7.
‘¿Vendrás a la fiesta que daré
por mi décimo cumpleaños?’, −dijo su amiga despidiéndose en el cruce de
caminos que separaba sus casas−. ‘Creo que sí, pero ya te lo diré’.
Retumbaban esas palabras en las sienes de Michelle mientras subía las escaleras
detrás de su padre, como si agarrándose a ellas fuera suficiente para evadirse
de la catástrofe que estaba a punto de venir. La madre, sentada en el borde de
la cama y con un hematoma considerable en el pómulo derecho, dejó la puerta
entreabierta y gritó: ‘Cariño, vete con la vecina, que después iré yo’.
La niña, desconcertada, se quedó quieta y con los ojos clavados en la silueta
de los adultos, que veía por la puerta entreabierta. Tras unos segundos, que se
le hicieron interminables, en los que no supo si salir corriendo o tirarse al
cuello de aquel energúmeno, reconoció el sonido de las bofetadas, el de los
adornos cayendo al suelo, el golpe que sonó a hueco contra la espalda, la
impotencia del llanto y el olor tan familiar a las burbujas de sangre que,
igual a otras veces, acabaron empañándolo todo. Con pasos asustadizos se coló en
el dormitorio, deslumbrada por destellos intermitentes que sólo ella veía y
fantasmas que intentaban impedirle el paso. Fue entonces cuando el hombre,
fuera de sí, cosió a navajazos el cuerpo rendido y sin aliento de su esposa. Ciego
por el subidón de adrenalina empujó a la niña a un lado y huyó gritando: ‘Como
te vayas de la lengua, vengo y te mato’. El personal de la ambulancia nada
pudo hacer por ella, había fallecido cuando aún recibía puñaladas en el cuello.
Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña hasta determinar qué
hacer. Días después, un confidente habitual de la policía encontró un coche
accidentado en un terraplén. El cadáver del conductor coincidía con la descripción
del presunto asesino al que buscaban. Según narraba esa historia, Michelle
sollozaba entre tragos de vodka, recordando la frialdad de la morgue en la que
tuvo que identificar a su padre…
A
pocas millas de Keystone, nuestro destino final, un pueblo del condado de
Pennington, en el estado de Dakota del Sur, sugerí hacer una parada para
descansar. Papá estaba muy pensativo desde que salimos de la Reserva India
de Wind River. Fumaba en la pipa que le regaló un nativo, idéntica a la que
usaran los antepasados de las tribus Shoshone y Arapaho para sellar
tratados de paz. Improvisé un campamento alrededor del fuego, donde calenté
unos frijoles horneados que llevaba en lata. Habíamos cabalgado sin descanso
desde mucho antes del amanecer y lo suyo habría sido quedarnos ahí hasta el día
siguiente. Pero los planes de Brayden Morgan eran muy diferentes, porque algo
en él comenzaba a apagarse. ‘Ya puedes ir recogiendo todo lo que has montado
−dijo, señalando a los sacos de dormir−. Comemos y nos vamos’. ‘Hombre,
no me hagas esto. Mira cómo estamos de extenuados’. ‘Habla por ti, yo no
lo estoy. Quiero que veas una cosa única, y el mejor momento para hacerlo es cuando
las últimas luces del sol pasan por encima. Así que, andando’. ‘¿Por qué
no lo dejamos para mañana? Digo yo que lo que quiera que sea no se moverá del
sitio, ¿no?’. ‘Queda poco tiempo… ¡Venga!’. ‘Está bien’. −Transigí,
porque no me atreví a contradecirle. Estaba tan vulnerable... Emprendimos el viaje:
él metido en su mundo y yo refunfuñando. Pero, a falta de quince minutos para
llegar al destino, rompió el silencio. ‘Ahora, ve muy atenta, porque puede
que nunca más vuelvas a vivir algo similar’. Nos adentramos en una zona
arbolada y de suelo irregular, donde las ramas caídas crujían bajo las
herraduras de los caballos. A pesar de no haber turistas por la zona, y estar
como perdidos en medio del universo, no tuve miedo ni sensación de soledad, sino
todo lo contrario, porque me sentía arropada por más de un siglo de historia. Según
nos adentramos en un terreno mucho más empinado, un viento especial nos daba la
bienvenida con agradecimiento y caricia. ‘¡Guau! Es espectacular, tenías
razón, viejo’, −solté impresionada−. ‘Te presento al Monte Rushmore’,
−expresó, al borde de las lágrimas−. Llegados a un punto, proseguimos a pie por
una pasarela de láminas de madera horizontales que bordeaban la montaña, con tramos
planos y otros tantos en escalera. Hasta alcanzar el mirador mi padre necesitó
hacer varios descansos. Una vez allí, recostado en la barandilla, echó su brazo
por mis hombros y me contó que, entre 1927 y el 31 de octubre de 1941, el escultor
Gutzon Borglum y un total de 400 trabajadores, terminaron de tallar los bustos
de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln en la cima de esta
cordillera de granito. ‘No tengo palabras, papá’. ‘Lo sé, cariño. Me
pasó igual cuando vine con el tío James. ¿A que es maravilloso? Podríamos
detenerlo todo e inmortalizarnos aquí, ¿qué te parece?, junto a estos cuatro
que contemplan el horizonte de una nación que no ha sucumbido en el tiempo’.
Además de sentirme afortunada, estaba muy orgullosa de él, porque, entre otras
muchas cosas, quiso compartir conmigo aquella página irrepetible de sus recuerdos.
Regresamos a Jackson más despacio de lo pensado. Desde ese momento su salud se
complicó todavía más, desembocando en la irreversible recta final…
A
primera hora de la mañana, y al ritmo de las tazas de café y los murmullos
entrelazados con risas nerviosas, fluía la actividad en la sala de juntas,
hasta que alguno de los socios daba un toque de atención para arrancar con el
orden del día. ‘¿Qué nos traes de nuevo?’, −dijo el yerno de mi
padrastro−. ‘Ahí tenéis las conclusiones a las que he llegado tras releer
las declaraciones varias veces’, −repartí entre los presentes unos cuadernillos
de diez folios cada uno−. ‘Oye querida, haznos un resumen, que vamos con
prisa’. −Miré de reojo a mi jefe, que salió al paso preguntándome−: ‘¿Qué
has averiguado sobre el testigo que se contradice?’. ‘Pues que no vio a
nuestro cliente salir del lavabo, como tampoco era verdad que entrase a comprar
cigarrillos. Sencillamente, nunca estuvo allí’. ‘¿Entonces a quién
corresponde la imagen de las cámaras de seguridad?’. −Dejé pasar unos
segundos por aquello de mantener la intriga−. ‘A su hermano gemelo’. −Eso
les cogió desprevenidos, y creo que más de uno lo tomó como un golpe bajo por
mi parte−. ‘¿Cómo coño hemos pasado un detalle tan importante por alto? −preguntó
uno de ellos−. Que alguien contacte con el sheriff para que le interroguen’.
‘Perdonad −interrumpí−, me he tomado la libertad de hacerlo yo’. −Ya
me iba y escuché−: ‘Morgan’. ‘Sí’. ‘Buen trabajo. Te felicito’.
‘Gracias’. ‘Ponte de lleno con el caso de la abuela. Te lo has ganado
a pulso, muchacha’. ‘Estoy en ello’. Le guiñé un ojo y cerré tras de
mí. Ya en el despacho, con tanta satisfacción que no me cabía dentro del pecho,
marqué un número de teléfono, pero respondió una voz desconocida y corté la comunicación.
Era mejor dejar las cosas tal y como estaban…
‘Mrs.
Morgan, preguntan por usted’, −me avisaron de recepción−. ‘¿Quién es?’.
‘Esa mujer −noté que tapaba un poco el auricular con la mano−, la
vieja’, −tuve ganas de bajar y abofetearla−. ‘Hazla subir inmediatamente.
Y no se te ocurra volver a faltarle al respeto. La próxima vez que no espere,
la traes sin más. ¿Entendido?’. ‘Claro, lo que tú mandes’, −respondió
avergonzada−. Mayalen parecía enferma por las chapas de las mejillas y unas
pronunciadas ojeras negras cayéndole por el rostro. ‘Siéntese’. ‘Agradecida’,
−tan educada ella−. ‘¿Le apetece beber algo?’. ‘No, muchas gracias’.
‘¿Se encuentra bien?’. ‘Nunca había estado mejor. Sobre todo, porque
cuando esto acabe podré morir en paz −esa frase me dejó noqueada−. ‘Ya
tengo autorización para poner en marcha el proceso. Haré lo posible para dejar
bien alto el nombre de su nieta’. ‘No lo dudo. ¿Ha oído lo de la violación
de la otra noche?’. ‘Sí, salió la noticia en televisión’. Entonces
narró el episodio vivido en la lavandería. ‘Se lo juro por la memoria de mi
nieta: era el Johnny’. ‘Pero así no nos sirve. Necesitamos pruebas.
Además, sólo nos podemos limitar meramente a la denuncia que usted ponga.
Después, si llegamos a juicio, que yo creo que sí por la gravedad de los
hechos, trataremos de vincularle al resto de delitos que pueda haber cometido.
De momento nuestras herramientas son las que son’. ‘Lo que usted diga,
doña. En mi casa he encontrado esto, lo escondí tan bien que no lo recordaba.
Parece la letra de la niña, está en inglés y no lo entiendo’. Me dio un
manuscrito donde se detallaban vejaciones, secuelas físicas y psicológicas,
sufridas por la chica a manos de su pareja. ‘¿Por casualidad no guardará algún
escrito de ella?: felicitaciones de navidad, postales de verano, trabajos de la
escuela, no sé. Piense, es muy importante’. ‘De más joven anotaba en
este bloc lo pendiente por hacer. ¿Puede servir?’, −asentí con la cabeza
mientras marcaba la extensión interna de la becaria−. ‘¿Puedes venir al despacho, por favor?,
−lo hizo rápido−. Localiza al grafólogo que colabora a veces con nosotros y
que compruebe esto. A ver si la letra pertenece a la misma persona’. ‘Ahora
mismo’. Comprendí que la anciana no entendía nada y le expliqué que era un
experto en analizar la letra de las personas, así sabríamos si ambas pertenecían
a Alexa…
‘Allison,
hemos de vernos. Tengo una información interesante que atañe al Johnny’. ‘Perfecto,
Ethan. ¿A las ocho en tu oficina?’. ‘En punto’. ‘Llevo las
cervezas’. ‘No seré yo quien las rechace’. Fui a la mesa de Michelle
y me indicó que esperara un instante. ‘Perdona, hablaba con un amigo policía
a ver si me pasaba alguna información sobre lo de la otra noche’. ‘Estupendo.
Oye, ha llamado el detective y he quedado con él. ¿Vienes conmigo?’. ‘Claro.
¿A qué hora y dónde?’. ‘¿Te parece a las seis en el aparcamiento?’ ‘Vale’.
‘Así vamos tranquilas. Además, si no te importa, he de pasar por mi casa a
recoger un par de cajas y acercarlas unas cuadras más allá’. ‘No hay inconveniente,
ya sabes que nadie me espera’. Lo dijo con un tono de amargura y no supe
qué contestar, porque me sentía tocada emocionalmente. Llevaba varias noches
durmiendo mal, y embalando los objetos personales que mi amante aún no se había
llevado. Últimamente la relación no funcionaba bien y acordamos separarnos. Eso
me produjo alivio y tristeza, pero creímos necesario oxigenar los sentimientos dándonos
una tregua y descubrir si seguíamos construyendo un proyecto juntos o si era
preciso hallar nuestro espacio en solitario…
Felicidades por la nueva imagen del blog: claridad, limpieza y gancho. Reúnes todos los ingredientes de los grandes autores. Tienes mi más fiel respeto.
ResponderEliminarEstoy con Elvira en lo de la imagen del blog y agradezco que esa luminosidad aportada a la cabecera del blog no haya mermado la claridad de ideas de su hacedora que, a mi entender, es lo que realmente importa.
ResponderEliminarComo siempre genial el post.
Muy duro el primer párrafo, contrastando con la descripción de la espectacularidad del monte Rushmore del segundo. Y sí, mucha luz en la nueva presentación. Seguimos...
ResponderEliminar"... oxigenar los sentimientos..." ¡Qué me gusta cómo escribes, amiga.
ResponderEliminarPara tan buen contenido, adecuado el "envoltorio". Gracias de nuevo, ESCRITORA. Besos.
De la dureza extrema a la sensibilidad mas absoluta. Todo lo narras con gran maestria. Eres genial! Besos
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