 09:00 p.m. violaron a la menor, los actores encargados de velar por el orden público cometieron varios errores muy significativos: Primero, no contrastar la versión de Daunte Gray quien declaró que tras salir de clase de piano, se encaminaba directo a su casa donde le esperaban con una tarta y adornos para celebrar sus dieciocho años. Segundo, ningunear el examen forense realizado a la víctima en el que se precisa con detalle y claridad el hallazgo de esperma en la vagina no coincidente con la genética del único detenido. Y tercero, cargarle las culpas a un inocente de piel negra con tal de no sentar en el banquillo a miembros o simpatizantes del Klan. A la caída de la tarde, después de llevar casi dos noches sin dormir y conducir las 260 millas que separan Birmingham de Foley, llegó con la determinación de descubrir la verdad y poner en libertad al muchacho. Acostumbrado a la rapidez de la vida en las grandes ciudades, le crispaba los nervios la lentitud de la gente que vive arraigada al ámbito rural, así como el lado conservador, ligado al espíritu sureño, contrario a sus ideales demócratas. Pero no estaba allí para poner en tela de juicio el sentir de las personas y sí su obligación de realizar un trabajo acorde con la justicia y la verdad. ‘Saque el expediente del chico y facilíteme la declaración que hizo –pidió al funcionario– y no la mierda de resumen que nos dieron’. ‘Es que yo, sin que lo sepa mi jefe no puedo hacerlo –respondió irónico–, compréndalo’. ‘Pues va a ser que sí porque se lo pide el FBI –dejó pasar unos segundos para que el otro lo asimilara y continuó–. Vamos, ¿a qué espera? ¡Ya!’. Acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, sin nadie que nadie le tocase las narices en la oficina, maldijo para sus adentros a aquel tipo engreído, amigo de los negros, de los perdedores y traidor de la patria. Molesto y brusco, fue al mueble archivador, tiró hacia afuera del cajón corredera y, con dedos atrofiados, separó las carpetas colocadas alfabéticamente hasta llegar a la correspondiente. ‘Aquí tiene. Cuando acabe déjelo encima de la mesa’. ‘Puede marcharse, lo cerraré todo’. ‘Pero no puedo abandonar mi puesto’. ‘No lo hace, me quedo yo al mando’. Las negligencias cometidas en la investigación eran evidentes. Se pasó por alto la coartada de Daunte Gray, corroborada por el profesor, alumnos y alumnas que coincidieron con él en la misma clase. Obviaron que, la adolescente, defendiéndose de la agresión hasta donde pudieron sus fuerzas tenía restos de piel blanca bajo las uñas y diminutos tallos de paja adheridos a sus ropas, lo cual determinó que fue forzada en un granero y abandonada después en las inmediaciones del centro escolar. Y tercero, se ocultaron las imágenes grabadas por las cámaras de una gasolinera, en las que se identificaban perfectamente cómo tres individuos metían a la chica en la parte trasera de una camioneta luciendo la bandera confederada. ‘Localice al sheriff Landon –ordenó apoyado en el quicio de la puerta– y dígame dónde puedo reproducir esta cinta’. ‘Está con su familia y no se le puede molestar’. ‘Hágalo, no me obligue a repetírselo’. ‘Ahí está el aparato de video’. ‘¡Ah!, y busque también al actual director de la escuela, quiero hablar con ambos’. Media hora más tarde llegaron dispuestos a desafiar al agente. ‘¿Cómo se atreve a ponerme en evidencia delante de mi equipo? –soltó enfadadísimo Mitch Austin–. ¿Acaso no sabe que estamos en plena campaña?’. ‘¿Es que juega a beisbol?’. ‘No diga tonterías, será el próximo gobernador del condado de Baldwin’. ‘Por favor, ponga su placa y pistola encima de la mesa’. ¿Cómo? –preguntó el policía– Aquí soy el máximo representante de la ley’. ‘Ya no lo es, ha sido relegado de su cargo. –Anthony Cohen bordeó el escritorio y, usando un tono muy institucional, dijo–Queda detenido por actuar como observador en la violación a la menor de los Perry y por contacto estrecho con el Klan’. ‘Agente, se está equivocando’. ‘Me parece que no, sheriff –cogió el mando de la tele y la puso en marcha–. Haga el favor de mirar la película. –Avergonzado y preocupado por no haber destruido el documento visual donde se le ve reír a carcajadas mientras apalean al marido de Coretta Sanders, apartó la vista del televisor–. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digan podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado y que esté presente durante el interrogatorio, si no pueden pagarlo se le asignará uno de oficio…’. ‘Quiero hacer una llamada’. ‘Sabe que el reglamento no lo permite hasta que no se le tome declaración, tendrá ocasión de hacerla en Birmingham. Por cierto, allí le esperan también sus cómplices, el hermano de la adolescente y el antiguo director de la escuela’. ‘Oiga –intervino el político–, puede decirme qué pinto yo en este asunto’. ‘Concretamente en esto, nada. Pero está acusado de obstrucción a la justicia, orquestar agresiones contra respetables afroamericanos, envalentonar a radicales que van sembrando el pánico y obstaculizar el desarrollo laboral de una de las maestras. ¿Le parecen pocos motivos para dormir también un ratito en los calabozos?’. ‘¿Se ha vuelto loco? –dijeron los dos perdiendo la compostura–. Exigimos hablar con un superior, no pensamos movernos mientras no lo hagamos’. ‘¡Oh!, por supuesto que sí. De momento, y hasta que vengan mis compañeros, a callar’.
          Mientras ocurría ese episodio, a pocas cuadras de allí, alguien se preparaba mentalmente para enfrentarse a una de las situaciones más difíciles de toda su vida. ‘Mañana ejecutan al excuñado de Helen Wyner –dijo Paul Cox a Zinerva Falzone–. ¡Qué mal trago, chica!’. ‘¿Sabes si va con alguien?’. ‘Creo que no, emocionalmente la madre no lo soportaría y la hermana, figúrate cómo está’. ‘¿Y si la acompañamos?’. ‘No sé, igual no quiere. Además, es desagradable’. ‘Hombre, pero siendo compañera sería un detalle por nuestra parte que no fuese sola, ¿no crees?’. ‘Mira, ahí viene. Mejor se lo consultamos y que decida’. ¿Hay té? –preguntó–, tengo el estómago fatal. ¿Pasa algo?’. ‘Dentro de esa caja de hojalata hay infusiones –respondió la cocinera–. Nada, querida. Es sólo que, no queremos que vayas sola al centro penitenciario y nos gustaría ir contigo’. Tras llenar una taza hasta arriba de agua hirviendo, agregar un azucarillo y depositar el sobre para la infusión, miró al vacío y manifestó su infinito agradecimiento. En el pueblo de Elberta, los solitarios senderos que separan el terreno de cada casa, soportaban los estragos de la lluvia ininterrumpida desde cuatro días atrás. En el silencio de la noche, las gotas de agua golpeando contra los plásticos que cubrían mesas y sillas en los porches impedían conciliar el sueño. La luna estaba en su fase menguante y la línea del horizonte apenas se dibujaba. Zinerva, Helen y Paul se dirigían hacia Holman Correctional Facility, en  Atmore, penal al que fue trasladado el parricida desde la Prisión Federal de Montgomery, donde sería ejecutado. La Carretera Estatal de Alabama 21, era una recta fantasma que les conduciría al final de la vida de un hombre, de una biografía, de una terrible circunstancia…

6 comentarios:

  1. Que bueno constatar en estos duros momentos que a veces se hace JUSTICIA, quizás no a la que estamos acostumbrados, pero no por ello menos justa.
    Ezkerrik asko.

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  2. Hoy, más que nunca: Gracias por tu apuesta por la humanidad. Un beso, nena.

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  3. La lectura de tu texto, lo mejor de la mañana.

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  4. Tras los durísimos momentos que estamos viviendo, desde el otro lado del Atlántico, no sabe el alivio que da dejarse llevar por los personajes de su historia.

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  5. Parece que se va poniendo a cada uno en su sitio en esta historia. Gracias por todo lo que aprendo y disfruto con tus relatos. Besos

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  6. Circunstancias familiares me han 'distraído' de comentar el pasado capítulo, lo que no significa que haya dejado de leerte, faltaría más... Es lectura obligada, la necesidad de seguir en contacto con los personajes de tu relato, porque me hacen conocer mejor ese país, sentir emociones y comprobar que sigues siendo una gran escritora. Cuídate, amiga. Te camelo. Besos.

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