Probablemente,
adormecida, escuchara el timbre de la puerta, pero eso es algo que nunca podré
asegurar a ciencia cierta. De haberlo oído, imagino que la brisa del destino
hubiera soplado diferente −a mejor o peor, quien sabe...−, y puede también que
así la losa pesada en la que a veces se
convierten los días fuera más llevadera. Pero permanecí
en la cama, atravesada en posición horizontal, con el sujetador desabrochado,
los zapatos fuera de los talones y una reseca que me reventaba las sienes. Me
llamo Ágata, tengo cuarenta y nueve años, estoy
divorciada, padezco de estreñimiento y mi vida es tan vulgar que en momentos
puntuales roza la gilipollez. Con la única reforma
de acondicionar la azotea como espacio de relajo y ocio, vivo en La Latina , en el ático que mi
padre heredó de los suyos y donde solo pago los gastos que genero. Por tanto,
no ando mal de liquidez. Me gusta el whisky y viajar a Estados Unidos en
invierno, el color rojo, la playa cuando no hay gente, los días de lluvia
después de las siete de la tarde, las tostadas de pan blanco con un chorrito de
aceite de oliva, los sudokus, todo cuanto se considera pecado, la soledad para
que fluya el mundo interior y ver a los niños jugar en los parques. Al margen
de esto, como digo, no destaco en nada, ni formo parte de listados de gente
importante.
Mis amigas, las muy cabronas, dicen
que trabajo de: ‘Siguiente, por favor’.
En realidad, me tiro ocho horas al otro lado del mostrador, en el centro de
salud de un barrio marginal de la ciudad, donde paso la mayor parte del tiempo
diciendo esa frase para dar citas médicas y volantes
para pruebas de laboratorio, indicar a los desorientados el número de sala a la
que tienen que ir e informar a los inmigrantes acerca de los requisitos que hacen falta para obtener la
tarjeta sanitaria. Cuando el público me da un respiro, contesto el teléfono,
imprimo pegatinas adhesivas, clasifico recetas mensuales que recogen los
enfermos con tratamiento crónico, aviso al servicio técnico para que vuelvan a
arreglar el grifo del lavabo de personal, que se sigue saliendo, y derivo a las
enfermeras aquello que considero que puede estar dentro de su campo, porque cada vez tenemos menos facultativos y más
vacantes. También cuando puedo, no voy a engañar a nadie, me escabullo a fumar
a la calle.
A veces pierdo los nervios y reconozco
que contesto fuera de tono. La gente no tiene culpa, lo sé. Pero desde que los recortes, contundentes y despiadados,
han desembarcado en este sector, se trabaja, en general, con bastante
incomodidad. Por eso imagino que damos una imagen de fríos que, hasta donde
puedo responder, es errónea. No es cierto que a este lado de la ventanilla lo
ajeno nos sea indiferente, que no reconozcamos las injusticias, las
negligencias, los intereses económicos que mueven a los guiñoles del gremio, el
dolor de los más vulnerables y el ostracismo a donde van las cosas comunes que
para todos son necesaria… Lo que ocurre, y deseo que se me entienda bien, es
que no te puedes llevar a casa las malas noticias de un diagnóstico, los
efectos secundarios de lo experimental, el trago cuando notifican que mejor
llevarlo a terminales, o la angustia de conocer que ha caducado el permiso de
residencia y, por ende, la financiación para la
insulina. Y no se puede hacer por la sencilla razón de que nosotros, los ‘Siguiente, por favor’, tenemos también
nuestros problemas. Pero a veces hay situaciones tan excepcionales que se salen
de la regla. Entonces, te implicas…
Estéfano −nombre de origen griego que
le gustó a su madre al leerlo en el cartel de un cine de provincias−, es un viudo
de setenta y cinco años que, desde hace veinte, cuida de su único hijo, en
estado vegetativo, tras someterse a un cambio de sexo que se complicó
contrayendo un virus de quirófano en plena operación. Esto lo supo por un
informe extraoficial conseguido con mala praxis por el abogado que le sacó un
ojo de la cara, y que finalmente nunca pudieron aportar como prueba
determinante. Para hacer frente a todo: Letrado, tratamiento que no cubre la Seguridad Social ,
compra de cama articulada, pañales además de los prescritos, grúa para moverlo,
enfermera particular que le atendiera en su ausencia, antes de coger la
jubilación anticipada…, hipotecó el piso, grande y lujoso, en la zona Este de
Ríos Rosas, hacia el Paseo de la
Castellana , donde en su mejor época incluso tuvo chica de
servicio. Desde pequeño, mejor aún, desde que tiene memoria, el dinero se le ha
escurrido por los dedos. Nunca supo administrarlo para que alcanzara, y ahora, a pesar de las circunstancias delicadas y
evidentes, no sabía cómo cambiar dicho defecto. Así que, entre putas caras,
cuidadoras de día y de noche, rondas indefinidas que pagaba en los garitos del
casco viejo, ropa que compraba y a los pocos meses tiraba todavía con la
etiqueta puesta, coches de lujo, madrugadas en el Casino, y demás vicios al
alcance de pocos bolsillos, vino el primer aviso de desahucio por embargo, cuyo
susto siquiera bajó el ritmo del despilfarro. Total que, cuando quiso reducir gastos, los buitres de las finanzas,
entrenados para debilitar a sus presas, al olor de la sangre, ya habían puesto
las garras sobre él.
Dejó las juergas nocturnas, dejó de adquirir en el supermercado
cualquier producto sin mirar el precio, pasando a
consumir marcas blancas, despidió a uno de las dos mujeres que le ayudaban con
el chico, malvendió la moto, se quitó de beber y de fumar y ni con esas conseguía
llegar a fin de mes solo con su sueldo… Estéfano empezó a faltar a menudo al trabajo: unas veces porque al hijo le sobrevenía una
crisis respiratoria, otras porque la depresión le amarraba los pies a la cama.
Una mañana, en la mesa del despacho −desde el que se veía, diminuta, La Gran Vía −, encontró una
nota manuscrita de su secretaria donde decía que a
las once le esperaban en dirección. Allí estaba la plana mayor, interesándose por su situación. Hipócritas, como
siempre lo habían sido, para sugerirle, seguidamente, que lo mejor para todos
sería que anticipara su retiro. Con deleite les miró uno a uno, hasta tropezar
con la mirada de su amante, la subdirectora de Recursos Humanos. Entonces,
dijo: ¡Cómo me hacéis esto, sois unos hijos de puta! ¡Con la de babas que le he
limpiado a la empresa…!
Ahora cuando lo piensa reconoce los
errores cometidos, el peso de las decisiones equivocadas, la pérdida de horas
lejos de su hijo y del universo que lucía en el boceto de sonrisa, agradecida
cada vez que el padre le ponía crema hidratante en los glúteos. Pero ya no
había vuelta atrás…, porque las cosas a veces, cuando están jodidas,
evolucionan a peor. Así fue como en un abrir y cerrar de ojos, cumpliendo la
máxima de que “en un solo segundo puede
cambiarte la vida”, se vieron viviendo humildemente los dos en el extrarradio.
Algunas tardes, metido en la cueva de la memoria, amarrado de pies y manos por
la soledad, recordaba el pasado como si la lujuria y el descontrol de antes no
fuera con él, sino que formara parte de un excéntrico personaje que cogió el
patrón de su físico para moverse por ahí con impersonalidad.
Alcanzado el solsticio de invierno,
entre retales que la melancolía fue deslizando en su piel, misteriosos como los
que encierra la luna llena, Estéfano había envejecido rápidamente. Entregado
por entero al chico, luchaba por reunir la mayor información posible para
reabrir el caso en los juzgados, ya que un colaborador de la ONG que a veces le visitaba le aseguró que si peleaba podía conseguir un
presente más saludable para ambos. A pesar de la falta de optimismo que le
perseguía, no dejó de pasar semanalmente por el Centro de Salud. Cada
miércoles, después de las once de la mañana, mientras que un matrimonio vecino
se quedaba con su hijo, él se acodaba en el mostrador, me miraba a los ojos y
preguntaba: ‘¿Tienes algo para mí, Ágata?’.
‘No. Lo siento mucho, aún no ha llegado
nada de secretaría ni de dirección. Prueba en la oficina, igual ellos te dan
norte. Nosotros aquí, ya sabes, no podemos hacer más. Ojalá dependiera de este
departamento…’. Entonces, con una pena que le destruía el corazón, los
párpados mojados y la cabeza agachada, se iba por donde había venido, con las
entrañas vacías… Así, una y otra vez… Constante y agotado, esperanzado y
vencido…
Aún con la duda de si sonó el timbre
de la puerta o no, fui al cuarto de baño y, al
tiempo que orinaba, metí la lengua bajo el grifo, por
si la fuerza del agua arrastraba consigo la lija que recubría mi boca. Me
sentía culpable después de cada borrachera, y apenada por la imagen desaliñada
que el espejo devolvía de mi persona: pechos grandes, pero sin la rigidez de
antes, cejas irregulares, marcas de nocturnidad en la comisura de los labios,
nariz muy afilada y dos dedos de raíz blanca, ya sin tinte… Y así, con esas
pintas como para que griten fuego y salir corriendo, sentada en la taza del
váter, desnuda, y poniéndome en el pie un parche quita callos, sin saber muy
bien por qué, pensé en Estéfano. Su situación, la de otros, la mía propia, y lo
triste de estar en manos de un papel que se resiste, que no llega…
Este es uno de los muchos ejemplo que nos ha aportado la guerra de los recortes. Nena, tómate vacaciones. No tardes. Besos.
ResponderEliminarDos historias que se cruzan, en tiempos duros para muchos; a veces, como en este caso, también por la mala cabeza propia. Un relato que fluye. Buen verano. Y que en las próximas elecciones ganen los que beneficien a la mayoría, para evitar situaciones como la de la historia de hoy. Un abrazo.
ResponderEliminarHoy se agarra tu relato a mi estómago, es nudo que me avisa del dolor que se enquista y produce indignación e impotencia.
ResponderEliminarEstéfano, Estéfano,... Llueve sobre la tablet. Me seco los ojos. Escampa? No, vuelve la lluvia.
ResponderEliminarDos historias que en realidad sin la historia de miles de ciudadanas y ciudadanos. Sangrante. Bravo, Mayte.
ResponderEliminarDos temas que reflejan la vida misma por lo tanto se te quedan clavaditos.
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