1.
Me llamo Allison
Morgan. Soy abogada, tengo un amante y acabo de cumplir sesenta años, de los
cuales he vivido la mitad en el estado de Nevada, en Carson City, desde que me
incorporé al bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, propiedad del esposo de mi
madre y sus socios. Aunque es uno de los despachos más importantes de la
capital, perteneciendo a la clase alta la mayoría de sus clientes, también aceptan
casos de menor relevancia, acogiéndose a uno de los principios básicos que los
miembros fundadores supieron transmitir tan bien: “nunca rechaces aquello que pueda
dejarte un dólar para gastar en cerveza”. A diferencia de los proyectos que la
mayoría de las personas tienen a la hora de jubilarse, como por ejemplo viajar
a otros continentes, los míos son austeros y sencillos, ya que tengo el deseo de
regresar a Jackson, en el condado de Teton, Wyoming, donde nací acunada por
paisajes rocosos y la solemnidad del río Snake. Crecer rodeada de la naturaleza
que tiempo atrás fue el territorio donde las primeras tribus americanas
asentaron sus campamentos, y ser hija única, con lo negativo y lo positivo que
eso conlleva, fueron pilares fundamentales para que disfrutara de una infancia
bastante feliz. Sin embargo, la adolescencia se afeó por las continuas peleas y
la separación de mis padres, haciendo de mí una chica fría y desobediente. Así
que, en cuanto pude acceder a la universidad, opté por hacer Derecho en Las
Vegas, una manera como otra cualquiera de poner distancia con los problemas
conyugales que no iban conmigo. Al fin había encontrado mi lugar en el mundo: disfrutaba
metiendo las narices entre las páginas de aquellos libros tan serios y gruesos en
los que tanto me gustaba indagar para entender las cosas. Defender y acatar la Constitución
de los Estados Unidos de América, memorizar datos del tipo “El estado de
Alabama contra Crawford”, o el de “Jones contra Lewis, en 1970”, y muchos más,
dejaron un pozo profundo en mi interior del que aún saco agua. Pero, estando en
tercero, papá cayó enfermo, por lo que abandoné la carrera, que retomaría más
adelante estudiando por mi cuenta, para ir a cuidarle hasta el final de sus
días, trayecto durísimo y agotador que haríamos juntos y del que en ningún momento
me he arrepentido, aun habiendo pasado ratos de soledad y desesperación.
Cuando él murió seguí en el rancho
hasta decidir qué hacer con el poco ganado que todavía aguantaba: el viejo
caballo, un par de vacas que yo misma ordeñaba y apenas daban leche y el perro
vagabundo que encontré en un cruce de caminos y que se acopló a nuestras
costumbres sin protestar. Los días me parecían interminables, monótonos, calcado
uno del otro. Consciente de que urgía salir de allí lo más pronto posible, me
hacía la remolona sin poner remedio a ese asunto. Una tarde, tapada hasta las
cejas, mientras recogía leña para encender la chimenea, vi acercarse el carro
de mi padrastro, un Chevrolet rojo, antiguo, elegante, inconfundible, como de
coleccionista. Se apeó del auto y me explicó que el motivo de la visita era
ofrecerme el trabajo que aún desempeño. No lo pensé dos veces y quise probar
fortuna. Cogí algo de ropa, dejé las novelas del oeste que leía papá tal y como
él las había colocado, regalé a cada vecino el animal que quiso, tapé los muebles
con sábanas rotas y me sentí profundamente agradecida a aquel hombre que
siempre me trató como a una hija más de su sangre y que me ayudó a que tomara
una de las decisiones más importantes de toda mi vida. Sin embargo, al poco de
instalarme, empezó a tener trastornos neurológicos, y sus hijos tomaron el
testigo del negocio con la condición de seguir la misma línea. No obstante, ya
se sabe, otra generación, otra manera de gestionar, otros principios y muchos cambios…
La función que realizo es enteramente de oficina, nunca se me ha dado la oportunidad
como letrada de estar en los tribunales. Tampoco es que yo haya puesto mucho
empeño en conseguirlo, pero según pasan los años caigo en la cuenta de que he
perdido ocasiones maravillosas de exponer mis alegatos. Nunca he destacado en
nada, quizá por comodidad cuando era joven, y después, en la edad adulta, no me
he manifestado en la calle a favor de causas justas que tarde o temprano a
todos nos atañen. Pero la vida a veces prueba nuestra capacidad de compromiso
con los demás, mostrándote una realidad que desmonta tu zona de confort cuando
menos te lo esperas…
Richard, el marido de mamá, quince
años mayor que ella, vivió atormentado durante la Primera Guerra Mundial por el
monstruo que vendría de madrugada a llevarse a los varones de su familia para
combatir en el frente. Recibió una educación conservadora, orientada hacia lo
estricto con perfil militar, aunque muy pronto demostraría que sus expectativas
no iban precisamente encaminadas a llevar uniforme con galones, más bien prefería
mezclarse entre rateros y adinerados, entendiendo que interpretar las leyes y
tener autoridad para indicar cómo hacerlas cumplir guardaba en sí el poder y la
facultad de discernir lo correcto de lo ilícito. Era un buen hombre, algo quisquilloso,
campechano y nada egoísta. Es decir, con un fondo de buena gente que le convirtió
en un anciano entrañable. Recién divorciado de su tercera mujer −las dos
anteriores murieron en los partos junto a los bebés− fue a mi pueblo a
reconstruir el escenario de un crimen, a cuyo presunto asesino representaba y,
por consiguiente, tenía que demostrar su inocencia. Fue entonces cuando mi madre
y él se conocieron en el George Washington Memorial Park. Pensativo uno,
cabizbaja la otra, ambos contemplaban la figura que hay en el centro conmemorando
al explorador John Colter, comerciante de pieles, guía y trampero. Ya muy
entrada la noche, cenando en el Million Dollar Cowboy Bar, supieron que se
habían enamorado conversando entre risas. Tres meses después, Madeline Morgan
cambió el lugar de residencia y el apellido por el de Smith, consiguiendo el
estatus que siempre aspiró tener: formar parte de lo más selecto y granado de
la sociedad estadounidense de la época, acudir a fiestas de postín y ser la más
admirada y fotografiada por los exclusivos vestidos diseñados para ella.
Lástima que la alegría se esfumara tan deprisa, como sus apariciones ya en
solitario. Ninguneada por los falsos amigos, y despreciada por los descendientes
de Richard, entró en tal depresión que nunca más salió a la calle.
El día que arranca la historia que voy
a contar me quedé a trabajar hasta muy tarde. Teníamos un complicadísimo juicio
entre manos y necesitábamos preparar minuciosamente el interrogatorio de los
testigos, ya que el fiscal pedía la ejecución por inyección letal, y nosotros
la absolución de todos los cargos, puesto que el único error cometido por
nuestro cliente fue pararse a repostar en mitad de la carretera, en la misma
gasolinera donde varios tipos, tras violar a la empleada, descerrajaron cuatro
tiros a quemarropa contra ella y el dueño del establecimiento. Los asesinos
huyeron en su furgoneta sin percatarse de que dejaban un cabo suelto: alguien lo
había visto todo agazapado detrás de un stand. Cuando llegó la policía le
encontró de pie derecho, temblándole las piernas, con el envoltorio de una
chocolatina sujeto con los dedos, mirando fijamente al vacío y la suela de los
zapatos manchada de sangre. Le introdujeron en la parte trasera del vehículo con
violencia y esposado. A partir de ese momento toda una cadena de negligencias,
descuidos, falsos testimonios y ocultación a la defensa de las imágenes
captadas por la cámara de seguridad, donde se veía claramente a quienes empuñaban
las armas, han situado la cabeza de un inocente en el centro de la diana. Por
alguna razón indescifrable, yo intuía que habíamos pasado por alto detalles cruciales
para la clarificación de los hechos, así que, terminado lo pendiente para la
próxima vista que se celebraría una semana después, me dispuse a releer los más
de doscientos folios de la declaración hecha por el acusado. La oficina, ya en
silencio, todavía conservaba el eco de la fotocopiadora que yo había estado
utilizando. Apagadas las luces en los demás despachos, parpadeaban de vez en cuando
los pilotos rojos de las líneas telefónicas. Podía escuchar perfectamente mi
respiración, y el roce de una hoja con otra al pasarlas, o el rotulador
chirriante al subrayar frases. Pensé cerrar por dentro para no llevarme algún susto,
pero no lo hice. Saqué del cajón del mueble anexo a otro con estanterías
atestadas de carpetas una bolsa de papel marrón donde guardaba la cena:
sándwich de pollo braseado, con pepinillos, aros de cebolla y mucha mostaza. El
primer bocado me supo a gloria, el segundo a rancio, así que mastiqué y tragué
sin saborearlo. Dos golpes suaves de nudillo rompieron el rumbo de mis
pensamientos. ‘Perdone. ¿Se puede?’. ‘Lo siento, no estamos en
horario de visita. Llame mañana a este número de teléfono −le doy una
tarjeta− y pida cita’. ‘Ayúdeme, por favor. Se lo ruego… Por lo que
más quiera. Ya no sé adónde acudir’. ‘Está bien −Insistió tanto que fui incapaz de negarme−. Usted dirá’. La mujer, toda vestida de negro, de
edad avanzada, pelo blanco y acento hispano, se arrodilló en el suelo, tragó
saliva, me miró fijamente a los ojos y, antes de convertirse los suyos en un
desfiladero de lágrimas, dijo: ‘Me la han matado. Me la han matado, señora.
Me la han matado’. ‘Tranquilícese. ¿A quién?’. ‘A mi nieta, abogada.
Y pido justicia…’.
Sabía que entrarías por la puerta grande. Lo has vuelto a conseguir: ya estoy enganchada. Felicidades. Un beso
ResponderEliminarEl personaje de Allison promete y conmueve ese final que augura un gran relato. Esta primera entrega tiene el sello, ya inconfundible, de su autora: emocion y compromiso.Enhorabuena.Esperando siguiente episodio!
ResponderEliminarNi muerta ni de parranda a pesar de las huellas dejadas por ahí.
ResponderEliminarLa dueña del sitio estaba juntando letras para atraparnos a sus lectores en cuanto nos asomásemos a fisgar.
La documentación como siempre de 10 y una protagonista que promete dar mucha guerra.
Gracias por tu generosidad.
¡Esta es mi Mayte! Un lujo a nuestro alcance.
ResponderEliminarMuchas gracias por despertar desde el principio tantas expectativas. ¡Qué bien nos lo vamos a pasar! Besos.
Saludamos a Mayte una temporada más, con una nueva novela (para mí lo son) en entregas quincenales. Nueva temática, siempre pegada a la actualidad y la documentación apabullante de siempre. Pienso que tienes una doble que se desplaza a los sitios durante una larga temporada para empaparse de todo. El relato fluye fácil. Un gusto. Hasta la siguiente parte. Un beso.
ResponderEliminarCon la nueva temporada y los primeros fríos otoñales, vuelve Mayte Mejia Bejarano con otro de sus adictivos relatos encadenados, 'Nocturno, en el Estado de Nevada', que promete ser tan apasionante como revela esta primera entrega.
ResponderEliminarDesde luego que el relato promete! Engancha desde el principio. Una maravilla poder leerte. Gracias y enhorabuena. Besos
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