“Soy
un corcho y estoy empeñado en flotar”
Víctor Manuel.
Convertido el primero de mayo en un largo
puente de fin de semana, todo apuntaba a que la noche iba a ser movidita. Pero
contra pronóstico, o mejor dicho por el solo hecho
de llevarle la contraria a las estadísticas, en la sala de urgencias del único
hospital en muchos kilómetros a la redonda la tranquilidad estuvo de guardia.
Porque, a excepción de atender las magulladuras leves de dos motoristas que
colisionaron en un cruce de carretera, la quemadura de primer grado en el brazo de un niño cuando jugaba alrededor de la
plancha de vapor y el esguince en el pie de un joven al saltar desde el balcón
de la casa de su novia, el resto resultó ser pan comido, tareas de control
dentro de la rutina.
Fidel González,
enfermero, doblaba turno para cogerse unos días y viajar a Bruselas, donde su hija acababa de parir. Le gustaba
implicarse con cada caso y solidarizarse con enfermos terminales. La dirección,
más de una vez, le había propuesto gestionar su traslado a un centro
especializado en esto, pero siempre lo rechazaba por la inversión emocional que
eso conllevaría. A lo que nunca se negaba era a
echar una mano cuando otros compañeros se lo pedían, bien para intentar que los
familiares comprendieran la magnitud del problema o porque humanamente sentía
que debía hacerlo. Del total de la plantilla se entendía muy bien con el
internista, Miguel Marín, hombre sencillo donde los haya, de familia muy
humilde y cuyos estudios sacó con beca. Trabajaba en la segunda planta y,
casualmente, a menudo, le asignaban los casos más difíciles que ingresaban.
La paz de la noche
tocaba a su fin. Pronto vendría el relevo y con él el trajín de un nuevo día,
de una nueva semana que prometía ser la antesala del buen tiempo. Fidel
terminaba de escribir en los historiales el informe sobre los pacientes. Estaba cansado y se le cerraban los ojos. Sin
embargo, saberse en la cama dos horas después le estimulaba y de qué manera.
Pero si hay algo imprevisible y que no admite planificación, esas son las
urgencias de un hospital. Al final de la boca del pasillo, los pasos acelerados
que empujaban otra cama que venía le sacaron de
su ensimismamiento, pues le era familiar el nombre de la ocupante y
aquella cara demacrada.
Cinco años antes la
vida de esa mujer iniciaba un proceso de
cambio. Acababa de quedarse en paro, cobraba el mínimo de la prestación por desempleo y tenía que mantener
a su pareja –adicto a la heroína– y a los hijos de ambos. Una noche se levantó
a oscuras para ir al baño y se pinchó en el pie con la aguja de una jeringuilla
tirada en el suelo. Al principio no le dio demasiada importancia y, salvo una
ligera discusión con el culpable, lo dejó estar, pasando por alto el percance.
Pero, buscando un recibo del banco, descubrió unos papeles donde decía que su
compañero era seropositivo. Entonces, con igual sensación como si el tejado le
hubiese caído encima, empezó a preocuparse y buscó en Internet más información
sobre el VIH. Pasó un tiempo, no sabría decir si razonable, hasta que los
dolores de cabeza, cólicos intestinales y otros síntomas dieron la cara. Acudió
a su médico de cabecera, quien la remitió a los
especialistas y finalmente al hospital, puesto que para ella era mucho más
cómodo al vivir en una zona alejada de la provincia. Fue entonces cuando el internista, Miguel Marín, y el
enfermero, Fidel González, la asistieron por primera vez. Tras varios días de
hospitalización y una serie de pruebas realizadas, supieron los resultados finales del diagnóstico que todos,
incluida ella, temían: había contraído el virus. Le dieron el alta con un
tratamiento bastante ajustado, una serie de precauciones a tener en cuenta,
sencillas pero necesarias, y un montón de citas para diversas revisiones
periódicas, a las que nunca asistió…
Cuando el doctor
Marín, a la llamada de Fidel, acudió a urgencias, todavía vestía ropa de calle.
Era un hombre pequeño, de pasos rápidos y cortos; usaba gafa de media lente, que
colocaba siempre a mitad de la nariz. Su mirada
profunda y un aire especialmente bohemio hacían de él un personaje muy
peculiar. Tomó el pulso a la mujer, a la par que el enfermero buscaba en el
otro brazo una vena donde poner la vía. Ambos sanitarios, de mutuo acuerdo,
pasaron de largo puntos del protocolo de hospitalización y la subieron directos
a la segunda planta, a una habitación individual –de las que se utilizan a veces para aislamiento–, con el fin de que
estuviera más cómoda puesto que el final no muy bueno estaba cercano.
Lucía, así se
llamaba, había pasado los últimos cinco años en la más absoluta de las
penurias, manejando a partes iguales la enfermedad que la minaba por dentro y
la supervivencia que la empujaba a aguantar un día más. Después de conocer que
estaba contagiada de VIH, abandonó a su pareja, asumiendo
con mucha dignidad las consecuencias que eso acarrearía. Los hijos mayores, de
otras relaciones de cada uno, hartos de respirar miseria, fueron alejándose
poco a poco hasta desaparecer por completo, pero los pequeños quedaron a su
cargo, y a estos no había más remedio que darles de comer, conservar el techo
donde dormir y, al menos, ofrecerles un puñado de motivos potentes para que
desarrollaran su infancia dentro de una cierta normalidad.
En horas de colegio
mendigaba por las calles para sacar a su familia adelante, pero empeoró de
forma acelerada al tener que elegir entre financiar parte del tratamiento –no
sólo el específico sino lo más básico como un simple analgésico–o alimentar a
los niños, de los que se harían cargo los servicios sociales en el momento en que la
ambulancia fue a recogerla… Antes de que los relajantes la adormecieran aún
más, en la soledad de esa habitación que estaba siendo para ella como un
regalo, llegó a la conclusión de que en el fondo las cosas empezaban a ir bien.
Los niños encontrarían su espacio de cariño y de estabilidad junto a quienes
estuvieran dispuestos a proporcionárselo y ella, si salía de esta… El doctor
Marín acababa de visitarla y ordenó que se le aumentara
la dosis de calmante…
A punto de iniciar
camino a Bruselas, y entregado a la emocionante experiencia de conocer por fin
a su nieta, Fidel tuvo un último pensamiento hacia Lucía, fundamentado en la indignación
que le producía la historia de aquella mujer que, obligada por la tesitura de
las circunstancias, antepuso el bienestar de sus hijos, respecto al suyo
propio. Seguramente ya no estaría viva cuando regresara, pero para él sería
siempre un clarísimo ejemplo de amor y de generosidad.
(Nota: Agradecimiento a Marta del Saz porque
indirectamente me ha proporcionado el suelo sobre el que levantar esta
historia).
Lo que más me gusta de tus relatos es que hablan de la vida. El que nos propones hoy es absolutamente vigente porque la historia que cuenta es muy actual y visceral. Una persona que renuncia a lo propio por los suyos... Nena, qué bien escribes.
ResponderEliminarHechos muy lamentables que se repiten constantemente y gracias a los cuales podemos ser conscientes de las miserias y grandezas humanas.
ResponderEliminarEn este relato, Mayte, has tocado varios palos. Has conjugado hechos, actitudes y personalidades que has arropado con una historia pero en ella desvelas otras muchas y lamentables realidades en la que todas las personas tenemos nuestra parte de responsabilidad. Tu escrito, un espejo. Estremecedor.
ResponderEliminarSe pueden establecer algunos paralelismos con la situación actual del ébola: Lucía sería Teresa, el comportamiento del personal sanitario,... Historia dura, por un lado, pero, también, con retratos de algunas de las mejores cualidades humanas. Besos.
ResponderEliminarEsto no es un relato,es una historia real como la vida misma.A veces la vida es muy dura y otras veces maravillosa.Aquí hay una vida que se va y otras nuevas que comienzan.Ay!! pobres servicios sociales que tratan de destruilos........y que bien lo escribes,Mayte.
ResponderEliminarUn beso.
"antepuso el bienestar de sus hijos, respecto al suyo propio"
ResponderEliminarEn pocos párrafos has relatado una historia tan hiriente y descarnada como las que vemos pasar ante nosotros dia a día.
Excelente tu escrito.
Un abrazo desde Málaga.
Te sigo leyendo y te sigo admirando.
ResponderEliminarUn beso.