A Maite Pisonero,
que va a ganarla Media Maratón
más importante de toda su vida.
que va a ganar
más importante de toda su vida.
Estrella, su
enfermera en el Centro de Salud Puente Alto, mientras actualizaba los datos de
peso, azúcar y tensión en su historial médico, dijo: ‘Fernando, te tienes que animar un poco, hombre. Y distraerte. ¿Por qué
no te acercas alguna vez por el hogar de mayores que hay en la Cuesta de la Aceitera ? Allí te
echarías amigos con los que jugar a las cartas, al dominó. Hay actividades,
baile, excursiones, manualidades, teatro… No sé, algo que te arranque de la
soledad. Ya sé que cuesta mucho dar el primer paso, pero todo es proponérselo.
Mira mis padres, antes se tiraban toda la tarde dormitando delante de la televisión,
y ahora no paran en casa, tienen una vida social que no veas…’. El hombre
se quedó mirándola fijamente y en silencio. Le
costaba un poco procesar las palabras de aquella rubia guapísima que tanto le
recordaba a una actriz de Hollywood. Quizá
llevaba razón y tenía que replantearse la posibilidad de sacar la cabeza del
agujero que él mismo había cavado, pero no tenía ganas de iniciar una
conversación sin un fin determinado. Así que optó por hacer lo más fácil: ‘Me lo pensaré, Estrellita. Me lo pensaré…’.
Se levantó, la besó en la frente, y salió al pasillo con andares lentos y la
mirada oculta tras su gafa.
Fernando llegó al pueblo a finales de
los años ochenta procedente de Argentina donde había estado exiliado. Compró la
casa del antiguo maestro al que vino a sustituir y, aunque siempre guardó
distancia con los lugareños, se adaptó a sus costumbres manteniendo un comportamiento
respetuoso y correcto con todo el mundo. A lo
largo del tiempo fue víctima de todo tipo de habladurías: unas le llegaban
directamente, otras se cocían y engordaban a su espalda, pero jamás dio
muestras de reproche. Al poco de incorporarse a la escuela, introdujo en la
clase algunos cambios: llevaba a los niños al campo, organizaba excursiones
para visitar el Museo Provincial de Salamanca, les hablaba de cine, de
literatura, de fútbol, y de política, cuando se le calentaba la lengua. La
vivienda era muy grande para él solo, de manera que la zona pegada a la cocina,
que comprendía dos amplias habitaciones −dormitorio y sala de lectura y relajo−
y un cuarto de aseo completo, todo con acceso al patio interior, la hizo
privada y acogedora. El resto, como el doble de su parte, mandó que lo dejaran
diáfano. Consiguió mesas y sillas de enea de segunda mano, las colocó y ofreció
el espacio a los niños para que fueran allí a hacer los deberes. Al cabo de los
meses, y gracias a donaciones que le llegaban de Madrid y de Barcelona, vistió
las paredes con libros en estanterías rústicas. Con el tiempo, el descenso de
la natalidad fue dejando vacía aquella estancia, llegando a provocar la
clausura de la escuela. Tenía la opción de desplazarse cada mañana a otro colegio público en Salamanca. Entonces, echó
cuentas, y decidió jubilarse. A partir de ese momento los paisanos decían verle
triste y apagado. Y, a pesar de que Fernando nunca se consideró una persona
abatida, la vejez y la soledad, ciertamente, eran malas compañeras de viaje.
Por eso tomaría las palabras alentadoras de Estrella como una membrana que se
rompería para dejar pasar la luz…
Sacó la ropa de la lavadora y se puso
a tenderla: primero las prendas grandes, después lo intermedio y por último lo
menudo. Todo bien estirado para planchar después lo menos posible. Antes de
volver al interior de la casa comprobó que no llovería para continuar adelante con
sus planes: Se afeitó, cambió de pantalones y de jersey y buscó el bastón que
dejaba siempre apoyado en el banco, debajo del techado del merendero. Aunque
por allí apenas había tráfico, miró a un lado y al otro de la calle. Descendió
despacio por la cuesta hasta salir a la Plaza de la Libertad , donde saludó a los vecinos sentados
alrededor de la Fuente
Gorda , y se paró con otro para darle la enhorabuena por el
biznieto que había nacido dos días antes. El olor a pan recién hecho que salía
del Horno de las Tres Viudas −la madre e hijas que lo regentaban lo estaban− te
reconciliaba con la vida. Al Hogar de Mayores, situado en dependencias anexas
al Ayuntamiento, se accedía por un amplio vestíbulo presidido por la escultura
de Casto Prieto Carrasco, quien fue médico, catedrático universitario y primer
alcalde de Salamanca elegido democráticamente durante la II República , desde
diciembre de 1931 hasta que fue destituido en octubre de 1934. A la derecha tenían
la sala de juegos y manualidades, el salón de baile, y la zona reservada a
peluquería junto a una pequeña habitación donde el podólogo tenía instalada su
consulta. A la izquierda, con vistas a la calle, el bar-comedor, con clientes
desde primera hora de la mañana.
Fernando no tenía intención alguna de
formar parte de aquello, solo fue a comprobar con sus propios ojos cómo era el
lugar, qué hacían dentro y cuánto de verdad había en las afirmaciones de
Estrella al decir que allí le arrancarían de la soledad. Sin embargo, tuvo la
sensación de presenciar un escenario cuyo horizonte quedaba constituido por un
grupo de mujeres y hombres que, cruzados de brazos, se sentaban a esperar la
muerte mientras la vida pasaba por delante de su tristeza. En cualquiera de los
casos, y por no echar el viaje en balde, decidió consumir un botellín de
cerveza. Cogió un periódico del expositor y eligió el lugar que le pareció más
tranquilo y apartado de las ventanas. Quería leer las crónicas del partido de
la noche anterior. El Barça, su equipo, había goleado la portería contraria y tenía
curiosidad por saber lo que opinaban sus detractores, pero un titular desvió el
rumbo de su interés. Un malagueño de treinta y cinco años da la vuelta al mundo
a pie, acompañado de su carro trekking.
Fernando quedó maravillado por las experiencias que contaba en la entrevista.
Por ejemplo, cuando descubrió la inmensidad de estrellas concentradas en el
cielo de Atacama, el desierto de Chile, o cuando sufrió un atraco en los
Barracones, en el peligroso barrio de Callao, en Perú. Llamaba la atención la
pasión desbordada en sus palabras afirmando que
aprender a añadir gustos y texturas distintas al paladar habían hecho de él un
hombre con menos pegas y prejuicios, tanto que pensaba incorporar a sus menús
caseros el tajín de cordero iraní −guiso de carne y verduras−, las baklavas
turcas −pastel elaborado con frutos secos y kaymak, una especie de lácteo− y el
jugo de mamey americano… Sabía que no estaba bien lo que iba a hacer, pero, en
un descuido del camarero que limpiaba y recogía consumiciones vacías de las
mesas, arrancó la hoja del diario y se la metió en el bolsillo. Echó un último
vistazo a las personas que se encontraban en la galería central, comprobando
que no se habían movido un ápice, ni cambiado la expresión de sus caras, como
si todo quedara dentro de un cuadro de realidad desvaída…
Pocos metros antes de doblar la
esquina de su calle, apretó el paso porque se iba orinando. Sin embargo, tuvo
tiempo suficiente de llegar y levantar la tapa del váter. Había perdido la
noción de las horas y caía la tarde. Sin apetito ya para comer el plato de
legumbre cocinado el día anterior, cortó unas cuñas de queso, cogió una lata de
cerveza, su desgastada chaqueta de punto de ochos y se sentó en el porche con
el recorte de periódico sobre las piernas. El coraje del joven andaluz despertó
sus recuerdos, las cosas conseguidas a lo largo de la vida, la emoción
impagable de sentirse libre en todo momento, sin ataduras, pero con responsabilidades.
Las metas alcanzadas, la intensidad en el amor, la constancia en el trabajo, la
necesidad de aprender, de estudiar y de mantenerse fiel a los ideales que
guiaron siempre su corazón por la acera de la izquierda… En definitiva: crecer,
superar obstáculos y disfrutar a su manera.
Se levantó una brisa suave que iba en
aumento. Lo sensato hubiese sido meterse dentro y echarse por encima algo de
más abrigo. No se movió hasta pasadas varias horas. Quería disfrutar de la Luna llena que aparecía por
el horizonte, de las estrellas, las suyas, las conocidas, que, aunque no
brillaran con tanta intensidad como las vistas por el malagueño en el otro
extremo del planeta, irradiaban una belleza inconmensurable. Al filo de las dos
de la madrugada, la luz de la cocina en casa de Fernando seguía encendida.
Partió algunas nueces, rebuscó por los cajones
hasta encontrar el sacacorchos para abrir una botella de vino y, según mantenía
el caldo en la boca para apreciarlo, pensó que, a
pesar de todos los avatares incorporados a la vida, de los sustos que a veces
ésta nos da, del camino no siempre fácil, con sus metas que parecen lejanas
pero conseguibles, estaba orgulloso del desarrollo de la suya. Quedaba mucho
viaje por delante, placeres, oportunidades, sueños, y la suerte de seguir
disfrutando de todos y cada uno de los amaneceres que le esperaban. La caricia
dulce que impregnó su paladar al masticar una ciruela pasa le ayudó a conciliar el sueño. A la mañana siguiente
le aguardaba una larga jornada en la que pensaba poner orden en muchas cosas.
Precioso relato y perfecto en su estructura, tan tuyo en los detalles.... Gracias, amiga. Te quiero (y me voy a correr q hoy toca carrera)
ResponderEliminarPreciosísimo! 👏👏👏
ResponderEliminarNo es de extrañar que Maite Pisonero diga que te quiere, se nota que lo has escrito con muchísimo cariño. Oye, nena, yo también te quiero aunque no me escribas. Jejeje.
ResponderEliminarQué fácil es admirarte y quererte. Cómo emocionas y no solo con el fondo. Qué manera de contar tan hermosa. Qué bien escribes. Qué bella eres, Mayte.
ResponderEliminarMagnífica frase: " Sin embargo, tuvo la sensación de presenciar un escenario cuyo horizonte quedaba constituido por un grupo de mujeres y hombres que, cruzados de brazos, se sentaban a esperar la muerte mientras la vida pasaba por delante de su tristeza."
ResponderEliminarLourdes
En cualquier circunstancia hay que buscar el lado positivo. Siempre lo hay.
ResponderEliminarA mi compañera "comentarista" Maite Pisonero: yo, con otros 10.000, también he estado en la carrera de ayer domingo en Madrid.
Un abrazo.
"Sin apetito ya para comer el plato de legumbre cocinado el día anterior, cortó unas cuñas de queso, cogió una lata de cerveza, su desgastada chaqueta de punto de ochos y se sentó en el porche con el recorte de periódico sobre las piernas"
ResponderEliminarTus letras transmiten con intensidad lo que relatas, haciendo que el lector se sumerja de lleno en tu escrito.
Un abrazo
Cuando he leído esta historia, me he transportado enseguida al western. Me parece que tiene todos los elementos del mismo. Un hombre solitario, el regreso de un lugar lejano, el guardar las distancias, las habladurías (leyendas) sobre el hombre enigmático y no adaptado a los usos corrientes. Cuando decide probar en el Hogar de Mayores y describes su acercamiento a la ciudad me ha dado la sensación de ser un hombre observado, todos mirando al forastero.
ResponderEliminarTu lenguaje es acogedor y delicado para relatar de qué madera están hechos los héroes de lo cotidiano.
Por último redondeas la sensación de western con la escena final, sentado en el porche de la casa mirando el horizonte, el qué este tipo de personajes necesita, un espacio abierto para seguir viaje.