Olaya del Páramo
salió temprano a la calle con el pretexto de comprar el Hola para su madre. Como cada domingo, venía
a comer con ellos. Con la revista, poniendo a parir a las famosas que vendían exclusivas
como castañeras en cualquier esquina, dejaba en paz a la familia. Se evitaba
así la misma cantinela de siempre: ‘Que si los chicos de hoy en día son unos maleducados.
Que si les consentimos todo. Que si hay que joderse porque parece que les ha
hecho la boca un fraile. Que si tu marido es un blando que no tiene lo que hay
que tener. Que si estás muy estropeada y con más arrugas alrededor de los
labios…’. El vagón de metro al que subió estaba semivacío. Tan solo tres o
cuatro jóvenes soñolientos, y con muecas de
abstinencia sobre los hombros, se apearon antes de hacerlo ella en Sol. Una de
las cosas que más satisfacción le daba era
caminar por las calles del centro cuando todavía había poca gente. Pararse en
cada pasadizo para acariciar con la mirada la silueta de
las casas. Pero ese día cambió de planes, y aunque después se arrepentiría cuando no le
abrochase la falda negra que tanto le gustaba, entró en ‘Rodilla’ y se puso de sándwiches hasta
las cejas.
En el otro extremo de la ciudad,
Olvido Arroyo hacía equilibrio con ambas manos para que no se le cayera la
bandeja de pasteles que había comprado. A su edad tenía buen porte y se mantenía todavía erguida, sin pelos en la
lengua, fiel a sus principios, bastante cascarrabias con todo cuanto le sacaba
de quicio. No le apetecía absolutamente nada aguantar al soso del yerno y a los pijos de los nietos y tragar la paella de su
hija que, por mucho que la pobrecilla se esmerara, no conseguía darle el punto
al arroz. Antes de coger el autobús que la alejaría muchísimo de su barrio, se
metió en un bar a comerse unos churritos grasientos y azucarados que tan ricos
le sabían, más ahora que se los tenían prohibidos por culpa del colesterol y la
hipertensión, pero estaba harta de las mariconadas de la tostada integral, la
mermelada dietética engañada con “Sorbitol” y la asquerosidad del soluble de cebada,
malta y centeno… Desde que sufrió, días atrás, un desmayo que la mantuvo en el
suelo más de tres horas, hasta comprender que no vendría nadie a levantarla si
no lo hacía ella, sentía necesidad de disfrutar al máximo de los placeres de la
vida. No se lo había contado a Olaya. Tampoco
que tenía vértigos y la visión borrosa. ‘Se
lo tienes que decir a tu familia, Olvido. No puedes ser tan testaruda. Un día
de estos te das un golpe y no lo cuentas. Deberíamos hacerte algunas pruebas
para localizar el foco que ha provocado el mareo. ¿Quieres que hable con tu
hija?’, −dijo su médico de salud mientras extendía algunas recetas. Negó
con la cabeza, recogió de la mesa la tarjeta sanitaria y el volante para una analítica y salió de la consulta dando un
portazo a la puerta…
La noche que el padre de Olaya se
acostó y nunca más despertó, Olvido se prometió a sí misma criar a la niña con
rectitud y sin tonterías, con el solo propósito de hacer de ella una persona
fuerte y libre, independiente y madura… Pero lo que sí consiguió fue levantar
entre ambas una distancia, que con el tiempo se iría agrandando. ¿Podría recriminárselo
su hija llegado el caso? Puede…, aunque nadie
dudaría de que la quería más que a nada en el mundo. Más que a su propia vida.
Por eso no tenía intención de comentarle que ahora los síntomas de una posible
enfermedad parecían abrir un agujero de
incertidumbre en su tejado. Algo empezaba a transformarse dentro de ella porque,
de repente, tenía unas ganas inmensas de abrazarla, de pedirle perdón por tanta
palabra fuera de tono, por los desprecios y desplantes
en vacaciones, navidades, cumpleaños… Quería llorar y no sabía hacerlo,
sentir y se le había olvidado, tocar y no tenía tacto, decirle que estaba
orgullosa de la mujer en que se había convertido y, por encima de todo, lo
hermosa que era. Pero, su perfil irascible le bloqueaba los sentimientos…
‘Cago
en la hostia. Ya se me ha pegado el arroz. Verás cuando lo pruebe la abuela. Ay
que joderse… Bueno, de perdidos al río. Ahora sí que se explayará a gusto
poniéndome en ridículo. Como si la oyera: que si no estoy en lo que tengo que
estar, que si no pueden salirme las cosas ricas comprando marca blanca, que si
con tanta hamburguesa y pasta cocida hemos perdido el paladar…’. −Hablaba
con su hijo mediano, quien, atontado con las
entradas masivas de WhatsApp a su móvil y la música estridente que salía por
los cascos, no le hacía ni caso−. ‘Mírale, está agilipollao…’. Le dio la
espalda y, para aliviar sus penas, sacó una botella de vino blanco que
reservaba para asar cordero y tomó un par de tragos colmaditos. En la mesa, a
falta de que llegara el mayor de los nietos, que por lo visto salía con una
chica y tenía cada dos por tres calenturas −como si ella fuera idiota−, Olvido
aceptó de mala gana el plato que le tendían. Y no por desprecio, sino porque
las porras le habían quitado el apetito y notaba el estómago revuelto. No
obstante, comió más de la mitad de la ración. Y lo hizo sin rechistar, pensando
en sus cosas, ausente, organizando su cabeza: tenía que meter en una carpeta
los papeles importantes, actualizar las cartillas del banco, limpiar el
armarito de las medicinas, comprarse un camisón, tirar a la basura las galletas
caducadas, lavar las cortinas para dejárselas limpias, por si acaso… Y tres o cuatro pequeñeces más que no venían a cuento.
‘Mamá,
espera, que
me pongo los zapatos y te acompaño hasta el autobús. Empieza a oscurecer, y
sabes que los domingos la parada está muy solitaria’. La mujer asintió sin
rechistar. Ajena a los cambios de comportamiento que poco a poco se producían
en su madre, Olaya no se percató del ligero
temblor que no cesaba en el ojo derecho de Olvido, quien, para no tropezar y
caerse, se agarró al brazo de su hija. Caminaron en silencio, sin mirarse, sin
palabras que interrumpieran el momento de emoción que inundaba el corazón de
ambas. De una ventana que daba a la calle estrecha que desembocaba después en
el bulevar, la inconfundible voz de The Beatles, con su
Let it be, inmortalizó para siempre
el primero y último paseo que, por diversas circunstancias, realizarían sin
enfados. Se despidieron. Una se fue pensando: ¡Qué aburrimiento, ahora a raspar la puta sartén…!, y la otra que
tenía que acostumbrarse a decir te quiero…
En la sala de espera de urgencias,
sentada junto a su marido en una silla incómoda
de plástico duro que invita al abandono, aguardaba desde hacía cinco horas la
aproximación de un diagnóstico que, a falta de otras pruebas contundentes, dijera
la causa de la pérdida de conocimiento que
sufría su madre, y de la que no se habría enterado de no
ser porque recibió una llamada del hospital peguntando por un familiar de
Olvido Arroyo, a la que el SAMUR había trasladado hasta allí. Mientras
esperaba, Olaya recordaba su adolescencia y juventud como etapas poco felices:
La convivencia complicada, las diferencias que tenían, las broncas a veces sin
motivo, las ganas de ser independiente como fuera para hacer lo contrario de lo
que había visto… En definitiva, necesidad de poner distancia con aquella mujer
que le chupaba casi toda la energía, y que, habiéndole dado la vida, despertaba
también su nunca curado complejo de inferioridad.
Al día siguiente continuaba en
observación. Hubo un pase a las doce de la mañana. El médico que habló con ella
insinuó que algo raro presionaba su ojo derecho y que, aún a falta de algunos
resultados de las pruebas realizadas, posiblemente tuvieran que intervenir para
quitarlo. Así que, en breve la subirían a planta. A cualquiera le alarmaría
conjugar tumor con quirófano. Informar de ello a una señora que cuatro años
atrás cumplió ya los ochenta era pisar sobre
terreno delicado. Pero Olvido estaba hecha de otra pasta y aguantó estoica las
palabras del cirujano sin hacer preguntas ni mirar a su hija, a la que delataban los nervios. La noche anterior a la operación Olaya
se quedó con ella, pero el agotamiento la venció, y no escuchó cómo la mujer
lloraba en silencio por su hija: por lo que
había tenido que sufrir, por lo frágil que parecía, y por todas las veces que
no le había dicho lo que verdaderamente sentía… Alargó la mano que tenía libre
de vías e hizo amago de tocarla, pero antes de rozarse la retiró… La
intervención fue un éxito…
Una semana después, antes de que
trajeran la comida del hospital, le sirvió a su madre una buena ración del puré
que había hecho para ella con toda clase de verduras, una punta de jamón
ibérico, un cuarto de gallina de corral y medio kilo de morcillo gallego.
Contuvo la respiración y apretó los puños, pero, en lugar de sacarle pegas al
guiso, Olvido, con total delicadeza, dijo: ‘¡Qué rico te ha salido, hija!’. Olaya no daba crédito ni confiaba en
la sinceridad de aquellas palabras, que suponía envenenadas o disfrazadas por
el momento delicado que vivía… A partir de entonces, y por miedo a caerse, no
volvió a comer en casa de su hija, lo que resultó ser de gran alivio para
todos…
Nota: Nos volvemos a encontrar el 28 agosto. Feliz relajo.
Nota: Nos volvemos a encontrar el 28 agosto. Feliz relajo.
Precioso, de verdad. Descansa, nena. Besos.
ResponderEliminarUna historia sencilla, posiblemente muy frecuente, y que refleja cómo, lamentablemente, se pierde alegría en la vida por bloqueos emocionales que muchas veces no se sabe de dónde vienen. Feliz verano, amiga. Un abrazo.
ResponderEliminarBravo! Buen trabajo!
ResponderEliminarMe ha gustado por lo natural y los detalles tan reales. Muy buena descripción. Besos.
ResponderEliminarA ti también te ha salido "muy rico" el relato. Descanso veraniego. Un abrazo.
ResponderEliminarLa crudeza de la incomunicación entre una madre y su hija y todo el cúmulo de lamentos que esa situación conlleva, relatada con la maestría y sensibilidad de Mayte Mejía Bejarano.
ResponderEliminarMayte.Que complicados Son Los lazos Familiares.Por falta de comincación cuantos sufrimientos .Precioso relato . l
ResponderEliminarEste relato deja entrever cómo nuestras etiquetas vitales, "La noche que el padre de Olaya se acostó y nunca más despertó, Olvido se prometió a sí misma...", suponen una pérdida de conexión con la realidad, que a la postre lastran nuestro desarrollo personal. Queda muy digno, pero empequeñece.
ResponderEliminarEl título también nos da alguna pista. Nunca dijo "te quiero". Parece un epitafio, algo que ya no tiene remedio porque el tiempo ha pasado, quedando dicho para la eternidad.
Así pasa, que obligamos a que la corriente del cariño tenga que circular por un hilo endeble y de gran longitud, para que llegue de un extremo a otro extremo, con buenos productos pasados en puré.