John Lennon has been murder. John Lennon has been
murder. John Lennon
has been murder. ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John
Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon…!, voceaba desde su bicicleta el
repartidor de periódicos mientras los lanzaba de uno a otro lado a las casas
con jardín por las calles del condado de Queens. Lo recuerdo perfectamente. Era
el 8 de diciembre de 1980 cuando Mark David Chapman puso fin a la vida del exbeatles y dio una segunda oportunidad
al cómico Johnny Carson y a la actriz Elisabeth Taylor, ya que, según declaró
en una entrevista concedida desde la cárcel de Attica en el estado de Nueva
York, estaban los siguientes en la lista. Pero era mucho más fácil acceder al
edificio Dakota, donde residía el
creador de Imagine, que a las
mansiones residenciales de los otros, por eso le situó en el centro de la
diana. Siempre ha corrido el rumor de que el músico, defensor inagotable de la
paz, tenía tan a flor de piel el activismo porque nació en medio de un
bombardeo nazi en plena Segunda Guerra Mundial. Toda una leyenda que ojalá no
olviden las nuevas generaciones. En la misma década ocurrieron otras cosas: las
tropas iraquíes entraron en territorio iraní, España experimentó un cambio de
gobierno con mayoría absoluta en la bancada de la izquierda, el electricista
Lech Walesa −nacido en Polonia−, cofundó Solidaridad
−primer sindicato libre en el Bloque de Este− y el escritor uruguayo Juan
Carlos Onetti ganó el Premio Cervantes, por citar algunos acontecimientos de
los muchos relevantes que hubo. En el Maspeth la consternación se contagiaba.
Cientos y cientos de personas de distintos puntos del país caminaban en
peregrinación hacia Manhattan, a la esquina noroeste de la calle 72 y Central
Park West, donde, a pie de portal, esparcirían un altar con flores y mensajes
solidarios para Yoko Ono y su hijo Sean Ono Lennon. Me quedé casi sola en el
vecindario. De repente todo me pertenecía: el ámbar de los semáforos, las tejas
de picos mordidos por las inclemencias del tiempo, las ventanas que no
ajustaban y dejaban al descubierto las miserias íntimas, las pantallas gigantes
donde los anunciantes exponían su zoco virtual para el consumo y el rugir de
los bronquios del metro respirando al unísono conmigo. Lamentaba la desgracia
ocurrida. Pero sin vecinos los bulevares quedaron desocupados de presencias
molestas o no deseadas, dejando el horizonte limpio de caracteres
indescifrables. Daba la impresión de que hasta los mendigos hubieran migrado de
los callejones −conste que no me fastidian− a alguna flophouse alejada, dejando libre el pavimento para mi disfrute.
Todo para mí: el sol, las avenidas, el aire y, también, en el mismo paquete
incluido, los cartones grasientos que antes fueron, y lo serán mañana, la cama
acolchada donde mullen proyectos que ya no cumplirán hombres y mujeres
exhaustos con perfil harapiento…
Susan toma asiento apoyando las manos
sobre los reposabrazos de la silla y con un gesto de dolor en su rostro como si
tuviera varios huesos rotos. Les separa una mesa fronteriza testigo de
incalculables conversaciones entre abogado y cliente, y, sobre la misma, dos
vasos de plástico y una jarra con agua de apariencia no potable. E.J. −nunca se
había visto en otra igual− saca la libreta y el lapicero que siempre lleva
consigo, cruza las piernas y adopta la postura de psicoanalista que tan bien se
le da poner, pero pronto entiende que no va a necesitar ninguna de esas
herramientas. A su espalda hay una ventana enrejada que da al patio donde las
reclusas pasean, juegan a baloncesto o simplemente no hacen nada. Se levanta
para mirar a las presas desenvolviéndose al aire libre, pero, antes de hacerlo,
observa que su cuñada tiene los tobillos atrapados con grilletes sujetos al
suelo. Mr. Coleman rompe el hielo: ‘he
leído con bastante atención el informe donde supuestamente se fundamenta tu
condena, y desde luego hay sobrados indicios que demuestran irregularidades
llevadas a cabo durante la instrucción y posterior encarcelamiento. Por ello,
teniendo en cuenta que solo han manejado hipótesis que te situaban en la escena
del crimen, yo creo que un buen letrado podría tirar de ese hilo y sacarte de
aquí. Por el dinero no te apures, los gastos corren de mi cuenta’.
−Chasquea los nudillos y dice−: ‘No has
recorrido más de mil ochocientas millas para eso…’.
“Nueva York. Décimo día de la primera
quincena de abril. El veterinario dice que Carlota tiene degeneración de la
retina y que se va a quedar ciega a pasos agigantados. Por eso pierde, a
menudo, el sentido de la orientación, entrando en zafarrancho de combate: ella
desordena los papeles, yo los recoloco, y, mientras, revivo viejas historias
olvidadas en el tiempo. El 5 de septiembre de 1987, en Estados Unidos, abrían
todos los informativos con la esperanzadora noticia de que Ben Carson −lástima
que haya cambiado el bisturí por la política−, principal cirujano de un
numeroso equipo de profesionales, tras una intervención de veintidós horas,
consiguió separar a los gemelos siameses, de siete meses, Patrick y Benjamin
Binder, unidos por la parte superior de la cabeza… La hija de una compañera del
supermarket, que estudiaba en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, nos contó que esa
malformación congénita se llamaba craneópagos.
La palabra asusta cuando llevas más de un gin-tonic
navegando por el cuerpo, pero después meditas lo que es en sí, y… Me viene a la
memoria −sin hacer comparaciones− la imagen de un forastero que se paseaba por
aldeas y ferias exhibiendo a una oveja nacida con doble hocico, y cuya
explotación le reportaba sabrosos beneficios. Una vez, entrada la fría luz de
la mañana, todavía bajo los efectos de una niebla de textura espesa, la pobre,
cansada de ser el hazmerreír del espectáculo, amaneció sumida en la profundidad
de un sueño del que ya nunca despertó. Hoy lo pienso y soy consciente de lo
cruel que pude llegar a ser, imaginando, divertida, a mis hermanos a cuatro
patas, amaestrados por padre y madre con trajes de domadores, metidos dentro de
la misma jaula, y a mí guardando en la cesta los huevos de la gallina de oro
ganados a costa de ellos. Luego, de vuelta al mundo real, mondando patatas en
la cocina, preguntaba por qué había personas que explotaban las desgracias de
otros. ‘¡Mira la jodía mocosa ésta,
habrase visto la descarada, anda y ve a darle de comer a los animales o te meto
una somanta palos que verás…!’, −decía aquella voz ronca, de fumador
empedernido, que tanto me acobardaba”.
‘¿Qué
tal la semana, Maura?’. ‘¡Puf!,
aburridísima’. ‘¿Y eso?’. ‘Te advierto que tengo pocas ganas de hablar,
E.J. ¿Tú crees que, cuando hacemos balance de lo que ha sido el conjunto de
nuestra vida, significa que el tiempo de descuento ha empezado a correr?’.
‘Lo hemos comentado otras veces: es poner
en su sitio determinadas cosas que, para bien o para mal, han marcado nuestra
existencia’. ‘Ya, pero es un
sufrimiento que revuelve las tripas hasta vomitar’. ‘Bueno, tómalo mejor como un ejercicio saludable. Juzga por ti, que la
primera vez que te sentaste en ese sillón estabas perdida, y mira cuánto has
prosperado’. ‘Hace años, en un
pub-jazz en el corazón de Harlem, había una anciana que, a cambio de un trago
de ron, te leía el porvenir arrinconados en un pequeño altar hecho con
eslóganes escritos en caligrafía infantil y montado en la zona de lavabos.
Todavía recuerdo algunos de ellos: “El dinero es siempre de otros”, “El
infierno te persigue, no te engañes, todo se acaba”, o “La utopía es eso de lo
que hablan los poetas”. Un domingo por la tarde, harta de beber sola, cogí una
botella de licor barato y fui hasta su improvisada oficina. Sentía curiosidad
por saber cuánto de cierto había en las predicciones que hacía, y si manejaba
suficientes datos como para hablar del pasado de cada uno. No sólo me asombró
la precisión con que daba cada detalle, sino su clarividencia explicando un
sepulcro de barro y hierba mojada sobre suelo escurridizo que yo asocié con el
bosque. Definió también a alguien como un ogro de nariz ancha y entrecejo
fruncido que trataba de arrancarme las entrañas, sólo podía ser padre... Desde
entonces he atravesado situaciones muy complicadas. Algunas fueron un presagio
suyo, pero la mayoría las he buscado o provocado yo misma’. ‘¿De qué manera…?’. −Dejo fluir un
silencio tan estrecho como un pasillo que hay que atravesar de costado−. ‘Carlota está perdiendo vista. Se pasa los
días deambulando ensimismada de un rincón a otro de la casa o presintiendo el
olor que llega a lo lejos de los tejados que conoce perfectamente. Me tiene
bien preocupada, porque ha dejado de rivalizar con Bobby, y de cazar regresando
a las tantas de la madrugada con el desahogo del amor acoplado al esqueleto. Sólo
maúlla y maúlla, hasta que vuelvo y husmea la suela de mis zapatos que traen
gotas de orines’. ‘¿Y si se queda
ciega qué harás?’. ‘¿No me irás a
decir que tengo que sacrificarla para que no sufra? De verdad que no os
entiendo. Pues no pienso arrebatársela, esa gata ha dado la vida por mí, es
generosa, buena compañera, mejor que muchos de nosotros’, −digo tajante y
decidida a concluir la sesión, pero Mr. Coleman se me adelanta−. ‘Bueno, lo dejamos ahí. Es interesante este
cierre de sentimientos: por un lado, colocas aquello que te importa por encima
de todo, y, por otro, te echas la culpa de ser la causante de determinadas
complicaciones acontecidas. Encuentra el nexo entre ambas vías, estoy
convencido de que lo hay, y quizá te aporte nuevas claves en el viaje interior.
A lo mejor necesito retrasar uno o dos días la cita de la próxima semana, tengo
pendiente un asunto personal que debo atender. Te llamaré más adelante para
confirmarlo’.
En los escalones de entrada a nuestro
edificio, encuentro el final de una mudanza, un hasta siempre que habrá barrido
las calorías quedadas en el hogar que fue y que las circunstancias y la mala
suerte han desmontado. Ralph, con la congoja corriendo por sus venas por si es
el siguiente en abandonar el inmueble, me sujeta del brazo no sea que tropiece
al sortear una caja. ‘¿De quién es todo
esto?, −pregunto señalando una cuna de recién nacido−. ‘De los McGregor, les acaban de desahuciar.
Ahí dormía la nieta’. ‘¡Cabrón de
casero!’. ‘¿De dónde vienes?’. ‘Del cine’. ‘¿Qué has visto?’. ‘Una
comedia, no recuerdo el título…’.
Querida, he disfrutado muchísimo este texto. Joer, qué maestría. Besos
ResponderEliminarLo he tenido que leer dos veces, no porque no lo entendiera que si, lo que pasa es que se me ha hecho más corto que nunca.
ResponderEliminarComo siempre excelente relato con elementos de toda índole y con el guiño al premio Cervantes. Quien sabe.
Excelente, cada dia te superas. Es un auténtico placer, lo disfruto muchísimo. Besos
ResponderEliminarQuerida Mayte, con tu relato nos transportas a esos tiempos en que todos nos emocionamos y temblamos por los tristes acontecimientos. Un beso
ResponderEliminarTambién a mí se me hizo corto, lo que debes tomar como un gran elogio. Eres genial y el final extraordinario.
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